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sábado, octubre 25, 2008

Ignacio Solares publica "Imagen de Julio Cortázar"

30 de septiembre de 2008 - El Universal (Caracas)

México.-El escritor mexicano Ignacio Solares afirmó que revivir al argentino Julio Cortázar (1914-1984) "es lo mejor que le puede pasar a este planeta" y animó, sobre todo a los jóvenes, a acercarse a él porque "no hay mejor entrada a la literatura que sus cuentos".



Solares dijo en declaraciones que su reciente libro "Imagen de Julio Cortázar" (Fondo de Cultura Económica, 2008), quiere ser "un granito de arena para revivir a Cortázar", muy especialmente entre los lectores adolescentes.

El autor de la obra, donde se comentan cartas, entrevistas y testimonios sobre el famoso intelectual argentino, cree que animando la imaginación de los lectores primerizos hay una esperanza de que el mundo cambie para bien.

"Me gustaría pensar que si se inician con Cortázar, el escritor, solito, se encarga de meterlos de cabeza en la literatura y ya no pueden salir de ahí", añadió.

Solares confesó que él mismo fue uno de los que descubrió al escritor argentino en su adolescencia, una influencia que le ha marcado el resto de su vida.

Sostiene que en su libro ha tratado de reflexionar menos sobre el mundo académico que envuelve al escritor argentino y más sobre los aspectos "mágicos" y "esotéricos" del literato, muy influido por la filosofía hindú.

El autor de libros como "La invasión" (2004) y "Columbus" (1996) consideró que sería muy sano que en su propio país, México, se instalara un "cronopio" en el poder.

Con ese nombre Cortázar aludía a unos seres mitológicos que inventó, extravagantes, rebeldes, irónicos y sensibles, capaces de romper en el mundo con las reglas generalmente aceptadas, establecidas por las "esperanzas" y las "famas", sus enemigos mortales.

"Con un 'cronopio' en el poder nos salvamos, ¿no?", ironizó Solares.

Para el también novelista mexicano, en Cortázar confluyen dos dimensiones sobre las demás, una de poeta, culto y humanista, y otra de visionario, que "creía en vampiros, en fantasmas, en horóscopos".

Esos dos aspectos le hacían confiar en el enorme potencial de las personas, a las que consideraba "seres integrales y llenos de posibilidades en todos los sentidos".

Una de las facetas que más atrajeron a Solares de Cortázar fue la manera que tenía de ver el mundo de los sueños.

"Él tenía una creencia en lo onírico como una puerta que nos da acceso a lo que puede ser el otro mundo. No creía en la muerte", aseguró Solares, admirado de que Cortázar, en algunos de sus cuentos, haya hecho descripciones maravillosas del "Más Allá", como la que hizo en "La cinta de Moebius".

A su propia esposa, Aurora Bernárdez, a quien el escritor mexicano entrevistó, Cortázar llegó a decirle una vez: "no te preocupes por mí, me voy a ir a mi ciudad", aludiendo al "Otro Mundo", que imaginó con gran detalle en vida.

Solares recordó que otro relato, titulado "El perseguidor", da una de las claves de la concepción cortazariana del ser humano: "Nuestro problema es haber inventado el tiempo, (al hacerlo...) inventamos la muerte. Los grandes enemigos de la vida son el tiempo, el miedo y el dolor", aseguró a la agencia de noticias Efe.

"Imagen de Julio Cortázar" ha sido prologado por el Nobel de Literatura colombiano Gabriel García Márquez, a quien Solares considera "un cortazariano irredento".

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viernes, septiembre 26, 2008

Miedo al avión unió a "Gabo", Cortázar y Fuentes en una "noche irrepetible"

México, EFE.

El miedo a volar propició que los escritores latinoamericanos Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes vivieran en 1968 una "noche irrepetible" durante un viaje en tren que hicieron juntos por Centroeuropa, reveló el Nobel de Literatura colombiano.



El trayecto París-Praga se convirtió en un enorme placer gracias precisamente a Cortázar, que a una pregunta "casual" de Fuentes contestó con una "cátedra deslumbrante" que duró varias horas, recuerda García Márquez en el prólogo de un libro recién publicado por el Fondo de Cultura Económico (FCE) al que hoy tuvo acceso Efe.

"Viajábamos en tren desde París (a Praga) porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión", cuenta García Márquez. Según "Gabo", en aquel trayecto, en el que atravesaron la entonces dividida Alemania, llegó un momento en que habían "hablado de todo".

Entonces Carlos Fuentes quiso saber "en qué momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz", y así se lo preguntó al autor argentino.

"La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolongó hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas con papas heladas", agregó el autor de "Cien años de soledad".

"Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíble, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonious Monk" (1917-1982), el célebre pianista y compositor estadounidense.

"No solo hablaba (Cortázar) con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes, como no recuerdo otras más expresivas", agrega García Márquez.

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viernes, mayo 16, 2008

Historia -de un cronopio

Un cronopio pequeñito buscaba la llave de la puerta de calle en la mesa de luz, la mesa de luz en el dormitorio, el dormitorio en la casa, la casa en la calle. Aquí se detenía el cronopio, pues para salir a la calle precisaba la llave de la puerta.

cerradura de la puerta

Julio Cortázar, de Historias de cronopios y de famas

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martes, abril 01, 2008

CIRCE

And one kiss I had of her mouth, as I took the apple from her hand. But while I bit it, my brain whirled and my foot stumbled; and I felt my crashing fall through the tangled boughs beneath her feet, and saw the dead white faces that welcomed me in the pit.

DANTE GABRIEL ROSSETTI - The Orchard-Pit


Porque ya no ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los chismes entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé la incrédula desazón en el gesto de su padre. Primero fue la de la casa de altos, su manera vacuna de girar despacio la cabeza, rumiando las palabras con delicia de bolo vegetal. Y también la chica de la farmacia -"no porque yo lo crea, pero si fuese verdad, ¡qué horrible!"- y hasta don Emilio, siempre discreto como sus lápices y sus libretas de hule. Todos hablaban de Delia Mañara con un resto de pudor, nada seguros de que pudiera ser así, pero en Mario se abría paso a puerta limpia un aire de rabia subiéndole a la cara. Odió de improviso a su familia con un ineficaz estallido de independencia. No los había querido nunca, sólo la sangre y el miedo a estar solo lo ataban a su madre y a los hermanos. Con los vecinos fue directo y brutal; a don Emilio lo puteó de arriba abajo la primera vez que se repitieron los comentarios. Ala de la casa de altos le negó el saludo como si eso pudiera afligirla. Y cuando volvía del trabajo entraba ostensiblemente para saludar a los Mañara y acercarse -a veces con caramelos o un libro- a la muchacha que había matado a sus dos novios.

Circe

Yo me acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos (yo tenía doce años, el tiempo y las cosas son lentas entonces) y usaba vestidos claros con faldas de vuelo libre. Mario creyó un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban el odio de la gente. Se lo dijo a Madre Celeste: "La odian porque no es chusma como ustedes, como yo mismo", y ni parpadeó cuando su madre hizo ademán de cruzarle la cara con una toalla. Después de eso fue la ruptura manifiesta; lo dejaban solo, le lavaban la ropa como por favor, los domingos se iban a Palermo o de picnic sin siquiera avisarle. Entonces Mario se acercaba a la ventana de Delia y le tiraba una piedrita. A veces ella salía, a veces la escuchaba reírse adentro, un poco malvadamente y sin darle esperanzas.

Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales, seguidas de una humillada melancolía casi colonial. Los Mañara se mudaron a cuatro cuadras y eso hace mucho en Almagro, de manera que otros vecinos empezaron a tratar a Delia, las familias de Victoria y Castro Barros se olvidaron del caso y Mario siguió viéndola dos veces por semana cuando volvía del banco. Era ya verano y Delia quería salir a veces, iban juntos a las confiterías de Rivadavia o a sentarse en Plaza Once. Mario cumplió diecinueve años, Delia vio llegar sin fiestas -todavía estaba de negro- los veintidós.

Los Mañara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario hubiera preferido un dolor sólo por dentro. Era penoso presenciar la sonrisa velada de Delia cuando se ponía el sombrero ante el espejo, tan rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por Mario y los Mañara, se dejaba pasear y comprar cosas, volver con la última luz y recibir los domingos por la tarde. A veces salía sola hasta el antiguo barrio, donde Héctor la había festejado. Madre Celeste la vio pasar una tarde y cerró con ostensible desprecio las persianas. Un gato seguía a Delia, no se sabía si era cariño o dominación, le andaban cerca sin que ella los mirara. Mario notó una vez que un perro se apartaba cuando Delia iba a acariciarlo. Ella lo llamó (era en el Once, de tarde) y el perro vino manso, tal vez contento, hasta sus dedos. la madre decía que Delia había jugado con arañas cuando chiquita. Todos se asombraban, hasta Mario que les tenía poco miedo. Y las mariposas venían a su pelo -Mario vio dos en una sola tarde, en San Isidro-, pero Delia las ahuyentaba con un gesto liviano. Héctor le había regalado un conejo blanco, que murió pronto, antes que Héctor. Pero Héctor se tiró en Puerto Nuevo, un domingo de madrugada. Fue entonces cuando Mario oyó los primeros chismes. La muerte de Rolo Médicis no había interesado a nadie desde que medio mundo se muere de un síncope. Cuando Héctor se suicidó los vecinos vieron demasiadas coincidencias, en Mario renacía la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la incrédula desazón en el gesto de su padre. Para colmo fractura del cráneo, porque Rolo cayó de una pieza al salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya estaba muerto, el golpe brutal contra el escalón fue otro feo detalle. Delia se había quedado adentro, raro que no se despidieran en la misma puerta, pero de todos modos estaba cerca de él y fue la primera en gritar. En cambio Héctor murió solo, en una noche de helada blanca, a las cinco horas de haber salido de casa de Delia como todos los sábados.

