l Blog de Cristina Cerrada

Cristina Cerrada, escritora y profesora de escritura creativa

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martes 24 de junio de 2008

Suficiente


Vivir en pareja tiene sus cosas. Se supone que yo he escrito unos cuantos relatos acerca de ello, tal vez que soy una experta. Aquí os dejo uno, antes de retirarme una temporadita para llevar a cabo el feliz acto de traer al mundo a mi primera hija.


Pensaba dejarle. Pensaba hacerlo, no aguantaba más, sin embargo, ayer por la tarde rompió su violín.
Ahora no puede dormir. Son más de las cuatro, y no puede quedarse dormida porque él, como siempre, ha sudado la almohada y su parte del colchón. No soporta que sude. El otro no sudaba, pero él sí. Cuando no suda huele muy bien, a loción de afeitar. Pero ahora suda y es insoportable, es como intentar dormir en un agujero lleno de culebras.
Hace ¿cuánto? ¿Más de dos años? Sí, hace más de dos años que están juntos. El principio estuvo bien. Acababa de dejar al otro, se sentía sola. Entonces, él se vino a vivir a su casa. Lo pasaban bien. Sin embargo, ahora es distinto. No sabe, le parece que hay cosas de él que no son como imaginaba. Siente que la ha traicionado. A él nunca se lo ha dicho, no estaría bien, aunque está casi segura de que le daría igual. No le quitaría el sueño, duerme como un bebé. Por ejemplo. Hace unos días le propusieron dar clases en el conservatorio, un buen trabajo. Pero él no aceptó. No le costó lo más mínimo decir que no. No se lo consultó, sólo dijo que le robaría tiempo a sus ensayos. Eso fue todo. Por la noche ya se le había olvidado. Se quedó dormido en cuanto se acostó.
Y el caso es que le había costado tomar esa decisión, la de dejarlo. Y ha tenido que romperlo, su violín. No es que hiciera pedazos el violín, es un buen instrumento, caro. Se rompió esa parte larga que parece un mástil. Se separó del resto del cuerpo. Como por arte de magia. No lo hizo a propósito, fue sin querer. Cogió el estuche para cambiarlo de sitio y se le escurrió de las manos. Joder, pensó, me va a matar. El otro solía gritar mucho cuando tocaba sus cosas. Pero no era como éste. Era diferente.
Se da la vuelta en la cama e intenta dormir. No lo consigue. Le mira y se pregunta qué hace con él. Sabe que si antes de conocerlo le hubieran enseñado su foto, entre otras, por ejemplo, jamás le habría escogido. No lo comprende. Pero hace dos años pensó que al fin se había topado con algo de calidad. Un violinista. El otro ni siquiera era capaz de sacar un clavo de la pared. No gana mucho dinero con ello, es verdad, pero sabe tocarlo. Sabe hacerlo. Parece como si lo acariciara. Pasa los dedos sobre el vientre del violín y lo acaricia. Lo mira del mismo modo en que la mira a ella. Mima a ese violín.
Después de enseñarle cómo había quedado el violín le dijo que lo sentía. Que comprarían otro. ¿Lo sentía, o no?
--No te preocupes --dijo él.
No dijo más. Hubiera preferido que gritase. Incluso podría haberle pegado. Una vez, el otro le pegó. O tal vez fuera ella quien le pegase a él.
Al parecer esta noche no hay forma de que se duerma. Tiene ganas de fumar. Cuando siente que él se da la vuelta en la cama y aparta el brazo de su esternón, se levanta. No lo entiende. No tiene nada de sueño. Son más de las cuatro y sólo tiene ganas de fumar. Todo está silencioso, salvo la ventana del baño que se rompió hace dos días y ahora golpea contra los cercos metálicos. Los visillos flotan en la oscuridad. El otro ya la habría arreglado, pero él no. No es esa clase de hombre. Dice que no hay que esperar de las cosas más de lo que pueden dar.
--Es suficiente con lo que sea --dice.
Está en otro mundo. Cuando vuelve a su lado en la cama le mira, debajo de su amasijo de sábanas, y se pregunta si él tendrá suficiente.

