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jueves, noviembre 30, 2006

Auster & Almodóvar presentación de Jorge Herralde

por Jorge Herralde
11 / 2006

Teatro Jovellanos, Gijón. Jueves 9 de octubre. Encuentro Paul Auster y Pedro Almodóvar entre las 20.30 y las 22.30. El teatro abarrotado, con gente hasta en las lámparas. Mise en scène a modo de salón doméstico: una mesa baja con libros y papelotes y vídeos desordenados y a su alrededor tres butacones: a la izquierda Auster, en el centro yo y a la derecha Almodóvar. Formato: entro solo, me siento y leo una presentación de los dos nuevos ganadores del Premio Príncipe de Asturias: las Letras para Auster y las Artes para Almodóvar. A continuación entran ambos y se adelantan en el escenario: atronadora e interminable ovación, se sientan, empieza el diálogo. Después está previsto que yo dé paso a quince preguntas del público, convenientemente filtradas (para evitar a los loquitos estadísticamente de rigor), de las que sólo pueden efectuarse doce: se agotó el tiempo, y los galardonados reciben una ovación aún más prolongada.
Sigue mi texto introductorio, el cual, consciente de mi condición de telonero, leí vigorosamente "editado".
***
Pocas superestrellas merecen tanto como Almodóvar y Auster (por orden alfabético) la latosísima frase de que no necesitan presentación. Pero me ha tocado presentarlos aquí, ya que he tenido la suerte de publicar a ambos, a Almodóvar como novelista y a Auster como novelista y autor de guiones cinematográficos. También me ha correspondido el papel de moderador, pero en realidad haré de falso moderador, ya que moderar a Almodóvar es una misión desaconsejable, a la par que imposible. Así que les haré unas primeras preguntas y después los dejaré galopar.
Almodóvar publicó las andanzas de Patty Diphusa por entregas, en 1983 y 1984, en la revista La Luna, que fue algo así como el B.O.E. de la movida madrileña. A mí me divirtió mucho y le propuse publicarlo en "Contraseñas", la colección "forajida" donde estaban Bukowski, Brautigan, Copi, Hunter S. Thompson y otros "sospechosos habituales".
Pedro me dio largas, estaba muy liado con sus películas, una al año, y lo dejé estar, pero no olvidé a Patty Diphusa. Años después publiqué Majareta, una chiflada compilación de textos de John Waters, el autor de Pink Flamingos, entre otras joyas trash. Sabía que Pedro adoraba a Waters, uno de sus padres "espirituales" en su primera y más desmadrada época. Tan pronto como tuve un ejemplar de Majareta se lo envié a Pedro, reiterando mi sugerencia, que esta vez aceptó a vuelta de correo. Agregó otros textos y a los pocos meses apareció Patty Diphusa, con una foto de Almodóvar en la portada, chaquetilla de torero, una buena dosis de rímel, un clavel reventón tras la oreja y fumando un puro.
Patty Diphusa son las memorias de una presunta star internacional de telenovelas porno, vital a tope, joven animal nocturno que se mete en el cuerpo toda clase de sustancias y protuberancias. Sus andanzas en las desmadradas noches del Madrid de los primeros 80 son un supercatálogo de excesos, el retrato de una excitación que invadió la ciudad durante unos pocos años gloriosos. Hasta que el listísimo Tierno Galván, alcalde de aquel Madrid, dijo en un célebre pregón algo así como: "Hay que colocarse y ponerse al loro." Y con tanta exhortación institucional (y no poca jeringa), el loro se quedó afónico y la movida, catatónica. Pero, entretanto, con Patty Diphusa Pedro inventó un nuevo ismo literario: el "realismo frenético". Para completar el libro, Almodóvar añadió unos textos que conformaban una suerte de autobiografía provisional. Así, en uno de ellos, titulado Autoentrevista 1984, Pedro decía: "Te estás especializando en dirigir mujeres. Es una de las pocas cualidades que todos te reconocen." Y Pedro respondía: "Hay un extraño sentimiento de reciprocidad entre ellas y yo. A las mujeres suelo despertarles sentimientos maternales, y las mujeres suelen despertar sentimientos maternales en mí. Por eso nos entendemos tan bien en el plató." Como ven, un librito imprescindible para conocer a esa Mamá Grande que es este Pedro Almodóvar, quien acaba de afirmar: "Leyendo la lista de los premiados, encontré significativo que yo fuera el primer artista que procedía de las alcantarillas del underground nacional." Patty Diphusa ha tenido unas ventas sostenidas, desde su publicación en 1991, y se han sucedido las reediciones, primero en "Contraseñas" y luego en nuestra colección de bolsillo "Compactos", donde sigue dando guerra. Además, como curiosidad, se han efectuado 34 contratos de traducción, el récord de la editorial para un solo libro; la última, hace unas semanas, en China.
La carrera de escritor de Paul Auster en España tuvo unos inicios un tanto dificultosos. Publicó su Trilogía de Nueva York en la editorial asturiana Júcar, y ahí creo que Juan Cueto tuvo mucho que ver; luego Edhasa publicó dos o tres títulos, pero Auster era aún un autor semisecreto en nuestro país (y en casi todas partes). Entonces se produjo un cambio decisivo. Con Moon Palace, Auster pasó de la minúscula editorial donde publicaba, Sun and Moon Press, a la poderosísima Viking, donde le hicieron ya un contundente lanzamiento. Pedí una opción a agencia Carmen Balcells, que representaba a Viking, la leí y me convertí para siempre en un adicto. A partir de El Palacio de la Luna, en 1990, publiqué todas sus obras posteriores y logré recuperar las primeras; mientras, la reputación y los lectores de Auster fueron creciendo y creciendo.
Pero en 1995 y 1999, respectivamente, sus dos novelas digamos tipo fábulas, Mr. Vértigo y Tombuctú, desconcertaron a los austerianos más militantes. A continuación tuvo lugar un largo episodio cinematográfico (algo alarmante para sus editores): fue guionista de Smoke y guionista y director de Blue in the Face y de Lulu on the Bridge. Después de este periodo de alejamiento de la novela, Auster aún dio otro rodeo: prologó y compiló Creía que mi padre era Dios, una antología de textos de radioescuchas. Por lo que, entre ausencias y desalientos, la cota de Paul parecía estar bajando.
De pronto, de una tacada, a partir de 2003, escribió tres novelas memorables, El libro de las ilusiones, La noche del oráculo y Brooklyn Follies, que colocaron a Paul Auster, en nuestro país, quizá en el más alto lugar y con el mayor número de lectores en el ámbito de la literary fiction. Y hace sólo unos meses Auster me envió el manuscrito de otra novela excelente: Viajes por el Scriptorium, que publicaremos el año próximo. Por ello, cuando Paul nos dijo que se había embarcado como guionista y director en otra película, La vida interior de Martin Frost, extraída de un episodio de El libro de las ilusiones, ya no tuvimos ningún sobresalto. Es decir, reaccionamos igual que un padre cuando su hijo ha acabado el curso con matrícula de honor y se va tres días de juerga sin aparecer por casa: tranquilos, no pasa nada.
Como es sabido, Paul y Pedro se admiran mutuamente, tal como han manifestado en numerosas ocasiones. Y una anécdota: en un viaje a Madrid en el que acompañé a Paul, y a su esposa Siri Husvedt y su hija Sophie (cantante aún clandestina), ésta se declaró fan de Gael García Bernal, por lo que contactamos con la productora de Almodóvar y así la familia Auster pudo asistir, muy satisfecha, al primer día de rodaje de La mala educación, protagonizada por Gael.
Auster y Almodóvar, tan distintos, tienen cosas en común: ambos aspiran, según declaraciones propias, a la transparencia narrativa y, a la vez, a la proliferación de tramas y subtramas en sus novelas y películas, a las muñecas rusas, a las cajas chinas, a la "inflación de historias" (Almodóvar). Transparencia e inflación de historias: se necesita mucho talento para armonizar dos características tan diversas. Pero ya Scott Fitzgerald nos advirtió en frase famosa: "La señal de una inteligencia de primer orden es la capacidad de tener dos ideas opuestas presentes en el espíritu al mismo tiempo y, a pesar de ello, no dejar de funcionar." Eso podría ser tema para una pregunta del coloquio.
De Auster y Almodóvar también podría decirse, y esto es ahora una afirmación, que son menos profetas en su tierra que en otros países. Así, con Almodóvar, aunque haya tenido múltiples y diversos galardones en España, sus colegas de la Academia han sido un tanto avaros con sus galardones, con sus Goya, to say the least. Por el contrario, ha obtenido dos Oscar, en Francia varios premios César, es Caballero de la Legión de Honor, y ha recibido infinidad de premios europeos. También contrasta la relativa reticencia hacia Paul Auster en su país con su triunfo apabullante en Europa, en especial en Francia, donde ganó el premio Médicis y fue nombrado Caballero de las Artes y las Letras, y también en España. Así, su novela Tombuctú ganó el Premio Arcebispo Juan de San Clemente, otorgado en Santiago de Compostela, El libro de las ilusiones fue galardonado por los libreros de Madrid como mejor libro del año y La noche del oráculo como mejor novela extranjera por los lectores de la revista Qué Leer.
Ahora, los Premios Príncipe de Asturias coronan la carrera de Almodóvar y Auster, como antes lo habían hecho con Woody Allen, otro americano tan apreciado en nuestro país. Unos galardones que, como ha escrito Juan Cueto recientemente ("Una corte de alzada", El País, 15-X-2006), nacieron de una idea "espléndidamente disparatada" y no menos contagiosa del periodista Graciano García (enseguida director de la Fundación de los mismos). Éste le contó a Juan, hace más de 25 años, la idea de inventarlos, "a lo grande, tipo Nobel". Cueto afirma, sin pestañear, que ahora ya "se lee mucho mejor aquí, en Oviedo, el espíritu del siglo, que dirían los ilustrados alemanes, que en las orlas de Estocolmo". Y lo argumenta con análisis y datos bien convincentes.