Yo me acuerdo mal de Mario, pero dicen que hacía linda pareja con Delia. Aunque ella estaba todavía con el luto por Héctor (nunca se puso luto por Rolo, vaya a saber el capricho), aceptaba la compañía de Mario para pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese entonces Mario se había sentido fuera de Delia, de su vida, hasta de la casa. Era siempre una visita , y entre nosotros la palabra tiene un sentido exacto y divisorio. Cuando la tomaba del brazo para cruzar la calle, o al subir la escalera de la estación Medrano, miraba a veces su mano apretada contra la seda negra del vestido de Delia. Medía ese blanco sobre negro, esa distancia. Pero Delia se acercaría cuando volviera al gris, a los claros sombreros para el domingo de mañana.

Ahora que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para Mario estaba en que anexaban episodios indiferentes para darles un sentido. Mucha gente muere en Buenos Aires de ataques cardíacos o asfixia por inmersión. Muchos conejos languidecen y mueren en las casas, en los patios. Muchos perros rehúyen o aceptan las caricias. Las pocas líneas que Héctor dejó a su madre, los sollozos que la de la casa de altos dijo haber oído en el zaguán de los Mañara la noche en que murió Rolo (pero antes del golpe), el rostro de Delia los primeros días... La gente pone tanta inteligencia en esas cosas, y cómo de tantos nudos agregándose nace al final el trozo de tapiz -Mario vería a veces el tapiz, con asco, con terror, cuando el insomnio entraba en su piecita para ganarle la noche.

"Perdóname mi muerte, es imposible que entiendas, pero perdóname, mamá." Un papelito arrancado al borde de Crítica, apretado con una piedra al lado del saco que quedó como un mojón para el primer marinero de la madrugada. Hasta esa noche había sido tan feliz, claro que lo habían visto raro las últimas semanas; no raro, mejor distraído, mirando el aire como si viera cosas. Igual que si tratara de escribir algo en el aire, descifrar un enigma. Todos los muchachos del café Rubí estaban de acuerdo. Mientras que Rolo no, le falló el corazón de golpe, Rolo era un muchacho solo y tranquilo, con plata y un Chevrolet doble faetón, de manera que pocos lo habían confrontado en ese tiempo final. En los zaguanes las cosas resuenan tanto, la de la casa de altos sostuvo días y días que el llanto de Rolo había sido como un alarido sofocado, un grito entre las manos que quieren ahogarlo y lo van cortando en pedazos. Y casi enseguida el golpe atroz de la cabeza contra el escalón, la carrera de Delia clamando, el revuelo ya inútil. Sin darse cuenta, Mario juntaba pedazos de episodios, se descubría urdiendo explicaciones paralelas al ataque de los vecinos. Nunca preguntó a Delia, esperaba vagamente algo de ella. A veces pensaba si Delia sabría exactamente lo que se murmuraba. Hasta los Mañara eran raros, con su manera de aludir a Rolo y a Héctor sin violencia, como si estuviesen de viaje. Delia callaba protegida por ese acuerdo precavido e incondicional. Cuando Mario se agregó, discreto como ellos, los tres cubrieron a Delia con una sombra fina y constante, casi transparente los martes o los jueves, más palpable y solícita de sábado a lunes. Delia recobraba ahora una menuda vivacidad episódica, un día tocó el piano, otra vez jugó al ludo; era más dulce con Mario, lo hacía sentarse cerca de la ventana de la sala y le explicaba proyectos de costura o de bordado. Nunca le decía nada de los postres o los bombones, a Mario le extrañaba, pero lo atribuía a delicadeza, a miedo de aburrirlo. Los Mañara alababan los licores de Delia; una noche quisieron servirle una copita, pero Delia dijo con brusquedad que eran licores para mujeres y que había volcado casi todas las botellas. "A Héctor...", empezó plañidera su madre, y no dijo más por no apenar a Mario. Después se dieron cuenta de que a Mario no lo molestaba la evocación de los novios. No volvieron a hablar de licores hasta que Delia recobró la animación y quiso probar recetas nuevas. Mario se acordaba de esa tarde porque acababan de ascenderlo, y lo primero que hizo fue comprarle bombones a Delia. Los Mañara picoteaban pacientemente la galena del aparatito con teléfonos, y lo hicieron quedarse un rato en el comedor para que escuchara cantar a Rosita Quiroga. Luego él les dijo lo del ascenso, y que le traía bombones a Delia.

-Hiciste mal en comprar eso, pero andá, lleváselos, está en la sala. -Y lo miraron salir y se miraron hasta que Mañara se sacó los teléfonos como si se quitara una corona de laurel, y la señora suspiró desviando los ojos. De pronto los dos parecían desdichados, perdidos. Con un gesto turbio Mañara levantó la palanquita de la galena.

Delia se quedó mirando la caja y no hizo mucho caso de los bombones, pero cuando estaba comiendo el segundo, de menta con una crestita de nuez, le dijo a Mario que sabía hacer bombones. Parecía excusarse por no haberle confiado antes tantas cosas, empezó a describir con agilidad la manera de hacer los bombones, el relleno y los baños de chocolate o moka. Su mejor receta eran unos bombones a la naranja rellenos de licor, con una aguja perforó uno de los que le traía Mario para mostrarle cómo se los manipulaba; Mario veía sus dedos demasiado blancos contra el bombón, mirándola explicar le parecía un cirujano pausando un delicado tiempo quirúrgico. El bombón como una menuda laucha entre los dedos de Delia, una cosa diminuta pero viva que la aguja laceraba. Mario sintió un raro malestar, una dulzura de abominable repugnancia. "Tire ese bombón", hubiera querido decirle. "Tírelo lejos, no vaya a llevárselo a la boca, porque está vivo, es un ratón vivo." Después le volvió la alegría del ascenso, oyó a Delia repetir la receta del licor de té, del licor de rosa... Hundió los dedos en la caja y comió dos, tres bombones seguidos. Delia se sonreía como burlándose. El se imaginaba cosas, y fue temerosamente feliz. "El tercer novio", pensó raramente. "Decirle así: su tercer novio, pero vivo."

Ahora ya es más difícil hablar de esto, está mezclado con otras historias que uno agrega a base de olvidos menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás de los recuerdos; parece que él iba más seguido a lo de Mañara, la vuelta a la vida de Delia lo ceñía a sus gustos y a sus caprichos, hasta los Mañara le pidieron con algún recelo que alentara a Delia, y él compraba las sustancias para los licores, los filtros y embudos que ella recibía con una grave satisfacción en la que Mario sospechaba un poco de amor, por lo menos algún olvido de los muertos.

Los domingos se quedaba de sobremesa con los suyos, y Madre Celeste se lo agradecía sin sonreír, pero dándole lo mejor del postre y el café muy caliente. Por fin habían cesado los chismes, al menos no se hablaba de Delia en su presencia. Quién sabe si los bofetones al más chico de los Camiletti o el agrio encresparse frente a Madre Celeste entraban en eso; Mario llegó a creer que habían recapacitado, que absolvían a Delia y hasta la consideraban de nuevo. Nunca habló de su casa en lo de Mañara, ni mencionó a su amiga en las sobremesas del domingo. Empezaba a creer posible esa doble vida a cuatro cuadras una de otra; la esquina de Rivadavia y Castro Barros era el puente necesario y eficaz. Hasta tuvo esperanza de que el futuro acercara las casas, las gentes, sordo al paso incomprensible que sentía -a veces, a solas- como íntimamente ajeno y oscuro.

Otras gentes no iban a ver a los Mañara. Asombraba un poco esa ausencia de parientes o de amigos. Mario no tenía necesidad de inventarse un toque especial de timbre, todos sabían que era él. En diciembre, con un calor húmedo y dulce, Delia logró el licor de naranja concentrado, lo bebieron felices un atardecer de tormenta. Los Mañara no quisieron probarlo, seguros de que les haría mal. Delia no se ofendió, pero estaba como transfigurada mientras Mario sorbía apreciativo el dedalito violáceo lleno de luz naranja, de olor quemante. "Me va a hacer morir de calor, pero está delicioso", dijo una o dos veces. Delia, que hablaba poco cuando estaba contenta, observó: "Lo hice para vos". Los Mañara la miraban como queriendo leerle la receta, la alquimia minuciosa de quince días de trabajo.

