Julio Cortázar: mayo 2007 - Hotel Kafka - Cursos

Tfno.
917 025 016

Est�s en Home » Blogs » Julio Cortázar

sábado, mayo 26, 2007

Una flor amarilla

JULIO CORTÁZAR

Parece una broma, pero somos inmortales. Lo sé por la negativa, lo sé porque conozco al único mortal. Me contó su historia en un bistró de la rue Cambronne, tan borracho que no le costaba nada decir la verdad aunque el patrón y los viejos clientes del mostrador se rieran hasta que el vino se les salía por los ojos. A mí debió verme algún interés pintado en la cara, porque se me apiló firme y acabamos dándonos el lujo de la mesa en un rincón donde se podía beber y hablar en paz. Me contó que era jubilado de la municipalidad y que su mujer se había vuelto con sus padres por una temporada, un modo como otro cualquiera de admitir que lo había abandonado. Era un tipo nada viejo y nada ignorante, de cara reseca y ojos tuberculosos. Realmente bebía para olvidar, y lo proclamaba a partir del quinto vaso de tinto. No le sentí ese olor que es la firma de París pero que al parecer sólo olemos los extranjeros. Y tenía las uñas cuidadas, y nada de caspa.

Contó que en un autobús de la línea 95 había visto a un chico de unos trece años, y que al rato de mirarlo descubrió que el chico se parecía mucho a él, por lo menos se parecía al recuerdo que guardaba de sí mismo a esa edad. Poco a poco fue admitiendo que se le parecía en todo, la cara y las manos, el mechón cayéndole en la frente, los ojos muy separados, y más aun en la timidez, la forma en que se refugiaba en una revista de historietas, el gesto de echarse el pelo hacia atrás, la torpeza irremediable de los movimientos. Se le parecía de tal manera que casi le dio risa, pero cuando el chico bajó en la rue de Rennes, él bajó también y dejó plantado a un amigo que lo esperaba en Montparnasse. Buscó un pretexto para hablar con el chico, le preguntó por una calle y oyó ya sin sorpresa una voz que era su voz de la infancia. El chico iba hacia esa calle, caminaron tímidamente juntos unas cuadras. A esa altura una especie de revelación cayó sobre él. Nada estaba explicado pero era algo que podía prescindir de explicación, que se volvía borroso o estúpido cuando se pretendía--como ahora--explicarlo.