Jorge HerraldeEncuentro Paul Auster - Pedro AlmodóvarTeatro Jovellanos de Gijón19 de octubre de 2006

jueves, noviembre 23, 2006

El azar y la necesidad

Uno de los libros que han buceado más en el asunto del azar como elemento para modelar la concepción filosófica de la modernidad, fue realizado por el bioquímico francés Jacques Monod.

Ensayo controvertido y muy personal, pero que pone en relación ciertos elementos del mundo moderno. En cierto modo la concepción de Paul Auster es más trágica que metafísica, en el sentido de que el azar se imbrica en el destino.

El azar y la necesidad
Monod, Jacques
Tusquets Editores, (1989)
Col. Cuadernos ínfimos, 100
Trad. F. Ferrer Lerin208 p.
ISBN: 84-7223-600-5
Descripción del libro:«Todo lo que existe en el mundo es fruto del azar y de la necesidad». Con esta frase de Demócrito, colocada como lema al principio de su obra ?publicada en 1971? Monod asumía el reto de explicitar las claves de la vida desde los presupuestos del más puro cientifismo mecanicista. El libro contiene una parte netamente científica, y una serie de propuestas que asientan la propia identidad del ser humano.En primer lugar, Monod analiza la distinción entre objetos naturales y artificiales, pues quiere descubrir las propiedades macroscópicas que diferencian a los seres vivos del resto del universo. Identifica tres: la teleonomía, que reside en las proteínas, la morfogénesis autónoma, que es puramente mecánica, y la invarianza genética, radicada en los ácidos nucleicos. La teleonomía implica que los seres vivos son objetos dotados de un proyecto que a la vez lo representan en sus estructuras y cumplen con sus funciones. La estructura de un ser vivo posee morfogénesis autónoma, a diferencia de la de los artefactos, en la medida en que apenas debe nada a la acción de fuerzas exteriores, y casi todo a interacciones morfogenéticas internas, de ahí el carácter autónomo y libre de los seres vivos, y su determinismo interno. La invarianza genética es la cantidad de información que, transmitida de una generación a otra, asegura la conservación de la especie. Estas tres claves de la vida van íntimamente unidas, pues el proyecto primitivo único es la conservación de la especie mediante la transmisión de contenidos invariantes: la invarianza genética se expresa a través de la morfogénesis autónoma de la estructura que constituye el aparato teleonómico.El problema surge al intentar establecer la relación de prioridad entre invarianza y teleonomía. Mientras que la ciencia asegura que la invarianza precede necesariamente a la teleonomía, las teorías religiosas y buena parte de las filosóficas desatienden el postulado de objetividad al hacer de un principio teleonómico inicial el motor de la evolución. Para Monod, estos errores nacen de la «ilusión antropocentrista», espejismo eterno del hombre que ninguna teoría ha podido disipar.En la disputa entre organicistas ?holistas? y reduccionistas, Monod se alinea con los segundos, que consideran válida la actitud analítica de estudio de las «partes» para entender el «todo» que forman. Para él, el estudio de los sistemas microscópicos es lo único que puede llevarnos a comprender el ser vivo. De su análisis de la escala microscópica de la vida, deduce que nada hay en la naturaleza que haga necesaria la presencia de vida o la evolución de seres humanos pensantes. La vida en todas sus manifestaciones, incluyendo a los seres humanos, cumple con los principios de la naturaleza, pero no se puede deducir a partir de estos principios: «La biosfera no contiene una clase previsible de objetos o de fenómenos, sino que constituye un acontecimiento particular, compatible seguramente con los primeros principios, pero no deducible de ellos. Por lo tanto esencialmente imprevisible». Por ello, la biosfera es fruto del azar. Las implicaciones ético-filosóficas de esta aseveración son evidentes:«La antigua alianza ya está rota; el hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del Universo, de donde ha emergido por azar. Igual que su destino, su deber no está escrito en ninguna parte. Puede escoger entre el Reino y las Tinieblas.»Monod sostiene que el postulado de la objetividad es consubstancial a la ciencia y ha guiado su prodigioso desarrollo durante los tres últimos siglos. En base a este postulado, la ciencia demuestra que los mitos ?filosóficos o religiosos? que el hombre ha creado para justificar la obediencia a las leyes de la comunidad son incompatibles con el conocimiento objetivo. Sin embargo, el hombre no puede vivir sin valores. El propone como solución ?en la línea del positivismo mecanicista? la «ética del conocimiento». Establecido el axioma moral del valor del conocimiento objetivo, de él surgirá una nueva moral humanista, un socialismo liberado de la ideología marxista. Es preciso, eso sí, que nosotros mismos fijemos el objetivo, el sentido de nuestras vidas. El conocimiento científico nos permite asumir esta libertad y hacernos responsables de nuestra existencia.