A Rolo le habían gustado los licores de Delia, Mario lo supo por unas palabras de Mañara dichas al pasar cuando Delia no estaba: "Ella le hizo muchas bebidas. Pero Rolo tenía miedo por el corazón. El alcohol es malo para el corazón". Tener un novio tan delicado, Mario comprendía ahora la liberación que asomaba en los gestos, en la manera de tocar el piano de Delia. Estuvo por preguntarle a los Mañara qué le gustaba a Héctor, si también Delia le hacía licores o postres a Héctor. Pensó en los bombones que Delia volvía a ensayar y que se alineaban para secarse en una repisa de la antecocina. Algo le decía a Mario que Delia iba a conseguir cosas maravillosas con los bombones. Después de pedir muchas veces, obtuvo que ella le hiciera probar uno. Ya se iba cuando Delia le trajo una muestra blanca y liviana en un platito de alpaca. Mientras lo saboreaba -algo apenas amargo, con un asomo de menta y nuez moscada mezclándose raramente-, Delia tenía los ojos bajos y el aire modesto. Se negó a aceptar los elogios, no era más que un ensayo y aún estaba lejos de lo que se proponía. Pero a la visita siguiente -también de noche, ya en la sombra de la despedida junto al piano- le permitió probar otro ensayo. Había que cerrar los ojos para adivinar el sabor, y Mario obediente cerró los ojos y adivinó un sabor a mandarina, levísimo, viniendo desde lo más hondo del chocolate. Sus dientes desmenuzaban trocitos crocantes, no alcanzó a sentir su sabor y era sólo la sensación agradable de encontrar un apoyo entre esa pulpa dulce y esquiva.

Delia estaba contenta del resultado, dijo a Mario que su descripción del sabor se acercaba a lo que había esperado. Todavía faltaban ensayos, había cosas sutiles por equilibrar. Los Mañara le dijeron a Mario que Delia no había vuelto a sentarse al piano, que se pasaba las horas preparando los licores, los bombones. No lo decían con reproche, pero tampoco estaban contentos; Mario adivinó que los gastos de Delia los afligían. Entonces pidió a Delia en secreto una lista de las esencias y sustancias necesarias. Ella hizo algo que nunca antes, le pasó los brazos por el cuello y lo besó en la mejilla. Su boca olía despacito a menta. Mario cerró los ojos llevado por la necesidad de sentir el perfume y el sabor desde debajo de los párpados. Y el beso volvió, más duro y quejándose. No supo si le había devuelto el beso, tal vez se quedó quieto y pasivo, catador de Delia en la penumbra de la sala. Ella tocó el piano, como casi nunca ahora, y le pidió que volviera al otro día. Nunca habían hablado con esa voz, nunca se habían callado así. Los Mañara sospecharon algo, porque vinieron agitando los periódicos y con noticias de un aviador perdido en el Atlántico. Eran días en que muchos aviadores se quedaban a mitad del Atlántico. Alguien encendió la luz y Delia se apartó enojada del piano, a Mario le pareció un instante que su gesto ante la luz tenía algo de la fuga enceguecida del ciempiés, una loca carrera por las paredes. Abría y cerraba las manos, en el vano de la puerta, y después volvió como avergonzada, mirando de reojo a los Mañara; los miraba de reojo y se sonreía.

Sin sorpresa, casi como una confirmación, midió Mario esa noche la fragilidad de la paz de Delia, el peso persistente de la doble muerte. Rolo, vaya y pase; Héctor era ya el desborde, el trizado que desnuda un espejo. De Delia quedaban las manías delicadas, la manipulación de esencias y animales, su contacto con cosas simples y oscuras, la cercanía de las mariposas y los gatos, el aura de su respiración a medias en la muerte. Se prometió una caridad sin límites, una cura de años en habitaciones claras y parques alejados del recuerdo; tal vez sin casarse con Delia, simplemente prolongando este amor tranquilo hasta que ella no viese más una tercera muerte andando a su lado, otro novio, el que sigue para morir.

Creyó que los Mañara iban a alegrarse cuando él empezara a traerle los extractos a Delia; en cambio se enfurruñaron y se replegaron hoscos, sin comentarios, aunque terminaban transando y yéndose, sobre todo cuando venía la hora de las pruebas, siempre en la sala y casi de noche, y había que cerrar los ojos y definir -con cuántas vacilaciones a veces por la sutilidad de la materia- el sabor de un trocito de pulpa nueva, pequeño milagro en el plato de alpaca.

A cambio de esas atenciones, Mario obtenía de Delia una promesa de ir juntos al cine o pasear por Palermo. En los Mañara advertía gratitud y complicidad cada vez que venía a buscarla el sábado de tarde o la mañana del domingo. Como si prefiriesen quedarse solos en la casa para oír radio o jugar a las cartas. Pero también sospechó una repugnancia de Delia a irse de la casa cuando quedaban los viejos. Aunque no estaba triste junto a Mario, las pocas veces que salieron con los Mañara se alegró más, entonces se divertía de veras en la Exposición Rural, quería pastillas y aceptaba juguetes que a la vuelta miraba con fijeza, estudiándolos hasta cansarse. El aire puro le hacía bien, Mario le vio una tez más clara y un andar decidido. Lástima esa vuelta vespertina al laboratorio, el ensimismamiento interminable con la balanza o las tenacillas. Ahora los bombones la absorbían al punto de dejar los licores; ahora pocas veces daba a probar sus hallazgos. A los Mañara nunca; Mario sospechaba sin razones que los Mañara hubieran rehusado probar sabores nuevos; preferían los caramelos comunes y si Delia dejaba una caja sobre la mesa, sin invitarlos pero como invitándolos, ellos escogían las formas simples, las de antes, y hasta cortaban los bombones para examinar el relleno. A Mario lo divertía el sordo descontento de Delia junto al piano, su aire falsamente distraído. Guardaba para él las novedades, a último momento venía de la cocina con el platito de alpaca; una vez se hizo tarde tocando el piano y Delia dejó que la acompañara hasta la cocina para buscar unos bombones nuevos. Cuando encendió la luz, Mario vio el gato dormido en su rincón y las cucarachas que huían por las baldosas. Se acordó de la cocina de su casa, Madre Celeste desparramando polvo amarillo en los zócalos. Aquella noche los bombones tenían gusto a moka y un dejo raramente salado (en lo más lejano del sabor), como si al final del gusto se escondiera una lágrima; era idiota pensar en eso, en el resto de las lágrimas caídas la noche de Rolo en el zaguán.

-El pez de color está tan triste -dijo Delia, mostrándole el bocal con piedritas y falsas vegetaciones. Un pececillo rosa translúcido dormitaba con un acompasado movimiento de la boca. Su ojo frío miraba a Mario como una perla viva. Mario pensó en el ojo salado como una lágrima que resbalaría entre los dientes al mascarlo.

-Hay que renovarle más seguido el agua -propuso.

-Es inútil, está viejo y enfermo. Mañana se va a morir.

A él le sonó el anuncio como un retorno a lo peor, a la Delia atormentada del luto y los primeros tiempos. Todavía tan cerca de aquello, del peldaño y el muelle, con fotos de Héctor apareciendo de golpe entre los pares de medias o las enaguas de verano. Y una flor seca -del velorio de Rolo- sujeta sobre una estampa en la hoja del ropero. Antes de irse le pidió que se casara con él en el otoño. Delia no dijo nada, se puso a mirar el suelo como si buscara una hormiga en la sala. Nunca habían hablado de eso. Delia parecía querer habituarse y pensar antes de contestarle. Después lo miró brillantemente, irguiéndose de golpe. Estaba hermosa, le temblaba un poco la boca. Hizo un gesto como para abrir una puertecita en el aire, un ademán casi mágico.

-Entonces sos mi novio -dijo-. Qué distinto me parecés, qué cambiado.

Madre Celeste oyó sin hablar la noticia, puso a un lado la plancha y en todo el día no se movió de su cuarto, adonde entraban de a uno los hermanos para salir con caras largas y vasitos de Hesperidina. Mario se fue a ver fútbol y por la noche llevó rosas a Delia. Los Mañara lo esperaban en la sala, lo abrazaron y le dijeron cosas, hubo que destapar una botella de oporto y comer masas. Ahora el tratamiento era íntimo y a la vez más lejano. Perdían la simplicidad de amigos para mirarse con los ojos del pariente, del que lo sabe todo desde la primera infancia. Mario besó a Delia, besó a mamá Mañara y al abrazar fuerte a su futuro suegro hubiera querido decirle que confiaran en él, nuevo soporte del hogar, pero no le venían las palabras. Se notaba que también los Mañara hubieran querido decirle algo y no se animaban. Agitando los periódicos volvieron a su cuarto y Mario se quedó con Delia y el piano, con Delia y la llamada de amor indio.

