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jueves, octubre 04, 2007

Los cronopios nunca mueren

Ignacio Ramirez (Colaborador de Prensa Latina)*

Rayuela, publicada convencionalmente en 1963, ya no cumple años sino siglos, si nos atenemos a los despachos internacionales que la señalan entre las favoritas de compradores y lectores, al lado de El Quijote, La Biblia, Ulises, el de Joyce, los Cien años de aoledad de nuestro señor de Aracataca y algunos otros que no se dejan desbancar de las vitrinas ni de las cabeceras de las camas o los lugares de mostrar en las bibliotecas porque los libros, quién lo creyera, son también vanidosos cual sus dueños.


El pasado 26 de agosto el Gran Cronopio cumpliría 93 años (nació en Bruselas en 1914) pero le dio por morirse en el 84 del siglo ya transcurrido y desde entonces duerme en polvo con su osita Carol Dunlop en un céntrico cementerio de París, pero lo curioso es que aun frente a la desmesura envidiosa de los críticos que ya lo señalaban como pasado de moda y suficiente, el ave fénix se levanta y canta su canción de palabras renovadas, concierto de propuestas literarias para que el oficio de escribir tenga sentido y gloria como se prueba ahora que este mundo mediático se ha acordado de él, por fuera de las fechas exactas de conmemoraciones, como si se tratara de seguir sus juegos literarios que se burlaban del tiempo y transgredían almidonadas normas narrativas.



Y ¿eso por qué? Porque los Cronopios nunca mueren como él mismo lo había ya proclamado. Y porque en medio de tanta producción y tan poca calidad surgen la lúdica y la poesía como tabla de salvación para el naufragio.



Al hacer memoria en torno a la figura de ese niño escondido en el cuerpo de un gigante, surgen el significado y el alcance de los aportes que suministró, desde su ejercicio de escritor, para que cambiaran muchas facetas de nuestro continente latinoamericano.



En Colombia, el comienzo de los años sesenta se asoma con el influjo rampante del movimiento nadaísta, cuyo aporte fundamental fue la irreverencia, el escándalo, el criticado pero efectista espectáculo promovido desde la plataforma del pensamiento.



Empieza a conocerse a nivel popular la existencia de los poetas malditos de Francia, la literatura río (burla, denuncia, erotismo, goce) del norteamericano Henry Miller, el existencialismo con su carga de náusea, la filosofía criolla de Fernando González.



Ahí, en esa confluencia del surrealismo y el existencialismo, surge de repente (año 62) un mundo nuevo, extraño, desmesurado y fantástico, a pesar de que no dejaba de tener los pies sobre la tierra: la literatura de Julio Cortázar, cuya propuesta -desde todos los puntos de vista desde los cuales pueda ser analizada la expresión artística-, constituía una ruptura vital, positiva, con todo lo que anteriormente se conocía no sólo a nivel latinoamericano sino en el ámbito universal.



Cortázar, como ya lo dije, había nacido en Bruselas el 26 de agosto de 1914 (comenzaba la I Guerra Mundial). Había ejercido como maestro en escuelas normales de diferentes lugares de Argentina, su patria americana, y publicado casi clandestinamente, en 1938, con el seudónimo de Julio Denis, su primer libro.



Una colección de sonetos titulada "Presencia", de la cual nunca quiso reediciones ni divulgación porque, a pesar de la factura perfecta de su contenido, su esencia de Cronopio ya había infundido en su conciencia el precepto básico de que para convertirse en escritor real existe la necesidad de construir textos, atmósferas, lenguajes, ritmos y especialmente propuestas novedosas, casi perfectas, como fueron en lo sucesivo todas las que presentó al mundo a través de su obra.



Vinieron sus primeros libros de cuentos (Los Reyes, Bestiario, Final del juego, entre 1949 y 1956), pero es en 1956 cuando llegan a Colombia los primeros ejemplares de Las armas secretas, cuyos relatos suscitan toda una revolución entre los lectores y los aprendices de escritores de la correspondiente generación.



Y es con El perseguidor, una pieza magistral de la cuentística de todos los tiempos, con el que se rompen todos los esquemas existentes, se cambia el pensamiento de los jóvenes frente a la utilización del lenguaje y de los temas, las nociones del tiempo y del espacio se hacen más libres y se desata toda una revolución claramente cortazariana desde la cual se proponen formas distintas de acometer las preguntas, replanteamientos de los hábitos mentales del lector y códigos diferentes para la edificación de estructuras, contenidos y atmósferas.



Vendrá luego la gran iluminación de Rayuela, desde donde Cortázar rechaza el lenguaje literario -"espejo para lectores-alondra"- y busca uno que, sin renunciar a la estética, tampoco la utilice como medio. Se niega a escribir literariamente sólo para facilitar la lectura y hacerla más agradable; propone una escritura en la que la estética sea a la vez una ética y no simplemente un medio, pero es preciso que el creador haya identificado en sí mismo su sentido de la condición humana con su sentido de la condición de artista.



Luego, 62, modelo para armar, El libro de Manuel, El último round, La vuelta al día en 80 mundos, Octaedro, Un tal Lucas, Los autonautas de la cosmopista, para citar simplemente algunos de los títulos que publica y testimonian su lucha; su fe, su sentido del amor por la palabra y desde la palabra su sentido de esperanza en días mejores para la raza humana.



Muchos críticos actuales tildan ya de caduca y de superada la obra de Julio Cortázar. El gran fantasma del posmodernismo, que pasará en forma rauda como todos las modas que imponen los clasificadores del arte, irradia una sombra supuesta sobre éste y muchos otros autores cuya popularidad en tiempos del boom parece haber sido nefasta, si se mira desde el punto de vista de quienes pasan por encima de los textos sin detenerse a escrutarlos, a palparlos, a evaluarlos.



Pero la literatura de Cortázar aún palpita, su concepto del juego pervivirá y opacará a la truculencia; la vigencia de su lenguaje y la posibilidad de ir y volver por los vericuetos de los libros, igual que se hace con el pensamiento, también permanecerán. Por algo él mismo nos enseñó que los Cronopios nunca mueren.



ag ir



*Escritor y periodista colombiano.




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