Resumiendo, se las arregló para conocer la casa del chico, y con el prestigio que le daba un pasado de instructor de boy scouts se abrió paso hasta esa fortaleza de fortalezas, un hogar francés. Encontró una miseria decorosa y una madre avejentada, un tío jubilado, dos gatos. Después no le costó demasiado que un hermano suyo le confiara a su hijo que andaba por los catorce años, y los dos chicos se hicieron amigos. Empezó a ir todas las semanas a casa de Luc; la madre lo recibía con café recocido, hablaban de la guerra, de la ocupación, también de Luc. Lo que había empezado como una revelación se organizaba geométricamente, iba tomando ese perfil demostrativo que a la gente le gusta llamar fatalidad. Incluso era posible formularlo con las palabras de todos los días: Luc era otra vez él, no había mortalidad, éramos todos inmortales.
-Todos inmortales, viejo. Fíjese, nadie había podido comprobarlo y me toca a mí, en un 95. Un pequeño error en el mecanismo, un pliegue del tiempo, un avatar simultáneo en vez de consecutivo, Luc hubiera tenido que nacer después de mi muerte, y en cambio... Sin contar la fabulosa casualidad de encontrármelo en el autobús. Creo que ya se lo dije, fue una especie de seguridad total, sin palabras. Era eso y se acabó. Pero después empezaron las dudas, por que en esos casos uno se trata de imbécil o toma tranquilizantes. Y junto con las dudas, matándolas una por una, las demostraciones de que no estaba equivocado, de que no había razón para dudar. Lo que le voy a decir es lo que más risa les da a esos imbéciles, cuando a veces se me ocurre contarles. Luc no solamente era yo otra vez, sino que iba a ser como yo, como este pobre infeliz que le habla. No había más que verlo jugar, verlo caerse siempre mal, torciéndose un pie o sacándose una clavícula, esos sentimientos a flor de piel, ese rubor que le subía a la cara apenas se le preguntaba cualquier cosa. La madre, en cambio, cómo les gusta hablar, cómo le cuentan a uno cualquier cosa aunque el chico esté ahí muriéndose de vergüenza, las intimidades más increíbles, las anécdotas del primer diente, los dibujos de los ocho años, las enfermedades... La buena señora no sospechaba nada, claro, y el tío jugaba conmigo al ajedrez, yo era como de la familia, hasta les adelanté dinero para llegar a un fin de mes. No me costó ningún trabajo conocer el pasado de Luc, bastaba intercalar preguntas entre los temas que interesaban a los viejos: el reumatismo del tío, las maldades de la portera, la política. Así fui conociendo la infancia de Luc entre jaques al rey y reflexiones sobre el precio de la carne, y así la demostración se fue cumpliendo infalible. Pero entiéndame, mientras pedimos otra copa: Luc era yo, lo que yo había sido de niño, pero no se lo imagine como un calco. Más bien una figura análoga, comprende, es decir que a los siete años yo me había dislocado una muñeca y Luc la clavícula, y a los nueve habíamos tenido respectivamente el sarampión y la escarlatina, y además la historia intervenía, viejo, a mí el sarampión me había durado quince días mientras que a Luc lo habían curado en cuatro, los progresos de la medicina y cosas por el estilo. Todo era análogo y por eso, para ponerle un ejemplo al caso, bien podría suceder que el panadero de la esquina fuese un avatar de Napoleón, y él no lo sabe porque el orden no se ha alterado, porque no podrá encontrar se nunca con la verdad en un autobús; pero si de alguna manera llegara a darse cuenta de esa verdad, podría comprender que ha repetido y que está repitiendo a Napoleón, que pasar de lavaplatos a dueño de una buena panadería en Montparnasse es la misma figura que saltar de Córcega al trono de Francia, y que escarbando despacio en la historia de su vida encontraría los momentos que corresponden a la campaña de Egipto, al consulado y a Austerlitz, y hasta se daría cuenta de que algo le va a pasar con su panadería dentro de unos años, y que acabará en una Santa Helena que a lo mejor es una piecita en un sexto piso, pero también vencido, también rodeado por el agua de la soledad, también orgulloso de su panadería que fue como un vuelo de águilas. Usted se da cuenta, ¿no?.

Yo me daba cuenta, pero opiné que en la infancia todos tenemos enfermedades típicas a plazo fijo, y que casi todos nos rompemos alguna cosa jugando al fútbol.

-Ya sé, no le he hablado más que de las coincidencias visibles. Por ejemplo, que Luc se pareciera a mí no tenía importancia, aunque sí la tuvo para la revelación en el autobús. Lo verdaderamente importante eran las secuencias, y eso es difícil de explicar porque tocan al carácter, a recuerdos imprecisos, a fábulas de la infancia. En ese tiempo, quiero decir cuando tenía la edad de Luc, yo había pasado por una época amarga que empezó con una enfermedad interminable, después en plena convalecencia me fui a jugar con los amigos y me rompí un brazo, y apenas había salido de eso me enamoré de la hermana de un condiscípulo y sufrí como se sufre cuando se es incapaz de mirar en los ojos a una chica que se está burlando de uno. Luc se enfermó también, apenas convaleciente lo invitaron al circo y al bajar de las graderías resbaló y se dislocó un tobillo. Poco después su madre lo sorprendió una tarde llorando al lado de la ventana, con un pañuelito azul estrujado en la mano, un pañuelo que no era de la casa.

Como alguien tiene que hacer de contradictor en esta vida, dije que los amores infantiles son el complemento inevitable de los machucones y las pleuresías. Pero admití que lo del avión ya era otra cosa. Un avión con hélice a resorte, que él había traído para su cumpleaños.