Biografía del autor:Jacques Lucien Monod (París, 1910 ? Cannes, 1976) estudió Biología en la Universidad de La Sorbona y se especializó en biología molecular. Fue profesor de metabolismo bioquímico en la Universidad de París. En 1954 fundó el Servicio de Bioquímica Celular del Institut Pasteur de París, dirigiéndolo entre 1971 y 1976, año de su muerte. En 1965 obtuvo, juntamente con François Jacob y André Lwoff, el premio Nobel de Medicina y Fisiología, por sus trabajos sobre el mecanismo de biosíntesis de enzimas y la regulación del metabolismo celular. A partir de 1967 ocupó la cátedra de Biología Molecular en el Collège de France. Su obra El azar y la necesidad. Ensayo sobre la filosofía natural de la biología moderna (1970) obtuvo un resonante éxito mundial. Su disidencia respecto al marxismo dio pie a un importante debate con Louis Althusser que marcó la epistemología europea en la década de 1970.

En este poema de Blanca Varela circula la savia del otoño. Dedicado al cientifico Jacques Monod, premio nobel y autor de El Azar y la Necesidad y a la sazon miembro de una impresionante saga familiar entre la que se encuentra nada menos que Jean Luc Goddard
http://fr.wikipedia.org/wiki/Descendance_de_Jean_Monod_(1765-1836)

MONSIEUR MONOD NO SABE CANTAR

querido mío
te recuerdo como la mejor canción
esa apoteosis de gallos y estrellas que ya no eres
que ya no soy que ya no seremos
y sin embargo muy bien sabemos ambos
que hablo por la boca pintada del silencio
con agonía de mosca
al final del verano
y por todas las puertas mal cerradas
conjurando o llamando ese viento alevoso de la memoria
ese disco rayado antes de usarse
teñido según el humor del tiempo
y sus viejas enfermedades
o de rojo
o de negro
como un rey en desgracia frente al espejo
el día de la víspera
y mañana y pasado y siempre

noche que te precipitas
(así debe decir la canción)
cargada de presagios
perra insaciable ( un peu fort)
madre espléndida (plus doux)
paridora y descalza siempre
para no ser oída por el necio que en ti cree
para mejor aplastar el corazón
del desvelado
que se atreve a oír el arrastrado paso
de la vida
a la muerte
un cuesco de zancudo un torrente de plumas
una tempestad en un vaso de vino
un tango

el orden altera el producto
error del maquinista
podrida técnica seguir viviendo tu historia
al revés como en el cine
un sueño grueso
y misterioso que se adelgaza
the end is the beginning
una lucecita vacilante como la esperanza
color clara de huevo
con olor a pescado y mala leche
oscura boca de lobo que te lleva
de Cluny al Parque Salazar
tapiz rodante tan veloz y tan negro
que ya no sabes
si eres o te haces el vivo
o el muerto
y sí una flor de hierro
como un último bocado torcido y sucio y lento
para mejor devorarte

querido mío
adoro todo lo que no es mío
tú por ejemplo
con tu piel de asno sobre el alma
y esas alas de cera que te regalé
y que jamás te atreviste a usar
no sabes cómo me arrepiento de mis virtudes
ya no sé qué hacer con mi colección de ganzúas
y mentiras
con mi indecencia de niño que debe terminar este cuento
ahora ya es tarde
porque el recuerdo como las canciones
la peor la que quieras la única
no resiste otra página en blanco
y no tiene sentido que yo esté aquí
destruyendo
lo que no existe

querido mío
a pesar de eso
todo sigue igual
el cosquilleo filosófico después de la ducha
el café frío el cigarrillo amargo el Cieno Verde
en el Montecarlo
sigue apta para todos la vida perdurable
intacta la estupidez de las nubes
intacta la obscenidad de los geranios
intacta la vergüenza del ajo
los gorrioncitos cagándose divinamente en pleno cielo
de abril
Mandrake criando conejos en algún círculo
del infierno
y siempre la patita de cangrejo atrapada
en la trampa del ser
o del no ser
o de no quiero esto sino lo otro
tú sabes
esas cosas que nos suceden
y que deben olvidarse para que existan
verbigracia la mano con alas
y sin mano
la historia del canguro -aquella de la bolsa o la vida-
o la del capitán encerrado en la botella
para sIempre vacía
y el vientre vacío pero con alas
y sin vientre
tú sabes
la pasión la obsesión
la poesía la prosa
el sexo el éxito
o viceversa
el vacío congénito
el huevecillo moteado
entre millones y millones de huevecillos moteados
tú y yo
you and me
toi et moi
tea for two en la inmensidad del silencio
en el mar intemporal
en el horizonte de la historia
porque ácido ribonucleico somos
pero ácido ribonucleico enamorado siempre

viernes, noviembre 17, 2006

Paul Auster: accidente y casualidad y gaseosa

Rodrigo Fresán ha escrito para Letras Libres un extenso artículo con motivo del último texto del autor norteamericano. Lo reproducimos a continuación.