Una o dos veces, durante esas semanas de noviazgo, estuvo a un paso de citar a papá Mañara fuera de la casa para hablarle de los anónimos. Después lo creyó inútilmente cruel porque nada podía hacerse contra esos miserables que lo hostigaban. El peor vino un sábado a mediodía en un sobre azul, Mario se quedó mirando la fotografía de Héctor en Ultima Hora y los párrafos subrayados con tinta azul. "Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo al suicidio, según declaraciones de los familiares". Pensó raramente que los familiares de Héctor no habían aparecido más por lo de Mañara. Quizá fueron alguna vez en los primeros días. Se acordaba ahora del pez de color, los Mañara habían dicho que era regalo de la madre de Héctor. Pez de color muerto el día anunciado por Delia. Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo. Quemó el sobre, el recorte, hizo un recuento de sospechosos y se propuso franquearse con Delia, salvarla en sí mismo de los hilos de baba, del rezumar intolerable de esos rumores. Alos cinco días (no había hablado con Delia ni con los Mañara), vino el segundo. En la cartulina celeste había primero una estrellita (no se sabía por qué) y después: "Yo que usted tendría cuidado con el escalón de la cancel". Del sobre salió un perfume vago a jabón de almendra. Mario pensó si la de la casa de altos usaría jabón de almendra, hasta tuvo el torpe valor de revisar la cómoda de Madre Celeste y de su hermana. También quemó este anónimo, tampoco le dijo nada a Delia. Era en diciembre, con el calor de esos diciembres del veintitantos, ahora iba después de cenar a lo de Delia y hablaban paseándose por el jardincito de atrás o dando vuelta a la manzana. Con el calor comían menos bombones, no que Delia renunciara a sus ensayos, pero traía pocas muestras a la sala, prefería guardarlos en cajas antiguas, protegidos en moldecitos, con un fino césped de papel verde claro por encima. Mario la notó inquieta, como alerta. A veces miraba hacia atrás en las esquinas, y la noche que hizo un gesto de rechazo al llegar al buzón de Medrano y Rivadavia, Mario comprendió que también a ella la estaban torturando desde lejos; que compartían sin decirlo un mismo hostigamiento.

Se encontró con papá Mañara en el Munich de Cangallo y Pueyrredón, lo colmó de cerveza y papas fritas sin arrancarlo de una vigilante modorra, como si desconfiara de la cita. Mario le dijo riendo que no iba a pedirle plata, sin rodeos le habló de los anónimos, la nerviosidad de Delia, el buzón de Medrano y Rivadavia.

-Ya sé que apenas nos casemos se acabarán estas infamias. Pero necesito que ustedes me ayuden, que la protejan. Una cosa así puede hacerle daño. Es tan delicada, tan sensible.

-Vos querés decir que se puede volver loca, ¿no es cierto?

-Bueno, no es eso. Pero si recibe anónimos como yo y se los calla, y eso se va juntando...

-Vos no la conocés a Delia. Los anónimos se los pasa... quiero decir que no le hacen mella. Es más dura de lo que te pensás.

-Pero mire que está como sobresaltada, que algo la trabaja -atinó a decir indefenso Mario.

-No es por eso, sabés -bebía su cerveza como para que le tapara la voz-. Antes fue igual, yo la conozco bien.

-¿Antes de qué?

-Antes de que se le murieran, zonzo. Pagá que estoy apurado.

Quiso protestar, pero papá Mañara estaba ya andando hacia la puerta. Le hizo un gesto vago de despedida y se fue para el Once con la cabeza gacha. Mario no se animó a seguirlo, ni siquiera pensar mucho lo que acababa de oír. Ahora estaba otra vez solo como al principio, frente a Madre Celeste, la de la casa de altos y los Mañara. Hasta los Mañara.

Delia sospechaba algo porque lo recibió distinta, casi parlanchina y sonsacadora. Tal vez los Mañara habían hablado del encuentro en el Munich. Mario esperó que tocara el tema para ayudarla a salir de ese silencio, pero ella prefería Rose Marie y un poco de Schumann, los tangos de Pacho con un compás cortado y entrador, hasta que los Mañara llegaron con galletitas y málaga y encendieron todas las luces. Se habló de Pola Negri, de un crimen en Liniers, del eclipse parcial y la descompostura del gato. Delia creía que el gato estaba empachado de pelos y apoyaba un tratamiento de aceite de castor. Los Mañara le daban la razón sin opinar, pero no parecían convencidos. Se acordaron de un veterinario amigo, de unas hojas amargas. Optaban por dejarlo solo en el jardincito, que él mismo eligiera los pastos curativos. Pero Delia dijo que el gato se moriría; tal vez el aceite le prolongara la vida un poco más. Oyeron a un diariero en la esquina y los Mañara corrieron juntos a comprar Ultima Hora. A una muda consulta de Delia fue Mario a apagar las luces de la sala. Quedó la lámpara en la mesa del rincón, manchando de amarillo viejo la carpeta de bordados futuristas. En torno del piano había una luz velada. Mario preguntó por la ropa de Delia, si trabajaba en su ajuar, si marzo era mejor que mayo para el casamiento. Esperaba un instante de valor para mencionar los anónimos, un resto de miedo a equivocarse lo detenía cada vez. Delia estaba junto a él en el sofá verde oscuro, su ropa celeste la recortaba débilmente en la penumbra. Una vez que quiso besarla, la sintió contraerse poco a poco.

-Mamá va a volver a despedirse. Esperá que se vayan a la cama...

Afuera se oía a los Mañara, el crujir del diario, su diálogo continuo. No tenían sueño esa noche, las once y media y seguían charlando. Delia volvió al piano, como obstinándose tocaba largos valses criollos con da capo al fine una vez y otra, escalas y adornos un poco cursis, pero que a Mario le encantaban, y siguió en el piano hasta que los Mañara vinieron a decirles buenas noches, y que no se quedaran mucho rato, ahora que él era de la familia tenía que velar más que nunca por Delia y cuidar que no trasnochara. Cuando se fueron, como a disgusto, pero rendidos de sueño, el calor entraba a bocanadas por la puerta del zaguán y la ventana de la sala. Mario quiso un vaso de agua fresca y fue a la cocina, aunque Delia quería servírselo y se molestó un poco. Cuando estuvo de vuelta vio a Delia en la ventana, mirando la calle vacía por donde antes en noches iguales se iban Rolo y Héctor. Algo de luna se acostaba ya en el piso cerca de Delia, en el plato de alpaca que Delia guardaba en la mano como otra pequeña luna. No había querido pedirle a Mario que probara delante de los Mañara, él tenía que comprender cómo la cansaban los reproches de los Mañara, siempre encontraban que era abusar de la bondad de Mario pedirle que probara los nuevos bombones -claro que si no tenía ganas, pero nadie le merecía más confianza, los Mañara eran incapaces de apreciar un sabor distinto-. Le ofrecía el bombón como suplicando, pero Mario comprendió el deseo que poblaba su voz, ahora lo abarcaba con una claridad que no venía de la luna, ni siquiera de Delia. Puso el vaso de agua sobre el piano (no había bebido en la cocina) y sostuvo con dos dedos el bombón, con Delia a su lado esperando el veredicto, anhelosa la respiración, como si todo dependiera de eso, sin hablar pero urgiéndolo con el gesto, los ojos crecidos -o era la sombra de la sala-, oscilando apenas el cuerpo al jadear, porque ahora era casi un jadeo cuando Mario acercó el bombón a la boca, iba a morder, bajaba la mano y Delia gemía como si en medio de un placer infinito se sintiera de pronto frustrada. Con la mano libre apretó apenas los flancos del bombón, pero no lo miraba, tenía los ojos en Delia y la cara de yeso, un pierrot repugnante en la penumbra. Los dedos se separaban, dividiendo el bombón. La luna cayó de plano en la masa blanquecina de la cucaracha, el cuerpo desnudo de su revestimiento coriáceo, y alrededor, mezclados con la menta y el mazapán, los trocitos de patas y alas, el polvillo del caparacho triturado. Cuando le tiró los pedazos a la cara, Delia se tapó los ojos y empezó a sollozar, jadeando en un hipo que la ahogaba, cada vez más agudo el llanto, como la noche de Rolo; entonces los dedos de Mario se cerraron en su garganta como para protegerla de ese horror que le subía del pecho, un borborigmo de lloro y quejido, con risas quebradas por retorcimientos, pero él quería solamente que se callara y apretaba para que solamente se callara; la de la casa de altos estaría ya escuchando con miedo y delicia, de modo que había que callarla a toda costa. A su espalda, desde la cocina donde había encontrado al gato con las astillas clavadas en los ojos, todavía arrastrándose para morir dentro de la casa, oía la respiración de los Mañara levantados, escondiéndose en el comedor para espiarlos, estaba seguro de que los Mañara habían oído y estaban ahí contra la puerta, en la sombra del comedor, oyendo cómo él hacía callar a Delia. Aflojó el apretón y la dejó resbalar hasta el sofá, convulsa y negra, pero viva. Oía jadear a los Mañara, le dieron lástima por tantas cosas, por Delia misma, por dejársela otra vez y viva. Igual que Héctor y Rolo, se iba y se las dejaba. Tuvo mucha lástima de los Mañara, que habían estado ahí agazapados y esperando que él -por fin alguno- hiciera callar a Delia que lloraba, hiciera cesar por fin el llanto de Delia.

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sábado, marzo 29, 2008

Muestran al 'otro' Julio Cortázar

Thursday, 13 de March de 2008

Recuerda Aurora Bernárdez, viuda del literato argentino, los hábitos y costumbres de su esposo
MARCELA FÉLIX
AGENCIA REFORMA
GUADALAJARA, JALISCO

Julio Cortázar, Rayuela

Como una presencia constante que se revela no sólo en su obra, sino en el pensamiento de sus lectores, es como Aurora Bernárdez, viuda de Julio Cortázar, percibe al autor a más de 20 años de su muerte.

Una charla con Julio Ortega, escritor y profundo conocedor de la vida y obra del literato argentino, sirvió de íntima plataforma para que unos 80 admiradores del autor de Rayuela descubrieran el viernes al escritor detrás de sus palabras.

A petición de Bernárdez, a quien Ortega calificó como una viuda muy modesta, su visita a Guadalajara no fue una conferencia magistral como suelen ofrecerlas los invitados a la Cátedra Cortázar.