-Cuando se lo di me acordé una vez más del Meccano que mi madre me había regalado a los catorce años, y de lo que me pasó. Pasó que estaba en el jardín, a pesar de que se venía una tormenta de verano y se oían ya los truenos, y me había puesto a armar una grúa sobre la mesa de la glorieta, cerca de la puerta de calle. Alguien me llamó desde la casa, y tuve que entrar un minuto. Cuando volví, la caja del Meccano había desaparecido y la puerta estaba abierta. Gritando desesperado corrí a la calle donde ya no se veía a nadie, y en ese mismo instante cayó un rayo en el chalet de enfrente. Todo eso ocurrió como en un solo acto, y yo lo estaba recordando mientras le daba el avión a Luc y él se quedaba mirándolo con la misma felicidad con que yo había mirado mi Meccano. La madre vino a traerme una taza de café, y cambiábamos las frases de siempre cuando oímos un grito. Luc había corrido a la ventana como si quisiera tirarse al vacío. Tenía la cara blanca y los ojos llenos de lágrimas, alcanzó a balbucear que el avión se había desviado en su vuelo, pasando exactamente por el hueco de la ventana entreabierta. «No se lo ve más, no se lo ve más», repetía llorando. Oímos gritar más abajo, el tío entró corriendo para anunciar que había un incendio en la casa de enfrente. ¿Comprende, ahora? Sí, mejor nos tomamos otra copa.

Después, como yo me callaba, el hombre dijo que había empezado a pensar solamente en Luc, en la suerte de Luc. Su madre lo destinaba a una escuela de artes y oficios, para que modestamente se abriera lo que ella llamaba su camino en la vida, pero ese camino ya estaba abierto y solamente él, que no hubiera podido hablar sin que lo tomaran por loco y lo separaran para siempre de Luc, podía decirle a la madre y al tío que todo era inútil, que cualquier cosa que hicieran el resultado sería el mismo, la humillación, la rutina lamentable, los años monótonos, los fracasos que van royendo la ropa y el alma, el refugio en una soledad resentida, en un bistró de barrio. Pero lo peor de todo no era el destino de Luc; lo peor era que Luc moriría a su vez y otro hombre repetiría la figura de Luc y su propia figura, hasta morir para que otro hombre entrara a su vez en la rueda. Luc ya casi no le importaba; de noche, su insomnio se proyectaba más allá hasta otro Luc, hasta otros que se llamarían Robert o Claude o Michel, una teoría al infinito de pobres diablos repitiendo la figura sin saberlo, convencidos de su libertad y su albedrío. El hombre tenía el vino triste, no había nada que hacerle.

-Ahora se ríen de mí cuando les digo que Luc murió unos meses después, son demasiado estúpidos para entender que... Sí, no se ponga usted también a mirarme con esos ojos. Murió unos meses después, empezó por una especie de bronquitis, así como a esa misma edad yo había tenido una infección hepática. A mí me internaron en el hospital, pero la madre de Luc se empeñó en cuidarlo en casa, y yo iba casi todos los días, y a veces llevaba a mi sobrino para que jugara con Luc. Había tanta miseria en esa casa que mis visitas eran un consuelo en todo sentido, la compañía para Luc, el paquete de arenques o el pastel de damascos. Se acostumbraron a que yo me encargara de comprar los medicamentos, después que les hablé de una farmacia donde me hacían un descuento especial. Terminaron por admitirme como enfermero de Luc, y ya se imagina que en una casa como ésa, donde el médico entra y sale sin mayor interés, nadie se fija mucho si los síntomas finales coinciden del todo con el primer diagnóstico... ¿Por qué me mira así? ¿He dicho algo que no esté bien?

No, no había dicho nada que no estuviera bien, sobre todo a esa altura del vino. Muy al contrario, a menos de imaginar algo horrible la muerte del pobre Luc venía a demostrar que cualquiera dado a la imaginación puede empezar un fantaseo en un autobús 95 y terminarlo al lado de la cama donde se está muriendo calladamente un niño. Para tranquilizarlo, se lo dije. Se quedó mirando un rato el aire antes de volver a hablar.