La obra del flamante Premio Príncipe de Asturias suele definirse por el recurso del azar; pero Rodrigo Fresán ha diseñado otra fórmula feliz: la que compara al autor de Brooklyn Follies con la adictiva Coca-Cola.
Recuerdo que una vez, durante alguna de sus múltiples ruedas de prensa para intentar enderezar alguna maniobra retorcida, el presidente argentino Carlos Saúl Menem se excusó con un juguetón y sonriente ?Eso es culpa de la casualidad permanente?. Recuerdo también que, entonces, yo pensé que nadie ?ningún editor o lector o crítico? había definido mejor, lateral e involuntariamente, la literatura de Paul Auster. Pensé también que el extravagante relato de la vida y obra de Menem ?quien seguramente jamás había oído o leído nada acerca o cercano al escritor norteamericano? no habría estado de más en boca y relato oral del dueño del estanco de tabacos Augie Wren o de cualquier otro de sus ?nunca mejor dicho, apellido que se vuelve adjetivo? austeros héroes.
Es que el escritor norteamericano y traductor y poeta y guionista y director de cine y esposo de novelista y padre de chanteuse y actriz y Chevalier de l?Ordre des Arts et des Lettres y flamante Premio Príncipe de Asturias Paul Benjamin Auster (Newark, New Jersey, 1947) ha erigido y continúa ampliando toda su ya amplia obra plantándola en los inciertos pero siempre ocurrentes terrenos de lo azaroso. Como el Julio Cortázar de siempre, como el Rod Serling anfitrión de la serie The Twilight Zone, como ese campeón de la paranoia que fue Philip K. Dick, como el último Nobel y primer Orhan Pamuk con quien comparte más de un rasgo distintivo como las suplantaciones de personalidades y el objeto libro como talismán, Auster cree en un orden secreto de las primeras cosas, en una melodía de lo fortuito, en una trama en la que toda existencia puede llegar a ser una buena historia si se la lee con cuidado y sin prejuicios. De ahí que entrar a cualquier libro de Auster signifique, también, entregarse. No resistirse a la idea de que todo está relacionado y aceptar que lo que proponen y ofrecen sus ficciones es, en realidad, una tan inquietante como consoladora certeza de que no hay nada más previsible que lo imprevisible o, si se prefiere, nada más imprevisible que lo imprevisible. Así, los libros de Auster son libros que nos obligan a creer, sin esfuerzo alguno, en un mundo según Auster.
Y los lectores de Auster creen en Auster y en lo que Auster cree. Porque creer en el mundo según Auster ?sus leyes, sus recompensas, sus castigos? no deja de ser, ya se dijo, un alivio, una esperanza, una forma intelectual de lo moral pero finalmente sensible de lo que predicaban tiempo atrás algunas películas de Frank Capra filtrado por cierta atmósfera envasada al vacío. Un aire de Samuel Beckett, a quien Auster frecuentó y admira y con quien comparte pómulos, fotogenia y el amor sin fronteras que los franceses suelen dedicar a los extranjeros que hacen suyos. Auster como alguien que ya tenía claro su credo cuando, a los diecinueve años, apuntó en un cuaderno adolescente: ?El mundo está en mi cabeza. Mi cuerpo está en el mundo?.

EL HOMBRE QUE MIRA
Si se tiene una cabeza como la de Paul Auster, en el mundo suceden cosas raras que, cabía esperarlo, a Auster no le resultan raras en absoluto sino perfectamente normales. En conversación con Gérard de Cortanze (Dossier Paul Auster, Anagrama, 1996), Auster se refiere al síntoma y al diagnóstico ?el aquí firmante, ya se vio, no es la excepción? que habitualmente suele adjudicársele a su sistema creativo y que contagia e inmuniza a su obra:

?Paul Auster y el azar?? ¡Ah sí, me resulta francamente irritante! Está la necesidad y las contingencias y la vida no es más que eso, contingencias. No hay más que abrir los ojos y mirar la vida de la gente que te rodea, la de tus amigos, para darse cuenta de hasta qué punto ninguna existencia sigue una línea recta. Somos permanentes víctimas de contingencias cotidianas. Pienso a menudo en una palabra: accidente. Existen dos acepciones, la filosófica y la cotidiana, en el sentido en que se habla, por ejemplo, de un accidente de automóvil. Por definición, un accidente no es previsible. Se trata de algo que ocurre: no previsto. Y nuestras vidas están hechas a base de accidentes. También me interesan mucho los accidentes que no llegan a producirse. La casualidad existe? El tipo que cruza la calle y que se libra por los pelos de que le arrolle un vehículo? Ese milímetro gracias al cual permanece con vida me fascina: esa distancia mínima contribuye a fabricar una vida. Me parece muy evidente; no hay nada más normal que eso. No, sinceramente, la idea del ?azar? no me interesa. Es como si se descubriera por primera vez leyendo mis libros: es absurdo.

Y, aunque le irrite a Auster, aun así?