La primera esposa y albacea de su obra expresó con los ojos y contó con el verbo espontáneo, sin escatimar un solo detalle que acompañara sus recuerdos, cómo es que a partir de su oficio heredado, de organizar los textos, recordó el proceso de creación, espontáneo y secreto del escritor.

"Yo nunca tenía la impresión de que estaba escribiendo un libro, anotaba cosas...era vivir como todos los días y tomar notas, escribir tres páginas que nunca mostraba, Julio nunca mostraba sus proyectos. Decía: 'se me ha ocurrido una idea', pero no decía cuál era", recordó Bernárdez.

Y así, la traductora radicada en París, a raíz de un viaje que hizo junto a Cortázar y del que nunca volvió, compartió sus apuros por conseguir trabajos para financiar sus paseos en pareja, las necesidades del autor, sus obsesiones y su costumbre por crear historias a partir de los "disparates" que decía ella o cualquiera que se los contara. Recordó también el gusto de su esposo por la trompeta y sus intentos por tocarla; su atractivo con sus lectoras femeninas, su respeto por los sueños que muchas veces se convirtieron en obras, como La Casa Tomada y El Examen, esta última nacida a partir de un sueño de Aurora.

Durante su intervención Ortega recordó la "distancia deportiva y juguetona" que Cortázar mantenía con los textos de su autoría, y que lo hacía un escritor inédito de situaciones excepcionales, que llegaban inevitablemente a las páginas.

"La parte visible de la obra es la que conocemos, pero no es el proceso, la gestación, la exploración, la apuesta, el riesgo, que solamente se puede ver en los manuscritos", añadió Ortega.

Esos textos, Bernárdez los compartirá con el público en próximas publicaciones, con la ayuda del filólogo Carlos Álvarez, junto con sus obras completas, la extensa correspondencia que el autor tuvo con personalidades e instituciones, entrevistas, textos dispersos, proyectos de cuentos y artículos que se han publicado en diferentes periódicos del mundo.



Al término de la charla, se proyectó un video del portal YouTube en el que se vio a Cortázar, Octavio Paz y la propia Aurora bailando, en una fiesta en el traspatio de la Embajada de México en la India.

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lunes, marzo 17, 2008

Cortázar monumental

La edición española, dirigida por Saúl Yurkievich, amigo y albacea, constará de nueve tomos de mil páginas cada uno. Los dos primeros volúmenes saldrán en noviembre e incluirán sus poemas y cuentos.

FUENTE: PAGINA 12



Falta más de un año para que la efeméride (noventa años de su nacimiento y veinte años de su muerte) justifique el despliegue, pero el prestigio de Julio Cortázar en Europa consigue que se adelanten los homenajes, los seminarios y las reediciones relacionadas con su figura. Habrá, por ejemplo, una Expo Cortázar itinerante que recorrerá el mundo. Pero antes se concretará lo que, seguramente, más disfrutaría el autor de Rayuela: la edición de sus obras completas, un proyecto editorial monitoreado desde España, que prevé publicar a partir de noviembre próximo, en nueve tomos, un total de nueve mil páginas. La iniciativa para ofrecer al lector un conocimiento pleno de Cortázar será desarrollado por el Círculo de Lectores-Galaxia Gutenberg y cerrará la celebración de sus 40 años de implantación en España.
La obra de Cortázar será editada en nueve tomos de más de mil páginas cada uno y la edición estará dirigida por el ensayista y poeta argentino Saúl Yurkievich, amigo personal y albacea de Cortázar y experto en la obra del autor argentino, nacido en Bélgica y ciudadano parisino. En noviembre saldrán los dos primeros volúmenes, el de poesía y el de cuentos. El propósito de la editorial es ir sacando luego dos tomos por año.
El propio Yurkievich recordó que es la primera vez que se publican las obras completas de Cortázar, un escritor ?dijo? dotado de ?una franca e impresionante vocación literaria, y que hizo de la literatura el eje de su vida durante mucho tiempo?. Hasta el momento se habían editado antologías varias, que reunían sus cuentos o su obra crítica, pero nunca se había encarado un proyecto de tanta magnitud.
Las Obras Completas nacen con la intención de ?ser definitivas?, incluirán numerosos inéditos y todo el material disperso que se conoce del escritor, según Yurkievich. Además de los volúmenes citados, en el tercero figurará el teatro y las novelas anteriores a Rayuela. El cuarto estará dedicado a las novelas de madurez; el quinto incluirá su Prosa varia; el sexto, la obra crítica; el séptimo y el octavo la correspondencia, y el noveno las principales entrevistas publicadas en distintos medios.
En su testamento, Cortázar le confió a Yurkievich y a su segunda esposa, Gladys, su obra inédita, para que la editaran o la destruyeran, si así lo veían necesario. Pero ellos fueron publicando el teatro, las dos primeras novelas (El examen y Divertimento) y ensayos. El resto será incluido en las Obras Completas.
También manejó Yurkievich un gran número de manuscritos y su ingente correspondencia, ésa en la que el autor de Las armas secretas ?se explayaba a sus anchas y contaba todo: lo que estaba haciendo, lo que pensaba, sus proyectos... Las cartas son su verdadera biografía?, añade el albacea. La intención de los editores es que sean las obras definitivas, pero ?siempre quedarán textos sueltos?, advierte el director, ya que hay algunos que no se podrán conseguir, como su correspondencia con Carlos Fuentes. Esas cartas están en la Universidad de Princeton y sólo se podrá acceder a ellas dentro de 50 años.
Si se le pregunta a Yurkievich cómo era Cortázar, no duda al responder que, ?fundamentalmente, era un hombre de letras. Su mayor aspiración era cambiar la vida y dominarla a través de la literatura; en el campo literario veía posible llegar a la manifestación más intensa, más íntima y más poderosa de lo humano. También quiso cambiar el mundo, y en un momento dado descubre la revolución, descubre la solidaridad?, dice Yurkievich al referirse a la militancia política de Cortázar, que comenzó ?cuando ya había escrito la mayor parte de su obra?. Para el director de las Obras Completas es tan importante la faceta cuentística como la novelística. ?El estaba muy orgulloso de sus cuentos? y de hecho ?añade Yurkievich? ?es realmente difícil encontrar en la literatura española un corpus de más de cien cuentos de esa calidad?.
La obra novelística ?es más osada, porque hay una gran capacidad de innovación en ella. Los cuentos le salían solos y le salían redondos; sus novelas son lo contrario de lo redondo, tienen una forma estallada, en el sentido de que son fragmentadas, intermitentes?, asegura Yurkievich. Yurkievich considera además que la publicación de Rayuela, la novela cumbre de Cortázar, ?supuso una revolución literaria?, hasta el punto de que en la historia de la novela hispanoamericana ?hay un antes y un después? de este libro. En la edición de las Obras Completas de Cortázar participarán expertos en su legado literario, a manera de prologuistas, como Rosalba Campra, Jaime Alazraki, Steven Boldy, Saúl Sosnowski, Alberto Manguel, Alicia Borinsky o Tomás Eloy Martínez.

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viernes, febrero 29, 2008

Hace 45 años los lectores descubrían Rayuela


Lunes 18 de febrero de 2008 - lanacion.com

El 18 de enero de 1963 se publicó Rayuela , novela -o antinovela- de Julio Cortázar. "¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua." Así comienza, en su versión convencional, o sea a partir del capítulo 1, uno de los escritos más influyentes del llamado boom de la literatura latinoamericana. Según se anuncia en el Tablero de Dirección con que abre el volumen: "A su manera este libro es muchos libros, pero sobre todo es dos libros". Allí, además de aclararle al lector que puede leerse de forma convencional, también se informa que existe otro orden, que lo lleva, por ejemplo, de los capítulos centrales a los primeros, luego al final y así. La historia principal está basada en un grupo de intelectuales y buscavidas sudamericanos en París en la década del 50, aunque hay continuos datos, aparentemente inconexos, que ayudan a darle a la narración una visión caleidoscópica. Toques existencialistas, humor, desenfado, Cortázar consiguió con este escrito un nombre propio en las letras contemporáneas. Traducido a doce idiomas, hay quienes han querido ver en esta obra lo mismo que significó el Ulises , de James Joyce, una verdadera revolución dentro la literatura española.



Luis Ini

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martes, febrero 05, 2008

Cuando los textos generan polémica o sorprenden

Ha sucedido muchas veces que, muerto el escritor, sus descendientes o albaceas publiquen manuscritos que el desaparecido no los dio a conocer en libro o revistas mientras vivía. En este texto, Carlos Sforza expone su punto de vista sobre esta cuestión a propósito de la edición de Caminos y cantos juveniles, de Julio Manuel Bielinis.

A raíz de un cuento inédito de Julio Cortázar publicado en la Revista Ñ (Nº 215), se desató una polémica por una nota que en su columna, en la misma revista, escribió Rosa Montero bajo el título Malditos sean los inéditos. En ella critica la publicación del cuento mencionado y dice que Cortázar ?sigue siendo inmenso como cuentista, y no merece que se publique este relato tedioso y obviamente innecesario?.
En el número siguiente de la misma revista, en la sección Cartas, dos lectores salen en defensa de Cortázar y atacan directamente a la escritora española.