-Bueno, como quiera. La verdad es que en esas semanas después del entierro sentí por primera vez algo que podía parecerse a la felicidad. Todavía iba cada tanto a visitar a la madre de Luc, le llevaba un paquete de bizcochos, pero poco me importaba ya de ella o de la casa, estaba como anegado por la certidumbre maravillosa de ser el primer mortal, de sentir que mi vida se seguía desgastando día tras día, vino tras vino, y que al final se acabaría en cualquier parte y a cualquier hora, repitiendo hasta lo último el destino de algún desconocido muerto vaya a saber dónde y cuándo, pero yo sí que estaría muerto de verdad, sin un Luc que entrara en la rueda para repetir estúpidamente una estúpida vida. Comprenda esa plenitud, viejo, envídieme tanta felicidad mientras duró.

Porque, al parecer, no había durado. El bistró y el vino barato lo probaban, y esos ojos donde brillaba una fiebre que no era del cuerpo. Y sin embargo había vivido algunos meses saboreando cada momento de su mediocridad cotidiana, de su fracaso conyugal, de su ruina a los cincuenta años, seguro de su mortalidad inalienable. Una tarde, cruzando el Luxemburgo, vio una flor.

-Estaba al borde de un cantero, una flor amarilla cualquiera. Me había detenido a encender un cigarrillo y me distraje mirándola. Fue un poco como si también la flor me mirara, esos contactos, a veces... Usted sabe, cualquiera los siente, eso que llaman la belleza. Justamente eso, la flor era bella, era una lindísima flor. Y yo estaba condenado, yo me iba a morir un día para siempre. La flor era hermosa, siempre habría flores para los hombres futuros. De golpe comprendí la nada, eso que había creído la paz, el término de la cadena. Yo me iba a morir y Luc ya estaba muerto, no habría nunca más una flor para alguien como nosotros, no habría nada, no habría absolutamente nada, y la nada era eso, que no hubiera nunca más una flor. El fósforo encendido me abrasó los dedos. En la plaza salté a un autobús que iba a cualquier lado y me puse absurdamente a mirar, a mirar todo lo que se veía en la calle y todo lo que había en el autobús. Cuando llegamos al término mino, bajé y subí a otro autobús que llevaba a los suburbios. Toda la tarde, hasta entrada la noche, subí y bajé de los autobuses pensando en la flor y en Luc, buscando entre los pasajeros a alguien que se pareciera a Luc, a alguien que se pareciera a mí o a Luc, a alguien que pudiera ser yo otra vez, a alguien a quien mirar sabiendo que era yo, y luego dejarlo irse sin decirle nada, casi protegiéndolo para que siguiera por su pobre vida estúpida, su imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra...
Pagué.

Etiquetas: , , , , , ,

domingo, mayo 20, 2007

Julio Cortázar: Los pasos tras las huellas

"París Marsella", de Sebastián Martínez, recrea una travesía casi surrealista hecha por Cortázar y su mujer.

Autor del artículo: Miguel Frías ( mfrias@clarin.com )
publicado originalmente en clarin.com


En mayo del 82, Julio Cortázar y Carol Dunlop, ambos muy cerca de sus muertes, emprendieron lo que él llamó una expedición surrealista: un viaje, con reglas estrictas, hacia la irrestricta libertad del no lugar, la fantasía, el no tiempo. El juego: cubrir el trayecto París?Marsella, no más de nueve horas de auto, en 33 días; sin salirse de la autopista, deteniéndose a "hacer noche" cada dos paradores, escribiendo un cuaderno de bitácora que sería la novela Los autonautas de la cosmopista.
Veinte años después, Sebastián Martínez y su mujer, Victoria Simón, embarazada de dos meses, repitieron la travesía lúdico-metafísica, pero registrándola no en un collage literario sino fílmico: la bella, delicada, melancólica París Marsella. Trabajaron (disfrutaron) en dos dimensiones: en una registraron personajes fugaces, instantes perdurables, bordes de camino, quiebres cortazarianos de la realidad; en otra, rastrearon, versión ilustrada de Los autonautas... en mano, qué quedaba de un paisaje tan transitorio como la existencia.