LOS ACCIDENTADOS
Cabe pensar que buena parte del atractivo que ejerce Paul Auster sobre sus lectores ?que son legión en Francia y en España y en Argentina y en buena parte de Latinoamérica? pasa porque sus argumentos, siempre, están apoyados sobre la idea de un destino al que puede afinarse y ejecutarse como si fuera un instrumento y cuya partitura, por una vez, resulta engañosamente fácil. Digámoslo así: Auster escribe claro sobre asuntos difíciles, Auster cubre temas complejos con historias atractivas y que parecen arrastrar al lector, sin pausa, hasta la última página. Alguna vez lo afirmé y vuelvo a decirlo aquí: Auster, como la Coca-Cola, refresca mejor. Y el misterio de su sabor extraño ?esa ?chispa de la vida?? se potencia con el misterio todavía más apasionante de algo cuya fórmula exacta desconocemos (el esquivo y legendario ingrediente secreto de la gaseosa en cuestión) y que tal vez exactamente por eso no dejamos de consumir y de disfrutar. Cabe preguntarse entonces cuál es la composición exacta del Lector Marca Auster. ¿Es el mismo lector-culto-de-culto que suele consumir a los jarabes del momento y que hoy bebe a Kundera, mañana a Eco, pasado a Sebald y cualquier día de estos a Márai o a Coetzee? No lo creo. Me parece, en cambio, que el lector que se aficiona a Auster ?como el que se aficionó a J. D. Salinger o, más recientemente, a Haruki Murakami y, si se hace justicia, a John Banville? está más allá de las modas. Es alguien que gusta y goza de ser ?para usar una expresión muy argentina? histeriqueado por el autor, seducido, atropellado por el automóvil de su prosa pero siempre sobreviviendo no para que se lo cuenten sino para que, por favor, Auster se lo siga contando.
A mi caso me remito. Es posible que Auster jamás vuelva a deslumbrarme como lo hizo con La invención de la soledad (cumbre metaficcional de 1982) o con El palacio de la Luna (folletín existencialista de 1989) o con Leviatán (1992, ganadora del Prix Medicis y la mejor novela de Don DeLillo que Don DeLillo jamás escribirá) o con su guión para el film Smoke de Wayne Wang (1995, para mí su obra maestra y ?con ayuda de unos impagables William Hurt y Harvey Keitel? acaso una de las aproximaciones cinematográficas más logradas al Ser Escritor y a lo que significa ser escritor). Pero también es cierto que el que para mí es su período más flojo ?esa torpe reescritura mágica del Huckleberry Finn que es Mr. Vértigo (1994), su desabrida autobiografía de fracasos juveniles A salto de mata (1997), la insoportable Tombuctú (1999, también conocida por sus dedicados odiadores como ?la del perrito?), y ese demasiado astuto para su propio bien que es esa suerte de greatest hits titulado El libro de las ilusiones (2002)? no impidió que siguiera leyendo a Auster y que me permitiera disfrutar de su presente. De esas encantadoras fábulas con personas que son la experimental sin complicaciones La noche del oráculo (2004) y la sensiblera pero sensible Brooklyn Follies (2005): dos novelas desarticuladas que tratan sobre los mecanismos de la novela (la primera) y sobre los modos en que esos mecanismos ?accidentales o azarosos? funcionan sobre la vida de los hombres (la segunda, que bien podría titularse Smoke II: La aventura continúa). Dos libros que una vez que se comienzan no se cierran hasta finales que nos dejan curiosamente satisfechos e inquietos al mismo tiempo: ¿hemos sido víctimas de una broma perfecta o, tal vez, hemos disfrutado de dos relajadas obras maestras? ¿Le importa a alguien?

CRUZAR LA CALLE
Termino de leer la recién aparecida Travels in the Scriptorium, título similar al de una de las películas desaparecidas de Héctor Mann en El libro de las ilusiones. Una hermética y breve novela con hombre prisionero (que recuerda un tanto a la Mantissa de John Fowles) que es, según el propio Auster, ?el libro más extraño que he escrito? y un decidido retorno a sus fuentes beckettianas con mucho de las atmósferas ?cerradas? y ?encerradas? de la Trilogía de Nueva York (1985-1986), El país de las últimas cosas (1987) y La música del azar (1990, finalista del premio pen/Faulkner). Otro libro en el que los verdaderos héroes ?más allá del Mr. Blank protagónico? son los libros, el acto mismo de escribirlos y la forma en que leer equivale a ver. Otra muestra de alguien al que la revista Salon.com ha definido, on line, como alguien ?audazmente simbólico, teórico sin culpas? un arriesgado creador que combina élan intelectual con nervio desnudo?. De acuerdo, puede ser. Y tal vez sea exactamente esta combinación de producto perfecto lo que irrite hasta las convulsiones a varios escritores que conozco y que, en ocasiones, me produce a mí una ligera pero persistente urticaria. La cosa no es tan grave en mi caso porque hace ya tiempo que he comprendido que no tiene sentido resistirse al Efecto Auster. Yo ?resignado y, por qué no, feliz de estarlo? propongo otra explicación para la adicción y la inquietud que provoca Auster. Algo que ?incluso a regañadientes y con ceja enarcada? nos obliga sin demasiado esfuerzo a seguir leyéndolo: Auster sabe narrar. Y es ciencia: hay momentos en que sólo la Coca-Cola nos quita esas ganas de beber Coca-Cola, porque pocas cosas en esta vida producen más ganas de tomar Coca-Cola que la Coca-Cola.
Hacerlo así, disfrutarlo de este modo: viajar al Planeta Auster, alcanzarlo en cualquier esquina de Brooklyn (de ser posible un 27 de febrero, día que desde el 2006, el almanaque local y el presidente de ese municipio han ascendido a Paul Auster Day), destapar una botella de la gaseosa antes mencionada, cruzar la calle y salvarnos por un pelo de que nos atropelle un auto y tal vez, sin saberlo, aparecer en una de esas fotos que Augie Wren toma todas las mañanas con una cámara robada que él a su vez le robó una Navidad a una anciana ciega.
Y entonces ?último sorbo pero ya pensando en la próxima botella o lata, jurándonos ya no pensar en un tal Carlos Saúl Menem porque cada vez que pensamos en él?? alcanzada la seguridad de la acera de enfrente, la vida que no se interrumpe y la historia que continúa, con el mundo en la cabeza y el cuerpo en el mundo, comprenderlo todo, incluso lo incomprensible. ~

jueves, noviembre 16, 2006

Tombuctú

Rescatamos esta reseña aparecida en Bibliópolis sobre uno de los libros más relevantes del autor norteamericano.


Tombuctú Paul Auster
Título original: Timbuktu
Trad. Benito Gómez Ibáñez
Anagrama, 1999

