l Blog de Cristina Cerrada

Cristina Cerrada, escritora y profesora de escritura creativa

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lunes 31 de marzo de 2008

La otra

Convivo con una persona que no se parece en nada a mí, y esa persona es mi otro yo. Vivimos en el mismo cuerpo, respondemos por el mismo nombre, comemos por la misma boca y compartimos el resto de orificios. A veces es ella quien se rasca cuando me pica a mí. Pero somos muy diferentes.



A ella, a la otra, no le gustan las mismas cosas que a mí. Odia la espiritualidad. No puede oír hablar de jaicus, ni de incienso, ni de Oriente. Yo quiero estar en armonía con el universo, leo a Chopra, hago tai chi, pero ella me desprecia cuando practico la postura del loto y se ríe con la boca torcida.
No le gusta el campo. Dice que pensar en el Universo le produce ataques de ansiedad. Yo intento hacerle entender que venimos de ahí, pero es cobarde. Se lleva continuamente la mano al pecho porque teme que se le pare el corazón. Una vez pasamos la noche en Urgencias. No podía pronunciar la palabra «traslación».
--¿No lo oyes? La erre no suena bien --insistía.
--Pues no la pronuncies --decía yo.
--Podría ser un cáncer de paladar.
No soporta las películas de ciencia ficción ni nada relacionado con el cosmos.
--Estamos miserablemente hendidos, como la corteza de un pan --dice asomada a la ventana.
Sonríe torcidamente, pero yo sé que lo está pasando mal. Aún así no deja de mirar, y yo le digo:
--Cierra la ventana, hombre, apártate de ahí.
Pero ella se queda, y al final es a mí a quien le toca tomarse un Orfidal.
Nos hemos matriculado en un curso de turismo. Conocemos a un montón de gente, profesores, alumnos, todos estupendos; pero a ella no le parecen bien. Unos son demasiado tontos, otros demasiado listos, los profesores caminan a las dos menos diez, ?y eso no puede aguantarse en un profesor?.
--Pero si todo el mundo sabe que los profesores caminan a las dos menos diez ?le digo yo.
Pero es envidiosa, no le gusta que la gente disfrute. Si estamos comiendo un bocadillo y el camarero nos dice ?para disfrutar hay que veranear en Benidorm?, ella lo mira de arriba abajo, se lo imagina electrocutado, comido por las medusas, y yo tengo que dejar que una gota de aceite me resbale por el mentón para que el camarero no piense mal de mí. Siempre dice que hay un vacío entre cada uno de nosotros.
--Insalvable --dice--una cadena de bicicleta, ahí lo tienes. --Todo el mundo es sospechoso?. Una dentellada nos aparta de los demás.
Sólo se lleva bien con un hombre con el que habla en sueños; un hombre con sombrero y pajarita, y acento argentino. Yo pienso que podría ser Dios, le digo, pero ella dice, ?joder?.
Fuimos de vacaciones. Conocimos a un tipo interesante que nos invitó a cenar, hasta se ofreció a ir a buscarnos en su coche a la urbanización. ¿Qué había de malo en ello? Era guapo. Pero ella se empeñó en quedar con él en un bar. Yo me arreglé y ella se dejó arreglar. Estábamos bien. Habíamos adelgazado y teníamos la piel bronceada, los ojos brillantes, el pelo encrespado. Los treinta y cinco los habíamos dejado ya atrás, pero, ¿y qué?, teníamos el culo más apretado que algunas chicas más jóvenes.
Mientras le esperábamos ella quería estar todo el tiempo en la terraza, mirando el mar. Me sorprendía que el mar, grande como es, igual que el cosmos, no le produjera ataques de ansiedad. No lo mires mucho, le dije, por si acaso; pero ella me ignoró. Había vuelto a fumar, y eso que le producía tantos remordimientos que por las noches no me dejaba dormir. Déjalo entonces, le dije. Ella miró nuestro reflejo en el cristal de la terraza y dijo, qué horror. Dónde crees que vas. No nos poníamos de acuerdo. A mí me esperaba el resto de la vida, le dije. Ella, en cambio, masculló sombríamente que el tiempo la había dejado atrás.
Entonces apareció el enano. Se situó junto a nosotras en la terraza y miró también el mar. Por un momento tuve la esperanza de que lo acompañase otra persona. Hola, dijo. Estaba hablando con nosotras, no había nadie más con él. Busqué a mi amigo. Miré hacia otro lado, pero ella dirigió la vista hacia abajo y le contestó.
--Hola.
El enano dijo:
--Es bonito, ¿verdad?
Sacudimos la cabeza.
--Es como la puerta de salida. Hacia el más allá.
Le dije a ella:
--No nos llevamos bien con los enanos, así que deja de hablar con él.
El enano dijo:
--O de entrada.
Sonreí.
--O de entrada, sí.
Qué podía hacer. De haberse tratado de un tipo de metro setenta le habría ignorado, pero ignorar a un enano no está bien.
--¿Te apetece tomar algo? --le oí preguntar.
Ella dijo:
--Pues no sé.
--Estamos esperando a alguien --me apresuré a decir yo--. ¿Estás tonta? ¿Quieres dar falsas esperanzas a un enano? No queremos tomar nada. Para enanos, ya tenemos los pequeños cortaúñas de nuestro ajuar.
Pero ella no se inmutó. Llevó mi mano hasta la mano del enano y leyó el futuro en sus pliegues. Era un futuro corriente, nada prometedor. Pero era largo.
--¿Sabes esos pólipos que se fijan a los cascos de los barcos? --le dijo--. Pues con la gente es igual.

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