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lunes, mayo 28, 2007

Auster y el cine

JAVIER MEMBA, El Mundo, 01 de Julio de 2003

A tenor de la historia de Héctor Mann -uno de los personajes principales del último libro de Auster, misterioso descendiente de los gauchos judíos que abandona Argentina para convertirse en uno de los primeros "latin lovers" del cine mudo- cabe suponer que Paul Auster es un gran cinéfilo.

Nada más lejos de la realidad. La cinefilia en quien para muchos es el novelista moderno por excelencia es una más de las ilusiones a las que alude el título de su última novela. "El libro de las ilusiones" -el texto en cuestión- es inequívoco a este respecto: aunque hay algo en Mann que nos recuerda a Rodolfo Valentino, todas las películas aludidas en la narración de su experiencia son ficticias.

La palabra poética antes que la imagen

Ni siquiera la entrada de la que goza en los últimos diccionarios de cineastas, merced a su breve pero celebrada filmografía, convierten a Auster en un cinéfilo. Cineasta sí, incluso parece ser que en algún momento creyó que su verdadera vocación estaba tras la cámara, pero no cinéfilo. Prestó tan poca atención a sus inquietudes fílmicas que nunca llegó a obsesionarse con la pantalla, como lo estuvieron, lo están y lo estarán tantos de sus colegas.

Lo que en verdad apasiona al autor de "Leviatán" (1992) es la poesía francesa. Sus traducciones de Stèphane Mallarmé son memorablesson y no es exagerado calificar su "The Random House Book of Twentieth Centtury French Poetry" (1982) de clásico. Ni decir tiene que esta filia por la lírica gala, que Francia le ha devuelto convirtiéndole en uno de sus autores extranjeros favoritos, es tan respetable y admirable como la cinefilia. Ello no quita para que no deje de ser curioso un cineasta tan poco cinéfilo.

Decepcionado por el cine

A diferencia de Alain Robbe-Grillet, el otro gran novelista que goza de entrada en los diccionarios de cineastas, Auster no tiene una cultura cinematográfica. Pero, al igual que el paladín del "noveau roman" su bibliografía ha suscitado el interés de algunos de los realizadores más sugerentes de su tiempo. Si Robbe-Grillet, merced a sus novelas, fue iniciado en la realización cinematográfica por Alain Resnais, Auster, por idénticos méritos, lo fue por Wayne Wang.

Poco importa que el francés figure como guionista de "El año pasado en Marienbad" (1962) y el norteamericano como codirector de "Smoke" y "Blue in face" (ambas de 1994), lo que cuenta es que los dos descubrieron el cine de la mano de un gran cineasta. La analogía vuelve a dejar de serlo en lo que los orígenes se refiere. No hay en Auster una infancia de "Pathé baby" cuyas imágenes fueron determinantes en esa Escuela de la Mirada propuesta por Robbe-Grillet.

Ganarse la vida o ganar su vida

Bien es cierto que Auster, durante sus últimos días en la Universidad de Columbia intentó paliar algunas de esas estrecheces económicas de sus primeros años a las que se refieren sus notas biográficas publicando artículos sobre películas en el "Columbia Daily Spectator". Pero una vez comenzó a ser reconocido como novelista, el cine le interesaba tan poco que, pese a que ya fue reclamado por la pantalla desde que publicó sus primeras ficciones, no sería hasta 1990, cuando decidió dar permiso a Philip Hass para adaptar "La música del azar".

Cuatro años después, su colaboración con Wang colocaba a Auster en los altares de los circuitos en versión original. Ya desde este privilegiado puesto, el autor de la "Trilogía de Nueva York" relevó a uno de los grandes nombres del cine de autor, Wim Wenders, en la dirección de "Lulu on the Bridge" (1997), una suerte de remake de "La caja de Pandora" (1929), el clásico de Georg Wilhem Pabst. Acogida por la crítica con frialdad, cabe suponer que el gran Auster, al igual que el gran Robbe-Grillet, es el novelista, que no el cineasta.

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