Si Paul Auster es uno de los mejores escritores vivos es gracias a novelitas como ésta, testimonios sinceros y emotivos de la descomposición de una sociedad en la que el azar y la soledad dominan y determinan nuestras existencias. Al igual que en El palacio de la Luna o Trilogía de Nueva York, las vidas al límite, las pequeñas grandes aventuras y heroicidades anónimas, el empeño de trazar un mapa exhaustivo de las motivaciones humanas, la voluntad inequívocamente moral (que no moralista) de personajes y autor... todo ello, todo, se conjuga en una novela excelente que, como todo en Auster (desde las ya citadas novelas hasta películas como Smoke o Lulu on the Bridge), ofrece una visión amarga, dura y sin embargo hermosísima de la naturaleza humana. Y, lo que es sin duda más meritorio, lo hace a través de los ojos de un perro.
En efecto, Mister Bones es un chucho callejero, sin raza definida, hijo del mundo y de las calles, que se debe únicamente a su experiencia con la vida y su mentor (no diremos amo, pues su relación es mucho más que eso), Willy G. Christmas, un vagabundo hijo y consecuencia de la generación de los excesos sesenteros. Mister Bones asiste a los últimos días de Willy, a sus interminables monólogos en los que rememora su existencia y la certidumbre de que el fin está próximo, y con él la partida hacia el último viaje, una mítica Tombuctú (que, para el caso, perfectamente hubiera podido llamarse Shangri-La, Oz o Irás y No Volverás) en la cual moran los seres humanos tras la muerte. Realidad y recuerdos se entremezclan, y Willy realiza su último viaje (dispuesto a hablar con su maestra y mentora) hacia una ciudad de Baltimore en la que, preso ya de su delirio preagónico, se siente como en el hogar, como en la Polonia de sus ancestros. Llegado este momento, Mister Bones ha de enfrentarse en solitario a la vida y, lo que resulta más desazonador, a la especie humana. Su periplo de amo en amo es al mismo tiempo la constatación de que no puedes fiarte de nadie y de que siempre habrá alguien dispuesto a acogerte, aunque ambas condiciones siempre irán irremediablemente unidas. La constatación de que la naturaleza de Mister Bones -con sus constantes cambios de nombre, rebautizado por sus jóvenes amos- es la de trotamundos, siempre en busca de esa Tombuctú en la que, por fin, reunirse con Willy y con sus sueños.
Mister Bones no es un perro cualquiera. Comprende el lenguaje y las reacciones humanas, sabe evaluarlas y anticiparlas, pero no es capaz de hablar, tan sólo en sus sueños con Willy. Su incomunicación con respecto a un mundo que cree entender pero que no puede alcanzar es la de todos nosotros. Sus reacciones son tan humanas como las nuestras. Su misma aspiración de alcanzar Tombuctú para reunirse con su ser más querido más allá de la existencia terrenal es la gran diferencia entre un ser humano y un animal. En resumen, Mister Bones es una perfecta alegoría de la humanidad presa de sus propias limitaciones, solitaria y dominada por las leyes del caprichoso azar y, como tal, resulta uno de los personajes más entrañables de la ya larga lista de personajes inolvidables que han surgido de la extraordinaria prosa de Paul Auster. Tal vez se trate de una novela menor para tratarse de Auster, pero no por ello deja de ser una gran novela, un libro de lectura obligatoria... y uno de los grandes clásicos de la literatura sobre perros.

Juan Manuel Santiago

viernes, noviembre 03, 2006

Entrevista con Paul Auster por Jordi Doce

Jordi Doce, responsable del área de poesía de Hotel Kafka, y que ha traducido al español la poesía del autor norteamericano entrevistó en 2002 a Paul Auster para la revista Letras Libres. Reproducimos a continuación el contenido de esta interesante conversación.



La compulsión del fabulador
(Entrevista con Paul Auster)
Letras Libres, 6 (Marzo 2002)