Con imágenes de texturas cambiantes, sutileza visual, buen humor y homenajes variados (el filme empieza con el plano de una suerte de Axolotl), la pareja combinó la narración en off de Martínez con una voz anónima leyendo fragmentos de Cortázar en francés. En un pasaje, el escritor comenta que él y Dunlop van escuchando noticias sobre Malvinas en la BBC.

Escribe Cortázar: "Cuando usted lea estas páginas, paciente lector, no serán más que una hoja de alcaucil del tiempo. Cosas y cosas habrán sucedido. Y, como cantaba Jean Sablon: Todo pasa, todo se quiebra, todo se desgasta. Ya habrá otro en mi lugar. Otra guerra arderá en otros horizontes".

Etiquetas: , , , , , ,

lunes, mayo 14, 2007

«Me preocupa que se esté poniendo en duda la vigencia de Julio Cortázar»

Fernando Iwasaki y el bilbaíno Pedro Ugarte, protagonizan mañana una mesa redonda en la que se analizará la obra del creador argentino. El escritor peruano parangona a Cortázar con Allan Poe o Stendhal
J. DÍAZ DE ALDA/Cultura/El Diario Vasco / 11-mayo-2007


SAN SEBASTIÁN. DV. Fotografías, cartas, libros, objetos, músicas, viajes. El mundo del ya mítico escritor Julio Cortázar (Bruselas, 26 de agosto de 1914 - París 12 de febrero de 1984) -expuesto en el Centro Cultural Okendo-, va a ser el escenario, mañana, de una mesa redonda en la que dos prestigiosos escritores, el peruano Fernando Iwasaki y el bilbaíno Pedro Ugarte analizarán la obra del autor de Rayuela, La vuelta al día en ochenta mundos, Historias de cronopios y de famas y tantas otras obras que han convertido al escritor argentino en un inexcusable punto de referencia de la literatura latinoamericana.

Tanto Iwasaki como Ugarte son reconocidos apasionados de la obra de Cortázar. La obra de Pedro Ugarte (Bilbao,1963) constituye una de las referencias fundamentales de la literatura vasca contemporánea. Premio Nervión de Poesía con su primer libro, Incendios y amenazas (1989), su siguiente poemario fue El falso fugitivo (1991). Dentro del genero narrativo ha publicado varios libros de cuentos: Los traficantes de palabras, Noticia de tierras improbables, Manual para extranjeros y La isla de Komodo, su primera novela, Los cuerpos de las nadadoras (1996) fue finalista del Premio Herralde y Premio Euskadi de Literatura. También es autor de una Historia de Bilbao y colaborador habitual en varios medios de la prensa vasca.

Fernando Iwasaki (Lima, 1961), fue director del área de cultura de la Fundación San Telmo de Sevilla (1991-1994) y profesor de la Universidad del Pacífico de Lima (1988-1989). Es autor de libros como El ajuar funerario, Un milagro informal y El sentimiento trágico de la liga. Ha sido colaborador de Diario de Sevilla (1999-2000), La Razón (1998-2000), El País (1997-1998), Diario 16 (1991-1996), Expreso (1986-1989) y La Prensa (1983-1984). Actualmente es columnista del diario ABC.

La condición latinoamericana de Iwasaki confiere probablemente al escritor peruano una especial cercanía y sintonía a la hora de analizar la obra de Julio Cortázar, un escritor que, para Iwasaki «convierte el lenguaje mismo y la literatura en un laboratorio. Cortázar -asegura el escritor peruano- es alguien que está constantemente experimentando y además muchos de sus títulos y de sus obsesiones tienen que ver con esos experimentos. Los juegos, los ritos... todo ello forma parte de un todo coherente que hacen a Cortázar tan universal». Pero Iwasaki, que se declara lector y pensador apasionado de Cortázar hace sin embargo una advertencia y constata un hecho que le «preocupa». «En los últimos años y en las últimas generaciones de lectores, no sólamente en España sino en Argentina, están proliferando muchas voces que aseguran que el tiempo de Cortázar ya pasó. Están asegurando que es un autor que ha envejecido mal y yo soy -dice Iwasaki- un resuelto detractor de esas aseveraciones. Para mí, hoy más que nunca hace falta Cortázar».

