l Blog de Cristina Cerrada

Cristina Cerrada, escritora y profesora de escritura creativa

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martes 24 de junio de 2008

Suficiente


Vivir en pareja tiene sus cosas. Se supone que yo he escrito unos cuantos relatos acerca de ello, tal vez que soy una experta. Aquí os dejo uno, antes de retirarme una temporadita para llevar a cabo el feliz acto de traer al mundo a mi primera hija.


Pensaba dejarle. Pensaba hacerlo, no aguantaba más, sin embargo, ayer por la tarde rompió su violín.
Ahora no puede dormir. Son más de las cuatro, y no puede quedarse dormida porque él, como siempre, ha sudado la almohada y su parte del colchón. No soporta que sude. El otro no sudaba, pero él sí. Cuando no suda huele muy bien, a loción de afeitar. Pero ahora suda y es insoportable, es como intentar dormir en un agujero lleno de culebras.
Hace ¿cuánto? ¿Más de dos años? Sí, hace más de dos años que están juntos. El principio estuvo bien. Acababa de dejar al otro, se sentía sola. Entonces, él se vino a vivir a su casa. Lo pasaban bien. Sin embargo, ahora es distinto. No sabe, le parece que hay cosas de él que no son como imaginaba. Siente que la ha traicionado. A él nunca se lo ha dicho, no estaría bien, aunque está casi segura de que le daría igual. No le quitaría el sueño, duerme como un bebé. Por ejemplo. Hace unos días le propusieron dar clases en el conservatorio, un buen trabajo. Pero él no aceptó. No le costó lo más mínimo decir que no. No se lo consultó, sólo dijo que le robaría tiempo a sus ensayos. Eso fue todo. Por la noche ya se le había olvidado. Se quedó dormido en cuanto se acostó.
Y el caso es que le había costado tomar esa decisión, la de dejarlo. Y ha tenido que romperlo, su violín. No es que hiciera pedazos el violín, es un buen instrumento, caro. Se rompió esa parte larga que parece un mástil. Se separó del resto del cuerpo. Como por arte de magia. No lo hizo a propósito, fue sin querer. Cogió el estuche para cambiarlo de sitio y se le escurrió de las manos. Joder, pensó, me va a matar. El otro solía gritar mucho cuando tocaba sus cosas. Pero no era como éste. Era diferente.
Se da la vuelta en la cama e intenta dormir. No lo consigue. Le mira y se pregunta qué hace con él. Sabe que si antes de conocerlo le hubieran enseñado su foto, entre otras, por ejemplo, jamás le habría escogido. No lo comprende. Pero hace dos años pensó que al fin se había topado con algo de calidad. Un violinista. El otro ni siquiera era capaz de sacar un clavo de la pared. No gana mucho dinero con ello, es verdad, pero sabe tocarlo. Sabe hacerlo. Parece como si lo acariciara. Pasa los dedos sobre el vientre del violín y lo acaricia. Lo mira del mismo modo en que la mira a ella. Mima a ese violín.
Después de enseñarle cómo había quedado el violín le dijo que lo sentía. Que comprarían otro. ¿Lo sentía, o no?
--No te preocupes --dijo él.
No dijo más. Hubiera preferido que gritase. Incluso podría haberle pegado. Una vez, el otro le pegó. O tal vez fuera ella quien le pegase a él.
Al parecer esta noche no hay forma de que se duerma. Tiene ganas de fumar. Cuando siente que él se da la vuelta en la cama y aparta el brazo de su esternón, se levanta. No lo entiende. No tiene nada de sueño. Son más de las cuatro y sólo tiene ganas de fumar. Todo está silencioso, salvo la ventana del baño que se rompió hace dos días y ahora golpea contra los cercos metálicos. Los visillos flotan en la oscuridad. El otro ya la habría arreglado, pero él no. No es esa clase de hombre. Dice que no hay que esperar de las cosas más de lo que pueden dar.
--Es suficiente con lo que sea --dice.
Está en otro mundo. Cuando vuelve a su lado en la cama le mira, debajo de su amasijo de sábanas, y se pregunta si él tendrá suficiente.

--Puede que tenga arreglo. El violín. --Están sentados en la mesa de la cocina, alrededor del desayuno, donde él ha abierto el estuche con lo que queda del violín. Está serio, pero ella sabe que lo dice de verdad--. No lo sé. Pero a lo mejor sí.
--¿Arreglo? Si está roto. --Él no parece darse cuenta, y ella no sabe si está enfadada por ello--. Deberías odiarme.
Pero él no dice nada más. Sólo se toma el café mientras echa un vistazo a la ventana. Luego cierra el estuche y se prepara para marchar. Ella lo acompaña hasta la puerta. Le mira y le parece el hombre más indefenso del mundo. Pero también ella se lo parece. Muy indefensa. Le rodea con sus brazos y, por primera vez (o tal vez es que se le había olvidado), se da cuenta de que no lo puede abarcar. Pero sigue abrazándolo.