Es domingo a la tarde (un domingo despoblado como todos los domingos urbanos) y estoy en Barcelona para encontrarme con Paul Auster, cumpliendo así un deseo que se remonta a hace seis o siete años, cuando traduje algunos de sus poemas y le escribí con más atrevimiento que tacto, a vueltas con unas dudas que tampoco él (demasiado lejos ya de su pasado) pudo resolver. Mientras hago tiempo en Paseo de Gracia, trato de imaginar el encuentro o al menos de no dejarme invadir por la aprensión. No me tranquiliza sorprender su retrato en el escaparate de la Librería Francesa: un cartel grande como un mascarón de proa con la fotografía que reproducen las ediciones de Anagrama y que todos sus lectores conocemos bien: la chaqueta de cuero, los ojos tan grandes como las ojeras, la sonrisa asomando con sorna de unos labios cerrados, los brazos cruzados en actitud de espera o de defensa. No es muy diferente a la del joven Auster que se reproduce en la portada de A salto de mata, aunque aquí los rasgos son más suaves, la mirada más insegura, la pose no tan desafiante. Espero cambios sobre estas dos fotografías: de la primera han pasado quince o veinte años, de la segunda treinta. Lo que no espero, al entrar finalmente en la recepción del hotel y responder a su ademán interrogante con otro afirmativo, es la fuerza y relieve de sus rasgos: la finura de las fotografías se disipa y en su lugar descubro un rostro anguloso, los ojos tan saltones como las ojeras, la nariz prominente, la boca teatral. Y todo ello en un hombre alto, cercano a la corpulencia, que gesticula y se mueve con intensidad, como pidiendo al aire que le abra hueco. La voz es sonora y gusta a su dueño, el acento es yanqui hasta la exageración y la antigua timidez (responsable de tantas catástrofes en A salto de mata) ha sido sustituida por el aplomo del buen contador de historias. Se trata de rasgos que iré descubriendo a lo largo de la velada pero que asoman ya como semilla en ese primer apretón de manos con que se presenta ante el extraño.
Auster ha sido generoso a la hora de desvelar ciertas zonas de su pasado y de su imaginación. Algunos de sus libros (La invención de la soledad, Experimentos con la verdad) colindan con la autobiografía o se sirven de las herramientas del género. Otros (Leviatán, La ciudad de cristal) disfrazan apenas ciertos episodios de la vida del autor y complementan el desvelamiento de la intimidad propio de algunas entrevistas y ensayos (pienso en El cuaderno rojo). Charlar con un escritor del que se conocen sus interioridades biográficas supone cortejar dos riesgos no mutuamente excluyentes: uno, que la conversación sea un simple remedo de lo ya publicado, una visita tediosa por lugares que conocemos de antemano y mejor por haberlos visitado a nuestras anchas, con paso atento; el otro, que el extraño muestre orgulloso su repertorio de intimidades prestadas, cayendo en el mal gusto o la indiscreción y asustando a un autor que descubre de pronto la férrea consistencia de sus palabras. Confieso que mis aprensiones vienen más por este lado: me espanta la posibilidad de convertir la conversación en una exhibición de conocimientos austerianos, pasar de la complicidad que viene de conocer una obra a la compulsión del que se adelanta a su autor, abrumándolo.
La suerte quiere que Auster reserve su yo para sus libros (y aclaremos, de paso, que es un yo siempre en entredicho, con pies de barro, un yo que se descubre a medida que escribe y se enfrenta a las resistencias de lo real). La gestualidad algo aparatosa con que acompaña sus intervenciones deja entrever un hombre atento, que pregunta y se interesa por su interlocutor, que desvía la atención de sí mismo y trata, no sin coquetería, de mostrarse a una escala reducida. Más tarde, en el bar del hotel, frente a un vaso de whisky, el escritor toma la iniciativa y desvela algunas de sus obsesiones. Es la hora del relato cómplice y confidencial. Auster se sabe dueño de un nombre y de una fama y se diría que hace lo posible por no creérselo, o al menos por inyectar cierto escepticismo en su relato: todo es fruto de la suerte, o tal vez del azar, el mismo azar que recorre con insistencia sus ficciones. Recuerda que muchos de sus amigos poetas se han quedado por el camino, que nunca pudo imaginar que sus libros tuvieran el eco que han despertado. Pero sus gestos (los ojos abstraídos, la media sonrisa con que acompaña sus palabras) son los de alguien que disfruta de esa fama, que no la cree injusta y que sabe, quizá, que sólo la posesión de esa fama le permite menospreciarla o simular indiferencia.
Auster se encuentra en Barcelona tras recalar brevemente en Londres, donde acaba de presentar su último proyecto, un volumen titulado I Thought My Father Was God (Pensé que mi padre era Dios). El libro es el fruto de su trabajo de dos años en la emisora pública estadounidense (la famosa NPR), donde se ha dedicado a colectar relatos reales de sus oyentes. El escritor ha elegido cerca de doscientas historias de las más de cinco mil recibidas y ha preparado un volumen que él describe como una "radiografía" de Estados Unidos, un retrato verbal de la nación a lo largo del siglo XX. Entretanto ha concluido su última novela, The Book of Illusions (El libro de las ilusiones), que verá la luz el próximo mes de septiembre y que supone, en sus propias palabras, un regreso a la novela extensa después del experimento de Tombuctú. Se queja de no haber podido escribir una línea desde los sucesos del 11 de septiembre, a excepción de algunos pequeños reportajes sobre el tema suscitados por la insistencia de su editor alemán, y afirma que no le importa esperar un año para ver su novela publicada. Lo que sigue es la trascripción de un encuentro que tuvo varias etapas y que las exigencias de la claridad y la coherencia han convertido en un intercambio regular de preguntas y respuestas.
***El itinerario de su escritura después de la publicación de Leviatán parece un intento deliberado de borrar sus propias huellas, no sólo por el hecho de haberse dedicado al cine lo mismo como guionista que como director, sino porque sus dos últimas novelas (Mr. Vertigo y Tombuctú) colindan con la fábula y nacen de planteamientos narrativos arriesgados y novedosos, que tienen mucho que ver con la escritura fantástica de El país de las últimas cosas.
Sí, es posible que sea así. La verdad es que como escritor me veo en la necesidad y la obligación de romper moldes constantemente. Creo que es casi un deber moral. Tombuctú me llevó cinco años de trabajo, fue un esfuerzo muy grande que resultó en un libro relativamente breve, pero no me arrepiento. Me hizo falta todo ese tiempo para descubrir que el libro necesitaba esa extensión: al final se trataba de averiguar, no lo que debía escribir, sino lo que debía quedar fuera. Obviamente, en términos puramente materiales dedicar cinco años a una novela de 160 páginas es una locura, pero la creación no tiene nada que ver con esa pasión por la productividad o el rendimiento industrial que es un poco el signo de los tiempos. Algunos lectores y muchos escritores jóvenes se creen que ser escritor es un trabajo lleno de glamour, un pasaporte a la fama o el reconocimiento, un modo más o menos exquisito de ganarse la vida. Pero lo que yo les digo a esos mismos escritores es que han escogido una vocación (aunque es mejor decir que esa vocación te escoge a ti) que les obliga a estar encerrados en una habitación durante cincuenta años. Es un trabajo muy solitario, y lleno además de incertidumbre. Lo que veo también en muchos jóvenes es que no quieren ser ellos, sino este o aquel escritor famoso: se marcan una meta exterior y pretenden alcanzarla. Pero la escritura es una necesidad interior y sus metas son inalcanzables.
En mi caso, para escribir debo hallarme en un estado de encantamiento, receptivo al asombro, a la maravilla. Y ese estado de encantamiento va asociado a la exigencia de desafiar mi propia técnica, de entrar en territorios donde no me siento seguro. A veces incluso necesito escribir lo que parece una completa estupidez, o al menos correr ese riesgo, correr el riesgo de que lo que escriba sea una estupidez.