Iwasaki hace también un análisis sobre la forma de entender al escritor argentino por parte de los propios literatos latinoamericanos. «Hay muchos latinoamericanos que se sienten más vinculados a su DNI nacional que a su ADN literario. Yo desde luego prefiero mi ADN literario. Para mí, cualquier escritor en mi lengua sea de donde sea forma parte de mi ADN literario. A mi me gustaría -dice con énfasis Iwasaki- que de cualquier libro mío, si esto fuera una célula madre, pues saliera hasta Homero. Todo lo que he leído. Yo rebaso mi lengua pero comprendo que haya personas que se sientan muy orgullosas de presumir que de su genoma literario sólamente sale gente de su propio país. Hecha esta aclaración -precisa el escritor peruano- yo a Cortázar lo veo no sólo cómo un escritor latinoamericano sino mucho más. Lo veo como puedo ver a Edgar Allan Poe, a Stendhal y a tantos otros».

Iwasaki es también muy directo cuando se le pregunta sobre el «mito Cortázar». Para el autor de El ajuar funerario, existe realmente ese mito entre otras cosas «porque a la generación de los sesenta e incluso bastante antes nos encantaba crear estos mitos en los escritores y, la verdad, yo no veo que hoy en día haya esta misma ambición mítica. A la hora de leer la gente es hoy un poquito más pragmática. Se habla mucho más de las ventas que de los resultados. Yo pertenezco a una generación en la que no nos dábamos cuenta de los resultados. A mí me deslumbraba Cortázar y eso ya era suficiente. Yo sentía que con la lectura de las primeras páginas de las Historias de cronopios y de famas ya había amortizado el libro».

Fernando Iwasaki es también conciso cuando se le pregunta por las «lagunas» que dejó el autor argentino. «A Cortázar -dice-, para lo que lo necesito es para la complicidad. Para que su magisterio en el relato breve siga funcionando. Para siempre sorprenderme con la irrupción de lo fantástico. Pero nunca pediré a Cortázar más de lo que ya me dio. Lo releo a menudo y no tengo necesidad de más. Del mismo modo nunca pediré a Vargas Llosa o a Carlos Fuentes sentido del humor; en cambio Cabrera Infante, aunque esté ya fallecido, me sigue haciendo reir. A los autores hay que pedirles aquello que te pueden dar y no hay que pedirles todo porque todo nunca lo va a dar nadie».

El escritor peruano se refiere finalmente al hecho de cómo los lugares «marcan» a los autores. Un aspecto al que el propio Cortázar se refirió en varias ocasiones, sobre todo en sus cartas. En el caso de Iwasaki ese lugar es Sevilla. «Es una ciudad en la que prácticamente he vivido la mitad de mi vida. En este momento puedo escribir ficción ambientada en Sevilla pero advirtiendo que uno debe siempre escribir sobre lugares donde ha sido feliz y donde ha acumulado vivencias. Distinto es cuando uno dice que va a escribir una novela sobre San Sebastián, por ejemplo, y su conocimiento de San Sebastián es sólo literario. Eso, más tarde o más temprano hace aguas».

CASA DE CULTURA DE OKENDO I Mañana, jueves, Mesa redonda con los escritores Fernando Iwasaki y Pedro Ugarte. 19:30 h. I Entrada libre



El encanto de 'Rayuela'



Si hay algún libro que ha inmortalizado al genial escritor argentino ha sido Rayuela, obra a la que Iwasaki considera que es «consecuencia del fenómeno Cortázar y además es un libro escrito con una idea fragmentaria de la literatura y los fragmentos de este libro siguen funcionando». Iwasaki refiere cómo cada vez que le invitan a dar una charla en colegios para incitar al fomento de la lectura en los más jóvenes siempre les lee el comienzo del capítulo 68 «y los chavales se matan de la risa. Las palabras no son reales, su mezcla resulta chocante pero los chicos entienden que allí está pasando algo y además entran al trapo de la celebración del lenguaje de Cortázar». Es un mensaje que funciona «aunque haya otros -dice- de más difícil comprensión. Otros capítulos que, indudablemente son más heavys». Pero los capítulos sueltos de Rayuela -subraya Iwasaki- «siguen funcionando de una manera brillante». La relectura de este libro es uno de los ejercicios más apasionantes para cualquier seguidor del creador argentino.