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lunes 2 de junio de 2008

La mujer pantera


El Vips. Tantos años esperando vivir en el centro, y allí estaba por fin: en el Vips de Fuencarral. Las ganas que tenía de poder salir de casa a cualquier hora y venir a comprar... qué sé yo: un frasco de Nocilla, un reloj, el último disco de Chayane. Cualquier cosa, ¿qué más daba? En Moratalaz quitaban las calles a las diez. En cambio, aquí daba igual la hora. Las once de la noche y allí estaba, paseándome entre los estantes repletos de películas del videoclub del Vips. Aventuras. Drama. Acción.
--Cerramos en cinco minutos --me sobresaltó el empleado.
Tampoco me hacía falta más. Sabía lo que buscaba: Sabrina. La chica pobre y feucha que cree estar enamorada del pijo, y que vuelve enfundada en un vestido de Givenci para acabar descubriendo que a quien realmente ama es al próspero hermano mayor. La de tiempo que hacía que no la había vuelto a ver. Por culpa suya, claro está. Un aviso importante: nunca os caséis con un ingeniero de ICAI, por mucho que se llame Marcos, tenga dinero y sea guapo. Aun podía oír perfectamente su voz hablándome entre bostezos desde el tresillo rosa de nuestro acogedor piso de Moratalaz: 'No me pongas otra de esas películas tuyas en blanco y negro, por Dios'. ¡Inculto! Una dosis de buen cine mezclado con el romanticismo de antaño quizás habría salvado nuestro matrimonio.
Ah, para qué pensar en ello ahora. Mogambo ¿Por qué no Mogambo? Amor en tierras salvajes. Elefantes, aventura, pasión. ¿Cómo podía nadie seguir enamorada viviendo en un barrio como Moratalaz? Y a dos manzanas de sus suegros. Lo más interesante que ocurría en Moratalaz eran los fuegos artificiales de la fiesta de la Primavera una vez al año. Ni siquiera los inmigrantes se iban a vivir allí. Había hogares con dos y hasta tres generaciones de moratalazeños viviendo en su interior. Qué horror.
La reina de África, esa era la película que tenía que ver: dos personas maduras que se encuentran fortuitamente cuando ya han perdido la esperanza de conocer el amor. Nadie debería vivir en un barrio en el que no hubiera un Vips. Son tan cosmopolitas. Si existía alguna posibilidad de introducir a alguien interesante en mi vida tenía que ser allí. En el Vips yo había visto a Antonio Banderas, a Pedro Almodóvar, a Sara Montiel. El Vips estaba repleto de desconocidos misteriosos, lleno a rebosar de noctámbulos, atractivos e insomnes, como yo. Sólo hacía falta echar un vistazo alrededor: hombre con sombrero, negro imponente, calvo nebuloso envuelto en aroma a Paco Rabanne. Un enano. ¿Un enano? Sí. Sin duda era un enano. Su cabeza quedaba a la altura de las películas de Disney, en el estante inferior.
--Hola --dijo dirigiéndose a mí
Por un momento tuve la esperanza de que hubiese otra persona detrás.
--¿Sabes que eres una persona muy especial? --insistió--. Lo he notado por tus vibraciones
¿Mis vibraciones? No me llevaba bien con los enanos. Y menos aún con los místicos. Vibraciones. Y este era un enano místico. De haberse tratado de un tipo de metro setenta le habría ignorado, pero ignorar a un enano no está bien.
--Gracias --dije mientras me alejaba.
Pero él me siguió.
--Tienes algo muy bueno por dentro --insistió.
--¿Perdona?
--Tu interior. Se percibe algo muy bueno en tu interior.
¿Se percibía? ¿En mi interior? ¿Cómo podía percibirse algo así? Porque yo sabía que no era verdad. Taxi driver. Era algo más violenta pero podía valer. Mi interior. Si de verdad hubiera podido leer en mi interior se habría dado cuenta de lo que realmente pensaba de él. Y no me habría seguido, me habría escupido. Pero allí estaba, con un ligero asomo de arrogancia en su sonrisa, como en las mejores fotos de Burt Lancaster. Además de enano era un farsante.
--Y se refleja en tu cara.
--¿Perdón?
--Ese algo de tu interior. Es como una brisa. Una cara bonita.
--Pues... te lo agradezco --dije echando un ligero vistazo alrededor. ¿Qué pensaría Marcos si me viese ahora, hablando con él? Como una brisa, hay que ver. ¿Qué estaría haciendo, viendo un concurso? ¿Con otra? ¿En nuestro piso de Moratalaz?
--¿Te apetece tomar un café? --me preguntó. Su voz bajó prácticamente una octava. Sonó ronca, persuasiva, tenaz--. ¿Um?
¿En dónde estaba mi problema? ¿Un enano? Repasé toda la fila de cintas de la repisa inferior. La mosca. El cartero siempre llama dos veces. Perversidad.
--No creo que pueda --balbuceé. Mis dedos repasaron temblorosos los lomos de algunas películas mudas, polvorientas, olvidadas. Nosferatu. Garras humanas. El doctor Mabuse. Supe que cualquiera de ellas podría servir.
--Vamos --insistió. Era una sonrisa también muda, astuta, de adivino. Subió un poco los ojos y posó su mano diminuta junto a la mía, sobre una película de Tourneur.
--Está bien --me oí decir--. Pero sólo un café. Mañana tengo que madrugar.
Le cedí el sitio en el molinete de salida, aunque él hubiera podido pasar por debajo. Nadie se dio cuenta de que nos llevábamos La mujer pantera sin pagar.