--Puede que tenga arreglo. El violín. --Están sentados en la mesa de la cocina, alrededor del desayuno, donde él ha abierto el estuche con lo que queda del violín. Está serio, pero ella sabe que lo dice de verdad--. No lo sé. Pero a lo mejor sí.
--¿Arreglo? Si está roto. --Él no parece darse cuenta, y ella no sabe si está enfadada por ello--. Deberías odiarme.
Pero él no dice nada más. Sólo se toma el café mientras echa un vistazo a la ventana. Luego cierra el estuche y se prepara para marchar. Ella lo acompaña hasta la puerta. Le mira y le parece el hombre más indefenso del mundo. Pero también ella se lo parece. Muy indefensa. Le rodea con sus brazos y, por primera vez (o tal vez es que se le había olvidado), se da cuenta de que no lo puede abarcar. Pero sigue abrazándolo.

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lunes 2 de junio de 2008

La mujer pantera


El Vips. Tantos años esperando vivir en el centro, y allí estaba por fin: en el Vips de Fuencarral. Las ganas que tenía de poder salir de casa a cualquier hora y venir a comprar... qué sé yo: un frasco de Nocilla, un reloj, el último disco de Chayane. Cualquier cosa, ¿qué más daba? En Moratalaz quitaban las calles a las diez. En cambio, aquí daba igual la hora. Las once de la noche y allí estaba, paseándome entre los estantes repletos de películas del videoclub del Vips. Aventuras. Drama. Acción.
--Cerramos en cinco minutos --me sobresaltó el empleado.
Tampoco me hacía falta más. Sabía lo que buscaba: Sabrina. La chica pobre y feucha que cree estar enamorada del pijo, y que vuelve enfundada en un vestido de Givenci para acabar descubriendo que a quien realmente ama es al próspero hermano mayor. La de tiempo que hacía que no la había vuelto a ver. Por culpa suya, claro está. Un aviso importante: nunca os caséis con un ingeniero de ICAI, por mucho que se llame Marcos, tenga dinero y sea guapo. Aun podía oír perfectamente su voz hablándome entre bostezos desde el tresillo rosa de nuestro acogedor piso de Moratalaz: 'No me pongas otra de esas películas tuyas en blanco y negro, por Dios'. ¡Inculto! Una dosis de buen cine mezclado con el romanticismo de antaño quizás habría salvado nuestro matrimonio.
Ah, para qué pensar en ello ahora. Mogambo ¿Por qué no Mogambo? Amor en tierras salvajes. Elefantes, aventura, pasión. ¿Cómo podía nadie seguir enamorada viviendo en un barrio como Moratalaz? Y a dos manzanas de sus suegros. Lo más interesante que ocurría en Moratalaz eran los fuegos artificiales de la fiesta de la Primavera una vez al año. Ni siquiera los inmigrantes se iban a vivir allí. Había hogares con dos y hasta tres generaciones de moratalazeños viviendo en su interior. Qué horror.