Etiquetas: , , , , ,

lunes, mayo 07, 2007

Estrenaron el documental "Paris Marsella"

Las experiencias que Julio Cortázar volcó en su libro "Los autonautas de la cosmopista", que escribió en 1982 durante un viaje por una autopista francesa, fueron reeditadas por Sebastián Martínez en el documental "París Marsella", que se estrenó ayer en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba).



Inspirado en aquel libro que Córtazar escribió durante un viaje de 33 días por una autopista francesa junto a su mujer, Carol Dunlop, Martínez repitió 20 años después -también en compañía de su esposa, Victoria Simon, que estaba embarazada- el mismo recorrido entre París y Marsella. Esta road-movie documental que Martínez realizó como una suerte de homenaje y continuación de aquella aventura lúdica emprendida por Cortázar, se estrenó el sábado y se verá todos los sábados y domingos de mayo, y el primer fin de semana de junio, siempre a las 17, en la avenida Figueroa Alcorta 3415 de la Capital Federal. "Al principio quería armar un testimonio de lo que había sido ese viaje, pero luego empezamos a trabajar en el proyecto y surgió la idea de ponerse la mochila al hombro y repetir la experiencia.
De un mero testimonio se convirtió en una aventura al repetir el mismo viaje 20 años más tarde", indicó a el realizador. Martínez, que en aquel momento vivía en Europa -estudiaba cine en Francia en París 8 y en España en la Universidad Pompeu Fabra-, comenzó el rodaje en agosto de 2002 con la idea de seguir al pie de la letra las mismas reglas que Cortázar y su mujer se habían impuesto antes de viajar. Según ese manual de aventura, él y su esposa debían recorrer -al igual que Cortázar y Dunlop 20 años antes- los 800 kilómetros que separan París de Marsella en 33 días, deteniéndose en todos los paraderos, sin salir ni una sola vez de la autopista.
"Queríamos cumplir con esas reglas, pero debimos romperlas por distintas circunstancias. Primero, por un intento de robo que nos obligó a buscar un hotel fuera de la carretera, y luego por la fatiga, que nos obligó a terminar la experiencia unos días antes", confesó Martínez.
"Nos lo tomamos bastante en serio, pero como buenos copiones no haberlo podido realizar me parece que es justo. Intentar hacerlo y casi lograrlo fue mejor homenaje que haberlo hecho al pie de la letra", agregó el cineasta, que se ocupó junto a su mujer de la imagen y el sonido.
Lo que ambos se proponían, recordó, era "tratar de capturar ciertas situaciones con personajes en un ámbito tan especial como una autopista, un lugar no habitual para conocer gente, y obligarse a estar en un territorio inhóspito y hostil". "Queríamos trabajar con lo cotidiano y con esos encuentros fugaces que no duraban más de diez o quince minutos", señaló el realizador, que entrevistó a camioneros, hombres solitarios, empleados de la autopista y otras personas que transitaban por allí.
Según Martínez, el libro de Cortázar "es un juego permanente, es un libro documental. Algo muy interesante es que él y su mujer son protagonistas, pero también hay lugar donde Cortázar le abre las puertas a la ficción". "Mientras para ellos fue un momento de ocio, una celebración y unas vacaciones que llevaron a cabo y tenían planeadas desde hace mucho tiempo, para nosotros fue en muchos momentos un trauma, porque viajábamos embarazados -de Mora, su hija de cuatro años- y no podíamos sentirnos a gusto", recordó.
La aventura que Cortázar y Dunlop realizaron por esa autopista francesa posee también el carácter de una despedida, ya que ella falleció 4 meses después del viaje y Cortázar lo hizo 10 meses después de la muerte de su esposa.

fuente: infoRegion

Etiquetas: , , , , , ,