Primavera, Sandro Botticelli

Es sabido que F. Kafka ordenó a su amigo y albacea que destruyera los manuscritos y éste no atendió esa orden cuando murió el autor de El Castillo, sino que gracias a esa desobediencia, salvó al publicarla, la obra de uno de los grandes narradores. La Montero afirma que el caso del autor de La Metamorfosis debe dejarse de lado ?(...) porque Kafka era una singularidad literaria, un formidable neurótico? (sic).
Pienso que resulta difícil, ante una obra como el cuento Ciao, Verona de Cortázar (que es el inédito que motivó la polémica), defender o atacar su publicación cuando el autor ha muerto y no lo ha publicado.
Es evidente que todos quienes somos escritores, de mayor o menor fuste o calidad, tenemos manuscritos inéditos. Y en mi caso particular, tengo una primera novela que no publiqué ni pienso publicar ni deseo que cuando desaparezca, se publique. Es un primer ensayo de novela, que recibió el visto bueno del amigo Martín del Pospós, definiéndola precisamente como un buen ensayo de novela. Lo que siempre le agradecí.
Hay escritores, por otra parte, que recuperan manuscritos de su juventud, a veces primeros trabajos que no se han publicado puesto que otros, posteriores, han requerido convertirse en libros porque la labor creadora se ha afirmado, se ha purificado el estilo, y rescatan esos manuscritos como una forma de que no se pierdan.

CANTOS JUVENILES. El escritor Julio Manuel Bielinis que nació en San Salvador (Entre Ríos) y desde niño reside en Villaguay, acaba de publicar Caminos y cantos juveniles (Ediciones Mis Escritos, Lanús ?Buenos Aires?, 2007, 104 págs.). Y todo el introito a esta nota se justifica porque estos poemas de Bielinis como lo expresa desde el título, son de su juventud. Anteriormente publicó La Palabra Unitiva (1994), Morada transitoria (2001), Intervalos de sombra (2004) y Matices de olvido (2006).
El autor en el prólogo de este nuevo libro da una explicación de por qué lo publica. Dice: ?Cuando edité mi primer libro ?La Palabra Unitiva? en 1994, expresé en esa oportunidad que había realizado una selección de mis trabajos, por diversos motivos, uno de ellos la brevedad y otro la preferencia de piezas, por entender que era lo más logrado de mi quehacer literario. Ahora, pasados ya varios años de aquel evento tan agradable para mí, y habiendo escrito otros libros cuya valoración dejo a criterio de los lectores, me puse a revisar una carpeta de hojas amarillentas, como si el otoño hubiera anclado en ellas, habiendo observado que muchísimas poesías correrían el riesgo de perderse, si yo no me animaba a publicarlas. Es por eso que este volumen viene a ser la continuación de mi primer libro, todas composiciones de mi época de juventud, de ahí el título del mismo (...)?.
Evidentemente el poeta, al recorrer esas primeras poesías, encontró muchos ecos que lo movieron a revisarlas y publicarlas. En el libro se nota en algunos versos, que son creaciones de una juventud que trata de expresarse a través del poema, con la impronta de los años que tenía al escribirlos, y donde se entrecruzan las poesías libres con los metros clásicos, especialmente con el soneto.
En los primeros es, creo, donde más se hace patente esa búsqueda de una forma, a través del verso libre que se expandió durante el siglo pasado. Bielinis en los sonetos demuestra un conocimiento de esta forma clásica, a la que le pone su sello a través de los temas, que no son sino emociones, sentimientos, creencias, apetencias.

RECUPERACIÓN. El poeta, con esta entrega ha querido recuperar esas poesías que como lo dice expresamente ?correrían el riesgo de perderse?. Y él no ha querido que ello suceda. Y edita el volumen como un tributo a su esposa Ofelia, que es en gran parte destinataria de estos versos de juventud.
En el final del libro, Bielinis realiza traducciones de Oda Maecenas Atravis y Oda XII del libro I del poeta latino Horacio. Y como cursó latín y griego en el Seminario Arquidiocesano de Paraná, y no perdió estos estudios, realiza una labor poética de traducción digna de aplauso. Porque no es fácil vertir al español las obras de los poetas latinos como lo hace Bielinis en su libro. Quizá fuera un ejercicio de su juventud tras las huellas de la esquiva poesía, pero que le ha servido para ceñir la forma, buscar la palabra fundante y encontrar la senda en su discurso poético que desde estos primeros poemas juveniles, ha ido ascendiendo en sus posteriores creaciones (aunque publicadas antes que este volumen).
Un gusto, un deseo del poeta que no ha esperado que sus descendientes lo publiquen o no. Él, en plena lucidez y actividad creadora, lo ha hecho.

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sábado, enero 26, 2008

Todos los fuegos el fuego

Por Julio Cortázar

Todos los fuegos el fuego

Así será algún día su estatua, piensa irónicamente el procónsul mientras alza el brazo, lo fija en el gesto del saludo, se deja petrificar por la ovación de un público que dos horas de circo y de calor no han fatigado. Es el momento de la sorpresa prometida; el procónsul baja el brazo, mira a su mujer que le devuelve la sonrisa inexpresiva de las fiestas. Irene no sabe lo que va a seguir y a la vez es como si lo supiera, hasta lo inesperado acaba en costumbre cuando se ha aprendido a soportar, con la indiferencia que detesta el procónsul, los caprichos del amo. Sin volverse siquiera hacia la arena prevé una suerte ya echada, una sucesión cruel y monótona. Licas, el viñatero, y su mujer Urania son los primeros en gritar un nombre que la muchedumbre recoge y repite: "Te reservaba esta sorpresa", dice el procónsul. "Me han asegurado que aprecias el estilo de ese gladiador". Centinela de su sonrisa, Irene inclina la cabeza para agradecer. "Puesto que nos haces el honor de acompañarnos aunque te hastían los juegos", agrega el procónsul, "es justo que procure ofrecerte lo que más te agrada". "¡Eres la sal del mundo!", grita Licas. "¡Haces bajar la sombra misma de Marte a nuestra pobre arena de provincia!" "No has visto más que la mitad", dice el procónsul, mojándose los labios en una copa de vino y ofreciéndola a su mujer. Irene bebe un largo sorbo, que parece llevarse con su leve perfume el olor espeso y persistente de la sangre y el estiércol. En un brusco silencio de expectativa que lo recorta con una precisión implacable, Marco avanza hacia el centro de la arena; su corta espada brilla al sol, allí donde el viejo velario deja pasar un rayo oblicuo, y el escudo de bronce cuelga negligente de la mano izquierda. "¿No irás a enfrentarlo con el vencedor de Smirnio?", pregunta excitadamente Licas. "Mejor que eso", dice el procónsul. "Quisiera que tu provincia me recuerde por estos juegos, y que mi mujer deje por una vez de aburrirse". Urania y Licas aplauden esperando la respuesta de Irene, pero ella devuelve en silencio la copa al esclavo, ajena al clamoreo que saluda la llegada del segundo gladiador. Inmóvil, Marco parece también indiferente a la ovación que recibe su adversario; con la punta de la espada toca ligeramente sus grebas doradas.


"Hola", dice Roland Renoir, eligiendo un cigarrillo como una continuación ineludible del gesto de descolgar el receptor. En la línea hay una crepitación de comunicaciones mezcladas, alguien que dicta cifras, de golpe un silencio todavía más oscuro en esa oscuridad que el teléfono vuelca en el ojo del oído. "Hola", repite Roland, apoyando el cigarrillo en el borde del cenicero y buscando los fósforos en el bolsillo de la bata. "Soy yo", dice la voz de Jeanne. Roland entorna los ojos, fatigado, y se estira en una posición más cómoda. "Soy yo", repite inútilmente Jeanne. Como Roland no contesta, agrega: "Sonia acaba de irse".