La reina de África, esa era la película que tenía que ver: dos personas maduras que se encuentran fortuitamente cuando ya han perdido la esperanza de conocer el amor. Nadie debería vivir en un barrio en el que no hubiera un Vips. Son tan cosmopolitas. Si existía alguna posibilidad de introducir a alguien interesante en mi vida tenía que ser allí. En el Vips yo había visto a Antonio Banderas, a Pedro Almodóvar, a Sara Montiel. El Vips estaba repleto de desconocidos misteriosos, lleno a rebosar de noctámbulos, atractivos e insomnes, como yo. Sólo hacía falta echar un vistazo alrededor: hombre con sombrero, negro imponente, calvo nebuloso envuelto en aroma a Paco Rabanne. Un enano. ¿Un enano? Sí. Sin duda era un enano. Su cabeza quedaba a la altura de las películas de Disney, en el estante inferior.
--Hola --dijo dirigiéndose a mí
Por un momento tuve la esperanza de que hubiese otra persona detrás.
--¿Sabes que eres una persona muy especial? --insistió--. Lo he notado por tus vibraciones
¿Mis vibraciones? No me llevaba bien con los enanos. Y menos aún con los místicos. Vibraciones. Y este era un enano místico. De haberse tratado de un tipo de metro setenta le habría ignorado, pero ignorar a un enano no está bien.
--Gracias --dije mientras me alejaba.
Pero él me siguió.
--Tienes algo muy bueno por dentro --insistió.
--¿Perdona?
--Tu interior. Se percibe algo muy bueno en tu interior.
¿Se percibía? ¿En mi interior? ¿Cómo podía percibirse algo así? Porque yo sabía que no era verdad. Taxi driver. Era algo más violenta pero podía valer. Mi interior. Si de verdad hubiera podido leer en mi interior se habría dado cuenta de lo que realmente pensaba de él. Y no me habría seguido, me habría escupido. Pero allí estaba, con un ligero asomo de arrogancia en su sonrisa, como en las mejores fotos de Burt Lancaster. Además de enano era un farsante.
--Y se refleja en tu cara.
--¿Perdón?
--Ese algo de tu interior. Es como una brisa. Una cara bonita.
--Pues... te lo agradezco --dije echando un ligero vistazo alrededor. ¿Qué pensaría Marcos si me viese ahora, hablando con él? Como una brisa, hay que ver. ¿Qué estaría haciendo, viendo un concurso? ¿Con otra? ¿En nuestro piso de Moratalaz?
--¿Te apetece tomar un café? --me preguntó. Su voz bajó prácticamente una octava. Sonó ronca, persuasiva, tenaz--. ¿Um?
¿En dónde estaba mi problema? ¿Un enano? Repasé toda la fila de cintas de la repisa inferior. La mosca. El cartero siempre llama dos veces. Perversidad.
--No creo que pueda --balbuceé. Mis dedos repasaron temblorosos los lomos de algunas películas mudas, polvorientas, olvidadas. Nosferatu. Garras humanas. El doctor Mabuse. Supe que cualquiera de ellas podría servir.
--Vamos --insistió. Era una sonrisa también muda, astuta, de adivino. Subió un poco los ojos y posó su mano diminuta junto a la mía, sobre una película de Tourneur.
--Está bien --me oí decir--. Pero sólo un café. Mañana tengo que madrugar.
Le cedí el sitio en el molinete de salida, aunque él hubiera podido pasar por debajo. Nadie se dio cuenta de que nos llevábamos La mujer pantera sin pagar.

