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martes, octubre 03, 2006

Julio Cortázar y la fotografía

MATEO DE PAZ
(Mateo de Paz es profesor de escritura creativa en http://hotelkafka.com )



El importantísimo cambio narrativo que se produce en la escritura cortazariana se supone alrededor de 1955, cuando inicia la escritura del relato «El perseguidor», incluido en Las armas secretas (1959). A partir de aquí, Cortázar cerrará una etapa notable en su periplo literario para dar paso a otra de mayor trascendencia, la que comienza con este libro de cuentos y concluye, una década más tarde, en Último Round, pasando por sus obras mayores, aquellas que le han dado la fama, novelas, cuentos, microrrelatos y una extraña producción miscelánea: Los premios (1960), Historias de cronopios y de famas (1962), Rayuela (1963), Todos los fuegos el fuego (1966), La vuelta al día en ochenta mundos (1967), Buenos Aires, Buenos Aires y 62.Modelo para armar, estas últimas del año 1968. Las armas secretas, aunque se componga de muy pocos cuentos, cinco en total (cuya trama se desarrolla en París), podrían sostener, por su calidad literaria, los cimientos de su edificio narrativo: «Cartas de mamá», «El perseguidor», «Las armas secretas» o «Las babas del diablo» son títulos ya clásicos en la producción cortazariana. Esta última es una de las narraciones más estudiadas por la crítica debido a que el universo narrativo presentado por el autor, condensado y elíptico por imperativos del género, nos ofrece un abanico de interpretaciones, casi todas ambiguas sobre la posición y desenlace del fotógrafo franco-chileno. La necesidad de dar sentido a la relación de la mujer rubia con el muchacho y de estos con el chofer impulsa al fotógrafo y traductor Roberto Michel, alter ego del cronopio Cortázar, a comprender que la fotografía tomada «el 7 de noviembre del año en curso» puede generar una historia y construir, por lo tanto, una realidad literaria paralela, ambigua y recubierta de contradicciones.
Julio Cortázar fue un explorador de sistemas narrativos, sin fijarse en fórmulas estáticas, sino investigando en nuevos espacios hasta dar con las soluciones imaginarias del inconsciente, pero sin separarse de la realidad física. Como sabemos, y esto no es nada nuevo, el lenguaje literario evoca y sugiere, es connotativo, y su imposibilidad de comunicar la totalidad de lo escrito reside fundamentalmente en la resistencia del discurso literario a ser recibido por el lector de forma definitiva. El lector siente la distancia entre su realidad física y la solución imaginaria que Cortázar propone, entre su cotidiana ingenuidad y la fantasía reaccionaria del cuento que nos ha querido mostrar el narrador. La realidad física, en efecto, se presenta incompleta para el lector, carente de sentido unívoco. Esta carencia hay que buscarla en las soluciones imaginarias que presentan una aparente incoherencia. En muchos de los relatos cortazarianos se perciben las cosas y los seres no como figuras separadas de su contexto, sino como parte de la representación y en relación con un universo magistralmente construido. Muchas veces, la manera en que percibimos el llamado «efecto de realidad» depende de la equivocada o acertada interpretación que nosotros hacemos como lectores. El propio Michel interpreta la realidad y transforma en literatura la historia de la fotografía:

Michel es culpable de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes. Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá las claves suficientes para acertar con la verdad.