Su obligación es mirar el palco imperial, hacer e saludo de siempre. Sabe que debe hacerlo y que verá a la mujer del procónsul y al procónsul, y que quizá la mujer le sonreirá como en los últimos juegos. No necesita pensar, no sabe casi pensar, pero el instinto le dice que esa arena es mala, el enorme ojo de bronce donde los rastrillos y las hojas de palma han dibujado los curvos senderos ensombrecidos por algún rastro de las luchas precedentes. Esa noche ha soñado con un pez, ha soñado con un camino solitario entre columnas rotas; mientras se armaba, alguien ha murmurado que el procónsul no le pagará con monedas de oro. Marco no se ha molestado en preguntar, y el otro se ha echado a reír malvadamente antes de alejarse sin darle la espalda; un tercero, después, le ha dicho que es un hermano del gladiador muerto por él en Massilia, pero ya lo empujaban hacia la galería, hacia los clamores de fuera. El calor es insoportable, le pesa el yelmo que devuelve los rayos del sol contra el velario y las gradas. Un pez, columnas rotas; sueños sin un sentido claro, con pozos de olvido en los momentos en que hubiera podido entender. Y el que lo armaba ha dicho que el procónsul no le pagará con monedas de oro; quizá la mujer del procónsul no le sonría esta tarde. Los clamores le dejan indiferente porque ahora están aplaudiendo al otro, lo aplauden menos que a él un momento antes, pero entre los aplausos se filtran gritos de asombro, y Marco levanta la cabeza, mira hacia el palco donde Irene se ha vuelto para hablar con Urania, donde el procónsul negligentemente hace una seña, y todo su cuerpo se contrae y su mano se aprieta en el puño de la espada. Le ha bastado volver los ojos hacia la galería opuesta; no es por allí que asoma su rival, se han alzado crujiendo las rejas del oscuro pasaje por donde se hace salir a las fieras, y Marco ve dibujarse la gigantesca silueta del reciario nubio, hasta entonces invisible contra el fondo de piedra mohosa; ahora sí, más acá de toda razón, sabe que el procónsul no le pagará con monedas de oro, adivina el sentido del pez y las columnas rotas. Y a la vez poco le importa lo que va a suceder entre el reciario y él, eso es el oficio y los hados, pero su cuerpo sigue contraído como si tuviera miedo, algo en su carne se pregunta por qué el reciario ha salido por la galería de las fieras, y también se lo pregunta entre ovaciones el público, y Licas lo pregunta al procónsul que sonríe para apoyar sin palabras la sorpresa, y Licas protesta riendo y se cree obligado a apostar a favor de Marco; antes de oír las palabras que seguirán, Irene sabe que el procónsul doblará la apuesta a favor del nubio, y que después la mirará amablemente y ordenará que le sirvan vino helado. Y ella beberá el vino y comentará con Urania la estatura y la ferocidad del reciario nubio; cada movimiento está previsto aunque se lo ignore en sí mismo, aunque puedan faltar la copa de vino o el gesto de la boca de Urania mientras admira el torso del gigante. Entonces Licas, experto en incontables fastos de circo, les hará notar que el yelmo del nubio ha rozado las púas de la reja de las fieras, alzadas a dos metros del suelo, y alabará la soltura con que ordena sobre el brazo izquierdo las escamas de la red. Como siempre, como desde una ya lejana noche nupcial, Irene se repliega al límite más hondo de sí misma mientras por fuera condesciende y sonríe y hasta goza; en esa profundidad libre y estéril siente el signo de muerte que el procónsul ha disimulado en una alegre sorpresa pública, el signo que sólo ella y quizá Marco pueden comprender, pero Marco no comprenderá, torvo y silencioso y máquina, y su cuerpo que ella ha deseado en otra tarde de circo (y eso lo ha adivinado el procónsul, sin necesidad de sus magos lo ha adivinado como siempre, desde el primer instante) va a pagar el precio de la mera imaginación, de una doble mirada inútil sobre el cadáver, de un tracio diestramente muerto de un tajo en la garganta.


Antes de marcar el número de Roland, la mano de Jeanne ha andado por las páginas de una revista de modas, un tubo de pastillas calmantes, el lomo del gato ovillado en el sofá. Después la voz de Roland ha dicho: "Hola", su voz un poco adormilada y bruscamente Jeanne ha tenido una sensación de ridículo, de que va a decirle a Roland eso que exactamente la incorporará a la galería de las plañideras telefónicas con el único, irónico espectador fumando en un silencio condescendiente: "Soy yo", dice Jeanne, pero se lo ha dicho más a ella misma que a ese silencio opuesto en el que bailan, como en un telón de fondo, algunas chispas de sonido. Mira su mano, que ha acariciado distraídamente al gato antes de marcar las cifras (¿y no se oyen otras cifras en el teléfono, no hay una voz distante que dicta números a alguien que no habla, que sólo está allí para copiar obediente?), negándose a creer que la mano que ha alzado y vuelto a dejar el tubo de pastillas es su mano, que la voz que acaba de repetir: "Soy yo", es su voz, al borde del límite. Por dignidad, callar, lentamente devolver al receptor a su horquilla, quedarse limpiamente sola. "Sonia acaba de irse", dice Jeanne, y el límite está franqueado, el ridículo empieza, el pequeño infierno confortable.


"Ah", dice Roland frotando un fósforo. Jeanne oye distintamente el frote, es como si viera el rostro de Roland mientras aspira el humo, echándose un poco atrás con los ojos entornados. Un río de escamas brillantes parece saltar de las manos del gigante negro y Marco tiene el tiempo preciso para hurtar el cuerpo a la red. Otras veces -el procónsul lo sabe, y vuelve la cabeza para que solamente Irene lo vea sonreír- ha aprovechado de ese mínimo instante que es el punto débil de todo reciario para bloquear con el escudo la amenaza del largo tridente y tirarse a fondo, con un movimiento fulgurante, hacia el pecho descubierto. Pero Marco se mantiene fuera de distancia, encorvadas las piernas como a punto de saltar, mientras el nubio recoge velozmente la red y prepara el nuevo ataque. "Está perdido", piensa Irene sin mirar al procónsul que elige unos dulces de la baraja que le ofrece Urania. "No es el que era", piensa Licas lamentando su apuesta. Marco se ha encorvado un poco, siguiendo el movimiento giratorio del nubio; es el único que aún no sabe lo que todos presienten, es apenas algo que agazapado espera otra ocasión, con el vago desconcierto de no haber hecho lo que la ciencia le mandaba. Necesitaría más tiempo, las horas tabernarias que siguen a los triunfos, para entender quizá la razón de que el procónsul no vaya a pagarle con monedas de oro. Hosco, espera otro momento propicio; acaso al final, con un pie sobre el cadáver del reciario, pueda encontrar otra vez la sonrisa de la mujer del procónsul; pero eso no lo está pensando él, y quien lo piensa no cree ya que el pie de Marco se hinque en el pecho de un nubio degollado.

"Decídete", dice Roland, "a menos que quieras tenerme toda la tarde escuchando a ese tipo que le dicta números a no sé quién. ¿Lo oyes?" "Sí", dice Jeanne, "se lo oye como desde muy lejos. Trescientos cincuenta y cuatro, doscientos cuarenta y dos". Por un momento no hay más que la voz distante y monótona. "En todo caso", dice Roland, "está utilizando el teléfono para algo práctico". La respuesta podría ser la previsible, la primera queja, pero Jeanne calla todavía unos segundos y repite: "Sonia acaba de irse". Vacila antes de agregar: "Probablemente estará llegando a tu casa". A Roland le sorprendería eso, Sonia no tiene por qué ir a su casa. "No mientas", dice Jeanne, y el gato huye de su mano, la mira ofendido. "No era una mentira", dice Roland. "Me refería a la hora, no al hecho de venir o no venir. Sonia sabe que me molestan las visitas y las llamadas a esta hora". Ochocientos cinco, dicta desde lejos la voz, cuatrocientos dieciséis. Treinta y dos. Jeanne ha cerrado los ojos, esperando la primera pausa en esa voz anónima para decir lo único que queda por decir. Si Roland corta la comunicación le restará todavía esa voz en el fondo de la línea, podrá conservar el receptor en el oído, resbalando más y más en el sofá, acariciando el gato que ha vuelto a tenderse contra ella, jugando con el tubo de pastillas, escuchando las cifras, hasta que también la otra voz se canse y ya no quede nada, absolutamente nada como no sea el receptor que empezará a pesar espantosamente entre sus dedos, una cosa muerta que habrá que rechazar sin mirarla. Ciento cuarenta y cinco, dice la voz. Y todavía más lejos, como un diminuto dibujo a lápiz, alguien que podría ser una mujer tímida pregunta entre dos chasquidos: "¿La estación del Norte?"


Por segunda vez alcanza a zafarse de la red, pero ha medido mal el salto hacia atrás y resbala en una mancha húmeda de la arena. Con un esfuerzo que levanta en vilo al público, Marco rechaza la red con un molinete de la espada mientras tiende el brazo izquierdo y recibe en el escudo el golpe resonante del tridente. El procónsul desdeña los excitados comentarios de Licas y vuelve la cabeza hacia Irene que no se ha movido. "Ahora o nunca", dice el procónsul. "Nunca", contesta Irene. "No es el que era", repite Licas, "y le va a costar caro, el nubio no le dará otra oportunidad, basta mirarlo". A distancia, casi inmóvil, Marco parece haberse dado cuenta del error; con el escudo en alto mira fijamente la red ya recogida, el tridente que oscila hipnóticamente a dos metros de sus ojos. "Tienes razón, no es el mismo", dice el procónsul. "¿Habías apostado por él, Irene?" Agazapado, pronto a saltar, Marco siente en la piel, en lo hondo del estómago, que la muchedumbre lo abandona. Si tuviera un momento de calma podría romper el nudo que lo paraliza, la cadena invisible que empieza muy atrás pero sin que él pueda saber dónde, y que en algún momento es la solicitud del procónsul, la promesa de una paga extraordinaria y también un sueño donde hay un pez y sentirse ahora, cuando ya no hay tiempo para nada, la imagen misma del sueño frente a la red que baila ante los ojos y parece atrapar cada rayo de sol que se filtra por las desgarraduras del velario. Todo es cadena, trampa; enderezándose con una violencia amenazante que el público aplaude mientras el reciario retrocede un paso por primera vez, Marco elige el único camino, la confusión y el sudor y el olor a sangre, la muerte frente a él que hay que aplastar; alguien lo piensa por él detrás de la máscara sonriente, alguien que lo ha deseado por sobre el cuerpo de un tracio agonizante. "El veneno", se dice Irene, "alguna vez encontraré el veneno, pero ahora acéptale la copa de vino, sé la más fuerte, espera tu hora". La pausa parece prolongarse como se prolonga la insidiosa galería negra donde vuelve intermitente la voz lejana que repite cifras. Jeanne a creído siempre que los mensajes que verdaderamente cuentan están en algún momento más acá de toda palabra; quizá esas cifras digan más, sean más que cualquier discurso para el que las está escuchando atentamente, como para ella el perfume de Sonia, el roce de la palma de su mano en el hombro antes de marcharse han sido tanto más que las palabras de Sonia. Pero era natural que Sonia no se conformara con un mensaje cifrado, que quisiera decirlo con todas las letras, saboreándolo hasta lo último. "Comprendo que para ti será muy duro", a repetido Sonia, "pero detesto el disimulo y prefiero decirte la verdad". Quinientos cuarenta y seis, seiscientos sesenta y dos, doscientos ochenta y nueve. "No me importa si va a tu casa o no", dice Jeanne, "ahora ya no me importa nada". En vez de otra cifra hay un largo silencio. "¿Estás ahí?", pregunta Jeanne. "Sí", dice Roland dejando la colilla en el cenicero y buscando sin apuro el vaso de coñac. "Lo que no puedo entender...", empieza Jeanne. "Por favor", dice Roland, "en estos casos nadie entiende gran cosa, querida, y además no se gana nada con entender. Lamento que Sonia se haya precipitado, no era ella a quien le tocaba decírtelo. Maldito sea, ¿no va a terminar nunca con esos números?" La voz menuda, que hace pensar en un mundo de hormigas, continúa su dictado minucioso por debajo de un silencio más cercano y más espeso. "Pero tú", dice absurdamente Jeanne, "entonces, tú..."


