Philip K. Dick

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sábado, enero 27, 2007

Castillo alto

EMILI PIERA - El Mercantil Valenciano

La primera vez que me interesé por Stanislaw Lem fue por una referencia oblicua. Lem opinaba sobre la ciencia-ficción americana y decía, más o menos: «Está Philip K. Dick y están los demás, que no valen nada». Por está sátira, fue expulsado de alguna asociación americana de cazadores de hombrecitos verdes de la que era miembro honorario. A lo peor dijo lo que dijo para no tener que asistir a sus reuniones o porque no le pagaban el güisqui. Finalmente, mi estreno con Lem ha sido con la prosa memorialista, teñida de picor metafísico y más opiniones de lo que, a mi juicio, le convienen a una narración, de El castillo alto. El castillo alto también me ha servido para descubrir un sello -Editorial Funambulista - que trabaja muy bien. Es un libro hermoso por fuera y por dentro. Y muy bien escrito. Algunos párrafos basta ponerlos en renglón corto y el resultado es un poema: «Cuando era niño no murió nadie. Oí hablar de estas cosas como quien oye hablar de los meteoritos. Todos sabemos que caen pero ¿qué tienen que ver con nosotros?».

El castillo de este cuento sobre un niño que fue y la memoria del viejo que lo evoca (y las mentiras de uno y otro) es tanto un lugar físico de su pueblo como una Jerusalén resplandeciente que emite documentos de salvación si estás marcado con el sello de los elegidos o sabes como construir, sin pronunciarlo, el verdadero nombre del Altísimo, el niño judío jugaba a la cábala, pero no logra engancharme. Los aficionados a la ciencia ficción somos como los seguidores del Rayo Vallecano: estamos acostumbrados a sufrir. Una mala peliculilla sólo reclama dos horas, pero hay que invertir más tiempo en una novela. Y después de todo, Lem exageraba. Crónicas marcianas (Ray Bradbury) sigue siendo una de las mejores elegías del siglo XX. Y lo mismo que diría de su (nuestro) amado Philip. K. Dick puede decirse, también, de Arthur Clarke: a menudo escriben como dentistas, pero siempre imaginan como Dios.

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