Por otro lado, en numerosas ocasiones se han considerado los textos críticos de Cortázar como pilares para elaborar la interpretación de cualquiera de sus cuentos. Como Horacio Quiroga, a lo largo de su vida Cortázar dibujó aproximaciones a la teoría cuentística de un género en boga. Poco antes de haber dado alcance a esta década prodigiosa, Cortázar traduce, por encargo de Francisco Ayala y a razón de 3.000 dólares, la obra narrativa y ensayística de Edgar Allan Poe, iniciador del cuento moderno. También el arte de la fotografía está presente en «Las babas del diablo». En su ensayo«Algunos aspectos del cuento» el autor nos dice que la novela y el cuento podrían ser comparados «analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un ?orden abierto?, novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación». Con esto, algo paradójico y contradictorio sucede en torno a 1964, cuando Cortázar vende los derechos de «Las babas del diablo» para que Michelangelo Antonioni pudiera llevarlo al cine en 1968. Esta es una adaptación fílmica del texto con un título muy sugerente, Blow-up, es decir, ?ampliación?. En el cuento el personaje-protagonista es un traductor, además de fotógrafo aficionado, que enmarca la historia en la técnica del bromuro de plata como si únicamente la ampliación fotográfica realizada repitiese «mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente» (Roland Barthes, La cámara lúcida, 1980). Al fijar la ampliación en la pared del salón, Michel se sorprende de manera estúpida: comprueba que cuando mira una fotografía de frente, «los ojos repiten exactamente la posición y la visión del objetivo» y entonces se le ocurre pensar que se ha instalado exactamente «en el punto de mira del objetivo». En su libro sobre la fotografía, Roland Barthes nos alumbra el camino para reconocer en la imagen estática un studium, es decir, «la aplicación a una cosa» sin demasiado interés, «sin agudeza especial». En este primer caso es el lector-espectador quien va a buscar algo en la imagen, aquello que debería llamar su atención, puesto que de lo contrario aquella fotografía no merecería la pena:

Curioso que la escena (la nada, casi: dos que están ahí, desigualmente jóvenes) tuviera como un aura inquietante. Pensé que eso lo ponía yo, y que mi foto, si la sacaba, restituiría las cosas a su tonta verdad.

Michel, en un principio, observa el cuadro («el árbol, el pretil, el sol de las once») al igual que las tomas de la Conserjería y de la Sainte-Chapelle, esperando, sentado en el pretil, para sacar una fotografía «pintoresca en un rincón de la isla» a una pareja «nada común». Pero él «sab[e] que el fotógrafo opera siempre como una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa». Él va hacia la escena, participa como Barthes de «los rostros, de los aspectos, de los gestos, de los decorados, de las acciones» de los tres personajes que aparecen en la imagen, pero, en principio, sin esa agudeza especial que luego vendrá con el punctum. El hijo de la semiología nos dice que existe el segundo elemento, aquel que viene a dividir el studium. El punctum o pinchazo busca al lector-espectador, sale de la escena, hace que notemos la simplificación en nuestra observación de la imagen. Porque el punctum de una fotografía es «ese azar que en ella me despunta (pero que también me lastima, me punza)». Michel se da cuenta en el revelado de que el negativo es demasiado bueno para olvidarse de él, así que prepara una ampliación. La ampliación es tan buena que no resiste a hacer una ampliación mucho mayor, fijarla en una pared del cuarto y observar la imagen fotográfica «en esa operación comparativa y melancólica del recuerdo frente a la perdida realidad».
En palabras del propio Cortázar «Las babas del diablo» es un cuento significativo porque «quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta». Michel se desdobla, se disfraza y transforma en objeto creador de ficción que descubre realidades escondidas. La absurda transformación kafkiana que, alterada en escarmiento angustioso y, a la vez, colmada de agitación, rompe las barreras de lo inverosímil para que el orden de lo establecido se invierta, los que están muertos (el chico, la mujer rubia, el hombre del periódico) se muevan, mientras el vivo, narrador de la escena, se torne prisionero de otro tiempo, «de una habitación en un quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer, y ese hombre y ese niño» de ser como la lente de una cámara Contax 1.1.2, «algo rígido, incapaz de intervención».
Finalmente, Michel rompe a llorar como un idiota desde el mundo (¿real?, ¿irreal?) de la imagen, después de lograr, por segunda vez, que el chico se libere de su «andamiaje de baba y perfume» protegido por la mujer rubia y el hombre, devolviéndolo a su «paraíso precario», a su vida de adolescencia metódica. De este modo, todos los obstáculos y soluciones del cuento, un mundo intrincado de realidades paralelas, recubierto por el bordado mágico del surrealismo fantástico, posee infinitas interpretaciones pero un único final: Michel, desde un principio lo que nos está mostrando es la creación literaria que envuelve el mundo de la ficción. La elección insegura del narrador, la advertencia de un tiempo («domingo siete de noviembre del año en curso») convenido por el protagonista, el espacio tan estrecho como el marco de una fotografía y su increíble transformación no son más que los efectos de la imaginación de un escritor en busca del cuento.

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1 Comments:

Blogger Jorge Santiago said...

excelente análisis

2:59 AM  

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