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lunes 19 de mayo de 2008

El fin del mundo



Anoche tuve un sueño. Habían dicho que se acababa el mundo. A las seis. Los americanos habían encontrado vida en Marte y nos íbamos todos para allá. Pero eran las seis de la tarde y el mundo seguía igual, sin acabarse ni nada, y eso que el Rey lo había anunciado por la tele.
Así que allí estaba yo, esperando la llegada del fin del mundo en el Retiro. No sé por qué en el Retiro, así son los sueños. El caso es que hacía un frío de muerte, empezaba a hacerse de noche, y el mundo seguía lo mismo, lo mismo que siempre, sin acabarse ni nada.
A eso de las seis y diez, aburrida, salté del banco dónde había estado esperando el gran acontecimiento y decidí volver a casa. Había aparcado el coche ante la puerta principal: Total, me dije, si el mundo se va a acabar... Pero me habían puesto una multa.
Estaba llegando a casa cuando, cerca de la glorieta de Quevedo, me detuvo un par de agentes de tráfico. Primero el mundo, pensé, que ni se acaba ni nada, después de tanto alboroto. Luego lo de la multa, y ahora esto.
--¿Y ahora qué pasa, agente? --pregunté de mal humor.
El más alto de los dos se acercó y apoyó una garrafa en el capó de mi coche.
--Oiga --dijo--, que nosotros no tenemos la culpa. --Con un movimiento de barbilla apuntó al bidón--. Maldita gracia me hace a mí tener que cargar con el Cantábrico.
--¿El Cantábrico? --pregunté.
--Lo que me ha tocado.
El otro agente llevaba un saco de arpillera cuyo interior no dejaba de agitarse
--Y qué dice usted de los Mihura que me han encasquetado a mí. Menuda noche me espera con la ganadería al completo campando por mi casa.
Les miré a los dos con perplejidad.
--¿Y a usted qué? --me preguntaron--. ¿Qué le ha tocado a usted?
--¿A mí?
Se miraron y sonrieron, como si supieran algo que yo desconocía.
--¿A que va a ser esta? --dijo al otro el que cargaba con el bidón--. A ver, ¿dónde está lo suyo?
--¿Lo mío? --pregunté.
--Lo que tenía usted que haberse llevado para Marte.
--¿Para Marte?
Los dos agentes se miraron y volvieron a sonreír. El de los Mihura dijo:
--Anda que... mujer tenía que ser.
--Oiga... --protesté.
--¿Pero es que no fue usted a recoger su paquete?
--¿Qué paquete?
--¡Qué paquete, qué paquete! Pues el que le tocó en el sorteo.
¿Un sorteo? ¿De qué estaban hablando? El de los Mihura sacó su porra y la empuñó contra mí.
--¿Es que se cree que nosotros cargamos con esto por gusto?
--¿Pero es que no ve la tele, mujer? ¿No lee los periódicos, no pone la radio? ¿No se ha enterado de que hoy se acababa el mundo y a cada uno nos tocaba llevar algo importante para Marte?
--¿No se da cuenta que allí no hay de nada?
Era un sueño, claro. Tenía que serlo.
--Pues no --contesté. Y me dispuse a marcharme.
Pero entonces, al agente que sujetaba el saco se le escapó de las manos. Uno de los Mihuras salió pegando bufidos, le dio una cornada a la garrafa que contenía el Cantábrico, la cual cayó al suelo y se rompió. En un momento, todo quedó inundado. El mar llenó la glorieta de Quevedo y bajó por Fuencarral arrastrándolo todo a su paso. Los agentes intentaron meterse en mi coche, pero sólo el de los Mihuras lo logró. Una ola gigante que llegó por Eloy Gonzalo se llevó al otro. Atónitos, vimos cómo el océano se tragaba al hombre que lo había estado custodiando en su bidón, mientras los Mihura, en medio de grandes ovaciones, abandonaban Quevedo por la calle de San Bernardo y bajaban hacia Plaza de España en formación de dos.
--¿Es que no va a hacer nada? --le pregunté al agente.
--¿Y qué quiere que haga? --contestó--. Además, la culpa de lo del fin del mundo la tiene usted. Por su culpa no se ha acabado. Si hubiera recogido su paquete.
Salió del coche dando un portazo, y se subió a un autobús que pasó flotando como una galera a la deriva.
¿Qué significaba todo aquello? ¿A qué paquete se referían? Como la lógica de los sueños es así, en ese instante vi pasar a Aznar dentro de una botella de vino. Desperté sobresaltada. Decidí ir a buscar el paquete, lo que fuese que tuvieran para mí, y abrirlo de una vez. ¿Y si de verdad había sido todo culpa mía?
Aunque era tarde, el palacio de Comunicaciones estaba abierto. En la ventanilla, un hombre adormilado depositó una cajita pequeña sobre el mostrador.
--Anda, que menuda la ha liado usted --dijo sacudiendo la cabeza.
Me encogí de hombros. Afuera, el mar estaba en calma. Era hermoso. Entré en el coche y conecté la radio. El dúo de las flores empezó a sonar. Era un paquete demasiado pequeño, pensé. ¿Cómo iba a caber algo importante allí? Y si lo abría ahora, ¿sería posible que se acabase el mundo, así, sin más?
Lo empecé a desenvolver.
Una serie de cajitas cada vez más pequeñas empezaron a salir del interior. Pronto, no quedó más que una especie de piñón. Lo abrí. Y dentro... dentro. No había nada.
--¡Yo no aguanto este sindios! --exclamé.
Pero entonces, de repente, la solución apareció claramente en mi cabeza.
--¡Claro! --me dije--. El mundo no se acaba por nada.
Aquella minúscula vaina contenía lo más importante: Nada.
--¡Nada es lo más importante!
Y el mundo, eso es, no podía acabarse por tan poca cosa.

