David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Román Piña: Stradivarius Rex

Recuerdo hace dos o tres veranos cuando Román Piña me comentó que se le había ocurrido una idea para una novela, la de un camaleón humano, un tipo que saltaba de vida en vida con la misma facilidad con que ciertos reptiles cambian de color. Tengo amigos escritores que son así, se les ocurren ideas cada dos por tres, como el músico que coge una guitarra, salpica tres acordes y le sale una canción. Me cabrea a veces tomar una cerveza con Román o con Rafa Reig o con Carlos Salem porque, en el tiempo que inviertes en empinar el codo, ya te han contado dos novelas, cinco relatos y siete sinopsis para películas fantásticas que no se harán jamás porque en este país -ya se sabe- los directores son todos Ingmar Bergman.

 

 

 

 

 

 

 

El Stradivarius Rex es una extraña especie de homínido que cada día cambia de cuerpo, de ocupación, de familia, de lugar, pero no de sexo. Cada mañana se despierta en una cama distinta, con los recuerdos de todos los tipos que ha sido y también del nuevo inquilino que le presta su cuerpo. A lo largo de todos esos años de incesantes metamorforsis, ha sido piloto de avión, cirujano plástico, presidente de los Estados Unidos (adivinen cuál), mendigo, millonario, preso político. Ha explorado el sexo, el dolor, la enfermedad y la muerte. Ha sido tetrapléjico y héroe. Ha muerto, se ha suicidado, ha despertado anciano, niño, ha amado a las mujeres más bellas del mundo y cada noche tenía que despedirse de la crisálida de ese destino para estrenar una nueva piel. Cada día que pasa es un día más viejo. Con toda esa experiencia, el Stradivarius Rex podría ser un sabio, pero no pasa de ser un pobre hombre metido en un tiovivo metafísico que no comprende, que no controla y que está muy lejos de acabar.

Con toda su ironía y su mala leche, Román le ha dado la vuelta al famoso lema de Rimbaud: «yo soy otro», para concluir que, por muy lejos que vaya uno, siempre termina por ser él mismo. A Marcos Badosa, el protagonista de Stradivarius Rex, se le metió en la cabeza un buen día el deseo de ser un escritor famoso. Quería ganar el Planeta y disfrutar de la bohemia literaria, esa entelequia vital con la que sueñan tantos aprendices de poeta y que da más pena que otra cosa. El retrato que Román hace de esas academias de escritores donde se cuecen los egos y las metáforas a fuego lento es tan fiel y meticuloso que da miedo. Badosa, que acaba de descubrir a los griegos, escribe una novela homérica titulada Salvar al soldado Aquiles donde los héroes de la Ilíada llevan incorporado su propio actor, un disparate made in Piña cien por cien.

Pero en el deseo desesperado de Badosa por escapar de su destino de lavacoches hay algo mucho más profundo que el ridículo: la eterna insatisfacción humana por romper la cárcel del yo, el viejo anhelo pirandelliano de ser otro, todos los otros del mundo. El don que le han concedido no es un regalo, sino una maldición. Si tú pudieras elegir cualquiera de esos destinos (cantante famoso, millonario, gangster, playboy), si te concedieran el don del Stradivarius Rex, ¿crees que lo soportarías? ¿Qué crees que es peor: seguir siendo tú mismo todos y cada uno de los días de tu vida o ser alguien distinto cada 24 horas?