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miércoles 7 de mayo de 2008

Demencia



Desesperada, aún sin tema para mi intervención semanal, decido entrar en un bar a ver qué pasa. A veces, en los bares ocurren cosas. Pido una Cocacola light y me siento; el camarero, otro parroquiano y yo somos toda la concurrencia. Son las tres de la mañana y, si no encuentro sobre qué escribir, empezaré a desesperarme. Pero entonces, el hombre que bebe a dos taburetes del mío se aproxima a mí, ocupa el asiento vacío e inicia una conversación.
Mientras apura su vaso de whisky, me cuenta que hace meses bebía, pero que lo ha dejado. Añade que empezó a beber no por gusto, sino a consecuencia de una decepción: su mujer lo engañaba. Hace un gesto de tristeza, me pide que espere, y del bolsillo izquierdo de su americana saca un patito de goma. Me lo presenta como Chelo y luego, despacio, lo deposita sobre el mostrador.
Deduzco que el hombre, además de triste, está también algo trompa (tal vez podría hacer girar mi texto alrededor del tema de la embriaguez).
No quiero ser maleducada, así que me levanto disimuladamente, y pido la cuenta al camarero, pero el hombre no lo permite. Insiste en pagarla él. Yo me resisto, porfiamos, y finalmente me invita a otra copa de lo que esté tomando. Pide para él otro whisky, y pregunta si pueden ponerle al pato un Cacaolat. Me vuelvo a sentar. (Tal vez el tema no sea finalmente la embriaguez, sino la enajenación mental.)
A las cuatro, el hombre se ha bebido dos whiskys y no parece que tenga intención de parar. Insiste, sin embargo, en que ya no bebe y que únicamente lo está celebrando. El qué, le pregunto. Hoy, me contesta, su mujer le ha pedido que le permita volver, y aunque no va a ser fácil olvidar el pasado, dice, él le ha dado su consentimiento. Acerca el pato a su mejilla izquierda mientras asegura que se siente feliz. Ahora, prosigue algo nostálgico, parecen lejanos, pero aquellos meses de separación fueron para él una penosa agonía. Mientras observa (con una mirada entre mística y febril) al pato de goma sobre el mostrador, confiesa que su mujer lo engañaba con un profesor de aerobic. Lo conoció, según dice, las últimas Navidades, durante una exhibición que celebraba el gimnasio de su junta municipal. Aparta un momento la mirada del pato y añade algo torvo:
--En esos sitios, ya se sabe, todos maricones o degenerados.
--Claro --contesto yo. Me sabe mal interrumpirlo. Y, por otra parte, tengo el tema de la columna, sí, pero no la conclusión.
A las cuatro y media aún seguimos allí. Me ha contado ya que intentó suicidarse arrojándose a las vías del tren, y que después de aquello estuvo ingresado en un hospital psiquiátrico. No me sorprende. Le hace una seña al camarero, y pregunta si tendría unas galletitas para acompañar el Cacaolat. Vuelve a dirigirse a mí. Me asegura que todo el tiempo que él estuvo ingresado, su mujer continuaba viéndose con el profesor de aerobic, y que por ese motivo él se dio finalmente a la bebida. Mastica con saña un trozo de hielo y confiesa, con la mirada fija en el pato, que aunque estuvo fantaseando algún tiempo con la idea de matar a su esposa, ahora siente hacia ella un sincero perdón.
Yo estoy bastante cansada y, con franqueza, me cuestiono si abandonar mi propósito (en la vida real, según parece, los conflictos no siempre encierran una conclusión). Pero de alguna manera me siento responsable. Le pregunto al hombre si lo puedo acompañar. No obtengo respuesta. En cambio, él apura su último vaso de whisky de un trago y, del bolsillo de la americana, saca una polaroid. La mira, la besa delicadamente, me la entrega, y con una expresión en el rostro de devoción infinita, declara:
--Mi mujer en el baño.
Me violenta bastante espiar de ese modo a una extraña. No obstante, cojo la fotografía de sus manos y la observo. No puede ser. Aparto la vista y miro el juguete que aún está en el mostrador. Y otra vez a la foto.
Con una sonrisa, se la devuelvo al hombre, y admito:
--Preciosa.
Después de todo, parece, el tema de esta semana no será exactamente la embriaguez, o la enajenación mental. Sólo un pobre pato de goma sobre la barra de un bar.

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