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miércoles 7 de mayo de 2008

Demencia



Desesperada, aún sin tema para mi intervención semanal, decido entrar en un bar a ver qué pasa. A veces, en los bares ocurren cosas. Pido una Cocacola light y me siento; el camarero, otro parroquiano y yo somos toda la concurrencia. Son las tres de la mañana y, si no encuentro sobre qué escribir, empezaré a desesperarme. Pero entonces, el hombre que bebe a dos taburetes del mío se aproxima a mí, ocupa el asiento vacío e inicia una conversación.
Mientras apura su vaso de whisky, me cuenta que hace meses bebía, pero que lo ha dejado. Añade que empezó a beber no por gusto, sino a consecuencia de una decepción: su mujer lo engañaba. Hace un gesto de tristeza, me pide que espere, y del bolsillo izquierdo de su americana saca un patito de goma. Me lo presenta como Chelo y luego, despacio, lo deposita sobre el mostrador.
Deduzco que el hombre, además de triste, está también algo trompa (tal vez podría hacer girar mi texto alrededor del tema de la embriaguez).
No quiero ser maleducada, así que me levanto disimuladamente, y pido la cuenta al camarero, pero el hombre no lo permite. Insiste en pagarla él. Yo me resisto, porfiamos, y finalmente me invita a otra copa de lo que esté tomando. Pide para él otro whisky, y pregunta si pueden ponerle al pato un Cacaolat. Me vuelvo a sentar. (Tal vez el tema no sea finalmente la embriaguez, sino la enajenación mental.)
A las cuatro, el hombre se ha bebido dos whiskys y no parece que tenga intención de parar. Insiste, sin embargo, en que ya no bebe y que únicamente lo está celebrando. El qué, le pregunto. Hoy, me contesta, su mujer le ha pedido que le permita volver, y aunque no va a ser fácil olvidar el pasado, dice, él le ha dado su consentimiento. Acerca el pato a su mejilla izquierda mientras asegura que se siente feliz. Ahora, prosigue algo nostálgico, parecen lejanos, pero aquellos meses de separación fueron para él una penosa agonía. Mientras observa (con una mirada entre mística y febril) al pato de goma sobre el mostrador, confiesa que su mujer lo engañaba con un profesor de aerobic. Lo conoció, según dice, las últimas Navidades, durante una exhibición que celebraba el gimnasio de su junta municipal. Aparta un momento la mirada del pato y añade algo torvo:
--En esos sitios, ya se sabe, todos maricones o degenerados.
--Claro --contesto yo. Me sabe mal interrumpirlo. Y, por otra parte, tengo el tema de la columna, sí, pero no la conclusión.
A las cuatro y media aún seguimos allí. Me ha contado ya que intentó suicidarse arrojándose a las vías del tren, y que después de aquello estuvo ingresado en un hospital psiquiátrico. No me sorprende. Le hace una seña al camarero, y pregunta si tendría unas galletitas para acompañar el Cacaolat. Vuelve a dirigirse a mí. Me asegura que todo el tiempo que él estuvo ingresado, su mujer continuaba viéndose con el profesor de aerobic, y que por ese motivo él se dio finalmente a la bebida. Mastica con saña un trozo de hielo y confiesa, con la mirada fija en el pato, que aunque estuvo fantaseando algún tiempo con la idea de matar a su esposa, ahora siente hacia ella un sincero perdón.
Yo estoy bastante cansada y, con franqueza, me cuestiono si abandonar mi propósito (en la vida real, según parece, los conflictos no siempre encierran una conclusión). Pero de alguna manera me siento responsable. Le pregunto al hombre si lo puedo acompañar. No obtengo respuesta. En cambio, él apura su último vaso de whisky de un trago y, del bolsillo de la americana, saca una polaroid. La mira, la besa delicadamente, me la entrega, y con una expresión en el rostro de devoción infinita, declara:
--Mi mujer en el baño.
Me violenta bastante espiar de ese modo a una extraña. No obstante, cojo la fotografía de sus manos y la observo. No puede ser. Aparto la vista y miro el juguete que aún está en el mostrador. Y otra vez a la foto.
Con una sonrisa, se la devuelvo al hombre, y admito:
--Preciosa.
Después de todo, parece, el tema de esta semana no será exactamente la embriaguez, o la enajenación mental. Sólo un pobre pato de goma sobre la barra de un bar.

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jueves 24 de abril de 2008

La última parte


Hace muchos años, cuando la abuela se vino a vivir con nosotros después de enviudar, empezó a decir cosas raras. Lo primero fue lo del tigre. Era una mujer de una pieza, tan sensata. Había pasado una guerra.

--Hija --le dijo a mamá--, no tiene ninguna gracia que hayáis dejado eso en mi habitación.

--¿El qué, madre?

--Eso. El tigre.

--¿El tigre? ¿Qué tigre? ¿Ha dejado la niña sus juguetes otra vez en tu habitación?

--Pero si no es un juguete --replicó la abuela--. Lo que hay en mi cama es un animal de verdad.

--¿Un animal de...

--Se parece a Ulises, pero no es Ulises. Los tigres se parecen a los gatos, pero son bastante menos tranquilos. Y más grandes. Menos Ulises, al abuelo no le hacían gracia los gatos. Y tenía razón, porque luego pasa lo que pasa. Pero a ti y a tu hermana os gustaban tanto, ¿te acuerdas?