¿Cuál ha sido su último proyecto después de la publicación de Tombuctú?Bueno, hace unos meses, poco antes de los sucesos del 11 de septiembre, concluí mi última novela, que me ha llevado tres años. Sólo le puedo decir que se llama The Book of Illusions y que tiene alguna afinidad con el modo de hacer de Leviatán. Es un libro extraño, lleno de dolor, de angustia, con muchos elementos maravillosos. Hay también un juego con diversos momentos del siglo XX, como en El Palacio de la Luna, pues el libro parte de la investigación que hace uno de los personajes sobre un actor de cine mudo... Pero no le puedo decir más. Tendrá que esperar a leerlo usted mismo.
Veo, en cualquier caso, que vuelve a una concepción de la novela más tradicional, aunque ya sé que este adjetivo le parecerá impreciso.
La verdad es que no me considero un novelista. La novela entendida al modo de Stendhal, como un fresco realista o un espejo al lado del camino, no me interesa nada y además no es mi tradición. Esa tradición de la novela decimonónica me queda muy lejos. Yo me veo más bien como un relator, un fabulador: estoy lleno de historias. A mí lo que me apasiona es contar historias. Así que no creo que El libro de las ilusiones sea una vuelta a nada en particular: simplemente me planteo un reto diferente con cada libro.
Es curioso que se autodefina como fabulador teniendo en cuenta que inició su andadura como poeta y ensayista. Supongo que es una pregunta habitual en su caso, pero me resisto a callarla. ¿No ha sentido nunca la tentación de volver a la poesía?
La respuesta es que no. Simplemente ya no soy capaz de escribir poesía. La fuente se agotó, no tengo el interés ni la necesidad. Curiosamente, hace unos meses me invitaron a leer en público mis poemas y pasé un buen rato. Hacía tiempo que no volvía a ellos, que no los leía en público, pero tengo buen recuerdo de la experiencia. Debo añadir que tengo una deuda de agradecimiento con los lectores de mi poesía, porque es tal vez la parte de mi obra más expuesta, más vulnerable.
De todos modos no deja de haber un contraste, o así lo veo, entre su poesía, de corte más bien mallarmeano, muy imbricada en el debate conceptual de la vanguardia, y su ficción, que es una vuelta al cuento, al puro hueso de la narración.
Yo no veo tan marcado ese contraste. Me parece que mi poesía tiene un hilo narrativo oculto y que además con el tiempo se va abriendo y desplegando hasta enlazar con la cadencia de la prosa. Obviamente no es una poesía narrativa como es la de Raymond Carver, que me parece un poeta bastante mediocre, pero yo creo que en la mayor parte de mis poemas se cuenta una historia, es verdad que muy elíptica, escamoteando muchos datos y referencias, pero la voluntad narrativa está ahí, sin duda.
A pesar de los buenos resultados de su trabajo como guionista en Smoke y Blue in the Face y como director en Lulu on the Bridge, muchos lectores se han quedado con la impresión de que hubo por su parte cierto alejamiento de la literatura, o al menos de la ficción, ya que por esas mismas fechas vio la luz su narración autobiográfica A salto de mata y se le vio volcado en la promoción de su trabajo cinematográfico. ¿Qué recuerdos guarda y qué conclusiones ha obtenido de su paso por este medio?
Debo decir que no comparto esa impresión de alejamiento. Lo cierto es que la idea de llevar o no una carrera literaria me importa poco. No pienso en términos de publicar una novela cada equis años, de tener siempre un libro en curso, de satisfacer de manera regular una demanda. Yo hago lo que hago por necesidad, guiado por el deseo, por un impulso que tiene que ver con mis obsesiones y con las oportunidades que se me presentan. Ahora mismo he terminado una novela que tardará cerca de un año en publicarse y eso no me preocupa en absoluto. ¿Por qué habría de hacerlo? Lo importante es escribir, tener algo que contar y contarlo.
Para mí el cine fue la oportunidad de acceder a un medio que siempre me ha fascinado pero que evité porque me parecía muy complejo y sujeto a tensiones difíciles de controlar. Es obvio que una película no puede ser el trabajo de un individuo: hace falta dinero, mucho dinero, un equipo de técnicos y ayudantes, una producción, hay que trabajar con actores, con un decorado, y así hasta el infinito. De modo que descarté el medio casi de inmediato y me concentré en ser escritor, que me parecía algo mucho más accesible, que uno podía afrontar en solitario. Sin embargo, cuando se presentó la oportunidad terminé haciendo tres películas, lo que representó una gran cantidad de trabajo y un esfuerzo desmesurado. Fue una experiencia estupenda pero no creo que lo vuelva a hacer. Me alegró mucho volver a mi cuarto y recuperar esa simplicidad material de la escritura. Fue también una experiencia muy aleccionadora: disfruté trabajando con un equipo, siendo responsable de un esfuerzo combinado y teniendo que tomar decisiones sobre la marcha, casi de manera instintiva, de manera que la moral del equipo no se resintiera. Pero al final el precio emocional a pagar es muy alto. Uno tiene que simular un aplomo y una seguridad que no tiene y se halla atenazado constantemente por la duda, por la incertidumbre de estar tomando una decisión tras otra, casi sin tiempo para pensar o tomar aliento.
Acaba de publicar un libro de «cuentos reales» titulado Pensé que mi padre era Dios y en el que recopila algunos de los relatos que le enviaron sus oyentes en la radio a lo largo de dos años. Parece, en principio, que la experiencia se acuerda por un lado con su definición de sí mismo como fabulador, y por otro con su interés creciente por las formas populares y tal vez más simples de la ficción. ¿Cómo surgió esta experiencia y qué conclusiones ha extraído de la misma?
El asunto surgió hace algo más de dos años. Me invitaron al estudio en Nueva York de la NPR (National Public Radio) para hablar de mis propios libros, y al despedirme el productor me dijo: tiene usted buena voz para la radio, ¿por qué no se pasa por aquí una vez por semana y se dedica a contar una historia? La verdad es que su propuesta me daba mucha pereza, pero al volver a casa y consultarla con Siri, mi esposa, ella propuso una variante infinitamente más atractiva. ¿Por qué no pedir a los oyentes que enviaran una historia con el fin de leerla en el tiempo de emisión? Puse tres condiciones: que las historias fueran breves, entre uno y tres folios, que fueran verdaderas, y que desafiaran de un modo u otro sus propias expectativas. Así que establecimos lo que se denominó NSP (National Story Project) y la respuesta fue masiva, superó con creces mis expectativas. A lo largo de los dos años siguientes recibimos en torno a cinco mil historias de todos los rincones de Estados Unidos. Había historias de todo tipo: cómicas, trágicas, oníricas, meditativas, etcétera. Lo que fui descubriendo a medida que las leía era, uno, que cubrían prácticamente todo el siglo, y dos, que sus autores eran de todo género, edad y condición social: había hombres, mujeres, ancianos, jóvenes de veinte años... Con una limitación: la NPR es escuchada casi únicamente por blancos, entre los autores que me enviaron historias no había chicanos, asiáticos o afroamericanos. Así que ha salido una radiografía de Estados Unidos en el siglo XX, pero una radiografía limitada a la población de raza blanca.
¿Y no había peligro de que los oyentes le enviaran historias previamente austerizadas, de que su nombre condicionara de antemano el tono de los cuentos?
Puedo decirle que la experiencia fue muy buena para mi vanidad. La mayoría de los oyentes no me conocían como escritor y muchos dirigían sus cartas a un tal Paul Oster, que sin duda les parecía la trascripción más natural de mi nombre. Obviamente, a la hora de publicar este libro hubo que hacer no sólo un trabajo de selección muy grande, sino también en ocasiones de edición, de corrección, de reescritura de ciertos textos. Todo esto, claro está, con el permiso de sus autores, y tratando de ser fiel al espíritu de los originales. En cualquier caso, la experiencia volvió a recordarme una cosa, y es que cada vida es de por sí interesante: la gente vive su propia vida con pasión, con ferocidad casi, y por lo general es una vida mucho más interesante, mucho más rica y fértil de lo que los grandes estudios de cine o las agencias de publicidad se piensan. Esas grandes empresas proyectan una imagen de la vida cotidiana que no tiene nada que ver con la realidad. Por otro lado, te das cuenta de que mucha gente no encuentra canales para compartir esa novela que todos llevan dentro, aunque no siempre sepan expresarla. En cuanto se les da la oportunidad, surge un diluvio de palabras. Escucharlas es más que un acto de generosidad, es un imperativo moral.

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