--Pero, madre, si a Ulises lo atropelló una moto hace más de treinta años --dijo mamá.

--Cuando a los gatos los dejas de cuidar se vuelven agresivos. No soportan que los ignores. Pueden incluso crecer y crecer hasta convertirse en alfombras peludas con las que siempre tropiezas, y entonces hasta hay que mudarse. Lo de convertirse en tigres no es más que una progresión natural.

Mamá tocó el hombro de la abuela.

--Madre, ¿estás bien?

--Pues, hombre, no me hace ninguna gracia que ese tigre ande merodeando por mi habitación. Si estuviese aquí tu padre...

Él, dijo la abuela, sabría cómo tratarlo. A menudo nos preguntaba si nos acordábamos de él. Sacaba la fotografía del señor con el sombrero y nos la enseñaba.

--El abuelo era como un gato. Tan hermético. Por eso le gustaba tanto a Ulises. ¿Te acuerdas, hija?

--Claro que me acuerdo, madre --decía mamá. Rodeaba a la abuela con sus brazos como si se fuese a romper--. Ulises quería mucho a padre. Pero nosotros también te queremos mucho a ti, ¿verdad que sí, nena?

--Sí --decía yo.

A veces ni siquiera quería entrar en su habitación.

--¡Vaya con el gato rencoroso! --gruñía.

Mamá se empeñaba en hacerla entender. Corría al altillo a por el álbum de fotos.

--Mira, madre, este es Ulises, ¿no te acuerdas? Era un gato, no un tigre.

La abuela sacudía la cabeza.

--Si tu padre estuviera aquí. --Parecía más pequeña, como si de pronto su cuerpo hubiese encogido--. ¿Ahora dónde voy a dormir?

A partir de aquel día, la abuela siguió diciendo cosas raras. Un día dijo que había tenido gemelas. Mamá la miró preocupada. Había alineado mis muñecas en el sofá del salón, desnudas, con los brazos mirando hacia delante, en esa actitud de alegría tensa, con el cabello recortado y peinadas de manera grotesca. Dijo que era la moda de París. Luego les confeccionó nuevos vestidos, las mandó a estudiar. Era como si, de repente, después de haber trabajado y luchado durante toda su vida para sacar a su familia adelante, ahora quisiera volver a empezar.

Una mañana empezó a hablar con el abuelo. Se sentó en el sofá, recostó su cuerpo en el respaldo, y se puso a explicarle lo mucho que había subido la vida... al cojín. Aseguraba que el abuelo se comunicaba con ella a través de ese cojín. Empezó a pasar más tiempo allí. Sentada, con las manos estremecidas en torno a sus agujas de ganchillo, vestida con su bata de medio luto y las zapatillas de franela, le recriminaba cosas al abuelo: ?¡Nunca me llevabas a ningún sitio, qué hombre más cobardón!?

Mamá la dejaba hacer; pero era un cojín, se la veía preocupada. Yo le dije que si la abuela creía que hablaba con el abuelo, pues que la dejara. ¿No era eso como si realmente hablase con él? Ella dijo, no sé, y pasó una hebra rebelde del pelo canoso de la abuela por detrás de su oreja, como si quisiera que se quedase allí.

Creo que el tigre la estuvo visitando hasta el final.

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lunes 31 de marzo de 2008

La otra

Convivo con una persona que no se parece en nada a mí, y esa persona es mi otro yo. Vivimos en el mismo cuerpo, respondemos por el mismo nombre, comemos por la misma boca y compartimos el resto de orificios. A veces es ella quien se rasca cuando me pica a mí. Pero somos muy diferentes.



A ella, a la otra, no le gustan las mismas cosas que a mí. Odia la espiritualidad. No puede oír hablar de jaicus, ni de incienso, ni de Oriente. Yo quiero estar en armonía con el universo, leo a Chopra, hago tai chi, pero ella me desprecia cuando practico la postura del loto y se ríe con la boca torcida.
No le gusta el campo. Dice que pensar en el Universo le produce ataques de ansiedad. Yo intento hacerle entender que venimos de ahí, pero es cobarde. Se lleva continuamente la mano al pecho porque teme que se le pare el corazón. Una vez pasamos la noche en Urgencias. No podía pronunciar la palabra «traslación».
--¿No lo oyes? La erre no suena bien --insistía.
--Pues no la pronuncies --decía yo.
--Podría ser un cáncer de paladar.
No soporta las películas de ciencia ficción ni nada relacionado con el cosmos.
--Estamos miserablemente hendidos, como la corteza de un pan --dice asomada a la ventana.
Sonríe torcidamente, pero yo sé que lo está pasando mal. Aún así no deja de mirar, y yo le digo:
--Cierra la ventana, hombre, apártate de ahí.
Pero ella se queda, y al final es a mí a quien le toca tomarse un Orfidal.
Nos hemos matriculado en un curso de turismo. Conocemos a un montón de gente, profesores, alumnos, todos estupendos; pero a ella no le parecen bien. Unos son demasiado tontos, otros demasiado listos, los profesores caminan a las dos menos diez, ?y eso no puede aguantarse en un profesor?.
--Pero si todo el mundo sabe que los profesores caminan a las dos menos diez ?le digo yo.
Pero es envidiosa, no le gusta que la gente disfrute. Si estamos comiendo un bocadillo y el camarero nos dice ?para disfrutar hay que veranear en Benidorm?, ella lo mira de arriba abajo, se lo imagina electrocutado, comido por las medusas, y yo tengo que dejar que una gota de aceite me resbale por el mentón para que el camarero no piense mal de mí. Siempre dice que hay un vacío entre cada uno de nosotros.
--Insalvable --dice--una cadena de bicicleta, ahí lo tienes. --Todo el mundo es sospechoso?. Una dentellada nos aparta de los demás.
Sólo se lleva bien con un hombre con el que habla en sueños; un hombre con sombrero y pajarita, y acento argentino. Yo pienso que podría ser Dios, le digo, pero ella dice, ?joder?.
Fuimos de vacaciones. Conocimos a un tipo interesante que nos invitó a cenar, hasta se ofreció a ir a buscarnos en su coche a la urbanización. ¿Qué había de malo en ello? Era guapo. Pero ella se empeñó en quedar con él en un bar. Yo me arreglé y ella se dejó arreglar. Estábamos bien. Habíamos adelgazado y teníamos la piel bronceada, los ojos brillantes, el pelo encrespado. Los treinta y cinco los habíamos dejado ya atrás, pero, ¿y qué?, teníamos el culo más apretado que algunas chicas más jóvenes.
Mientras le esperábamos ella quería estar todo el tiempo en la terraza, mirando el mar. Me sorprendía que el mar, grande como es, igual que el cosmos, no le produjera ataques de ansiedad. No lo mires mucho, le dije, por si acaso; pero ella me ignoró. Había vuelto a fumar, y eso que le producía tantos remordimientos que por las noches no me dejaba dormir. Déjalo entonces, le dije. Ella miró nuestro reflejo en el cristal de la terraza y dijo, qué horror. Dónde crees que vas. No nos poníamos de acuerdo. A mí me esperaba el resto de la vida, le dije. Ella, en cambio, masculló sombríamente que el tiempo la había dejado atrás.
Entonces apareció el enano. Se situó junto a nosotras en la terraza y miró también el mar. Por un momento tuve la esperanza de que lo acompañase otra persona. Hola, dijo. Estaba hablando con nosotras, no había nadie más con él. Busqué a mi amigo. Miré hacia otro lado, pero ella dirigió la vista hacia abajo y le contestó.
--Hola.
El enano dijo:
--Es bonito, ¿verdad?
Sacudimos la cabeza.
--Es como la puerta de salida. Hacia el más allá.
Le dije a ella:
--No nos llevamos bien con los enanos, así que deja de hablar con él.
El enano dijo:
--O de entrada.
Sonreí.
--O de entrada, sí.
Qué podía hacer. De haberse tratado de un tipo de metro setenta le habría ignorado, pero ignorar a un enano no está bien.
--¿Te apetece tomar algo? --le oí preguntar.
Ella dijo:
--Pues no sé.
--Estamos esperando a alguien --me apresuré a decir yo--. ¿Estás tonta? ¿Quieres dar falsas esperanzas a un enano? No queremos tomar nada. Para enanos, ya tenemos los pequeños cortaúñas de nuestro ajuar.
Pero ella no se inmutó. Llevó mi mano hasta la mano del enano y leyó el futuro en sus pliegues. Era un futuro corriente, nada prometedor. Pero era largo.
--¿Sabes esos pólipos que se fijan a los cascos de los barcos? --le dijo--. Pues con la gente es igual.

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