Roland bebe un trago de coñac. Siempre le ha gustado escoger sus palabras, evitar los diálogos superfluos. Jeanne repetirá dos, tres veces cada frase, acentuándolas de una manera diferente; que hable, que repita mientras él prepara el mínimo de respuestas sensatas que pongan orden en ese arrebato lamentable. Respirando con fuerza se endereza después de una finta y un avance lateral; algo le dice que esta vez el nubio va a cambiar el orden del ataque, que el tridente se adelantará al tiro de la red. "Fíjate bien", explica Licas a su mujer, "se lo he visto hacer en Apta Iulia, siempre los desconcierta". Mal defendido, desafiando el riesgo de entrar en el campo de la red, Marco se tira hacia delante y sólo entonces alza el escudo para protegerse del río brillante que escapa como un rayo de la mano del nubio. Ataja el borde de la red pero el tridente golpea hacia abajo y la sangre salta del muslo de Marco, mientras la espada demasiado corta resuena inútilmente contra el asta. "Te lo había dicho", grita Licas. El procónsul mira atentamente el muslo lacerado, la sangre que se pierde en la greba dorada; piensa casi con lástima que a Irene le hubiera gustado acariciar ese muslo, buscar su presión y su calor, gimiendo como sabe gemir cuando él la estrecha para hacerle daño. Se lo dirá esa misma noche y será interesante estudiar el rostro de Irene buscando el punto débil de su máscara perfecta, que fingirá indiferencia hasta el final como ahora finge un interés civil en la lucha que hace aullar de entusiasmo a una plebe bruscamente excitada por la inminencia del fin. "La suerte lo ha abandonado", dice el procónsul a Irene. "Casi me siento culpable de haberlo traído a esta arena de provincia; algo de él se ha quedado en Roma, bien se ve." "Y el resto se quedará aquí, con el dinero que le aposté", ríe Licas. "Por favor, no te pongas así", dice Roland, "es absurdo seguir hablando por teléfono cuando podemos vernos esta misma noche. Te lo repito, Sonia se ha precipitado, yo quería evitarte ese golpe". La hormiga ha cesado de dictar sus números y las palabras de Jeanne se escuchan distintamente; no hay lágrimas en su voz y eso sorprende a Roland, que ha preparado sus frases previendo una avalancha de reproches. "¿Evitarme el golpe?", dice Jeanne. "Mintiendo, claro, engañándome una vez más". Roland suspira, desecha las respuestas que podrían alargar hasta el bostezo un diálogo tedioso. "Lo siento, pero si sigues así prefiero cortar", dice, y por primera vez hay un tono de afabilidad en su voz. "Mejor será que vaya a verte mañana, al fin y al cabo somos gente civilizada, qué diablos". Desde muy lejos la hormiga dicta: ochocientos ochenta y ocho. "No vengas", dice Jeanne, y es divertido oír las palabras mezclándose con las cifras, no ochocientos vengas ochenta y ocho. "No vengas nunca más, Roland". El drama, las probables amenazas de suicidio, el aburrimiento como cuando Marie Josée, como cuando todas las que lo toman a lo trágico. "No seas tonta", aconseja Roland, "mañana lo comprenderás mejor, es preferible para los dos". Jeanne calla, la hormiga dicta cifras redondas: cien, cuatrocientos, mil. "Bueno, hasta mañana", dice Roland admirando el vestido de calle de Sonia, que acaba de abrir la puerta y se ha detenido con un aire entre interrogativo y burlón. "No perdió tiempo en llamarte", dice Sonia dejando el bolso y una revista. "Hasta mañana, Jeanne", repite Roland. El silencio en la línea parece tenderse como un arco, hasta que lo corta secamente una cifra distante, novecientos cuatro. "¡Basta de dictar esos números idiotas!", grita Roland con todas sus fuerzas, y antes de alejar el receptor del oído alcanza a escuchar el click en el otro extremo, el arco que suelta su flecha inofensiva. Paralizado, sabiéndose incapaz de evitar la red que no tardará en envolverlo, Marco hace frente al gigante nubio, la espada demasiado corta inmóvil en el extremo del brazo tendido. El nubio afloja la red una, dos veces, la recoge buscando la posición más favorable, la hace girar todavía como si quisiera prolongar los alaridos del público que lo incita a acabar con su rival, y baja el tridente mientras se echa de lado para dar más impulso al tiro. Marco va al encuentro de la red con el escudo en alto, y es una torre que se desmorona contra una masa negra, la espada se hunde en algo que más arriba aúlla; la arena le entra en la boca y en los ojos, la red cae inútilmente sobre el pez que se ahoga.


Acepta indiferente las caricias, incapaz de sentir que la mano de Jeanne tiembla un poco y empieza a enfriarse. Cuando los dedos resbalan por su piel y se detienen, hincándose en una crispación instantánea, el gato se queja petulante; después se tumba de espaldas y mueve las patas en la actitud de expectativa que hace reír siempre a Jeanne, pero ahora no, su mano sigue inmóvil junto al gato y apenas si un dedo busca todavía el calor de su piel, la recorre brevemente antes de detenerse otra vez entre el flanco tibio y el tubo de pastillas que ha rodado hasta ahí. Alcanzado en pleno estómago el nubio aúlla, echándose hacia atrás, y en ese último instante en el que el dolor es como una llama de odio, toda la fuerza que huye de su cuerpo se agolpa en el brazo para hundir el tridente en la espada de su rival boca abajo. Cae sobre el cuerpo de Marco, y las convulsiones lo hacen rodar de lado; Marco mueve lentamente un brazo, clavado en la arena como un enorme insecto brillante.


"No es frecuente", dice el procónsul volviéndose hacia Irene, "que dos gladiadores de ese mérito se maten mutuamente. Podemos felicitarnos de haber visto un raro espectáculo. Esta noche se lo escribiré a mi hermano para consolarlo de su tedioso matrimonio".


Irene ve moverse el brazo de Marco, un lento movimiento inútil como si quisiera arrancarse el tridente hundido en los riñones. Imagina al procónsul desnudo en la arena, con el mismo tridente clavado hasta el asta. Pero el procónsul no movería el brazo con esa dignidad última; chillaría pataleando como una liebre, pediría perdón a un público indignado. Aceptando la mano que le tiende su marido para ayudarle a levantarse, asiente una vez más; el brazo ha dejado de moverse, lo único que queda por hacer es sonreír, refugiarse en la inteligencia. Al gato no parece gustarle la inmovilidad de Jeanne, sigue tumbado de espaldas esperando una caricia; después, como si le molestara ese dedo contra la piel del flanco, maúlla destempladamente y da media vuelta para alejarse, ya olvidado y soñoliento.


"Perdóname por venir a esta hora", dice Sonia. "Vi tu auto en la puerta, era demasiada tentación. Te llamó, ¿verdad?" Roland busca un cigarrillo. "Hiciste mal", dice. "Se supone que esa tarea les toca a los hombres, al fin y al cabo he estado más de dos años con Jeanne y es una buena muchacha". "Ah, pero el placer", dice Sonia sirviéndose coñac. "Nunca le he podido perdonar que fuera tan inocente, no hay nada que me exaspere más. Si te digo que empezó por reírse, convencida de que le estaba haciendo una broma". Roland mira el teléfono, piensa en la hormiga. Ahora Jeanne llamará otra vez, y será incómodo porque Sonia se ha sentado junto a él y le acaricia el pelo mientras hojea una revista literaria como si buscara ilustraciones. "Hiciste mal", repite Roland atrayendo a Sonia. "¿En venir a esta hora?", ríe Sonia cediendo a las manos que buscan torpemente el primer cierre. El velo morado cubre los hombros de Irene que da la espalda al público, a la espera de que el procónsul salude por última vez. En las ovaciones se mezcla ya un rumor de multitud en movimiento, la carrera precipitada de los que buscan adelantarse a la salida y ganar las galerías inferiores, Irene sabe que los esclavos estarán arrastrando los cadáveres, y no se vuelve; le agrada pensar que el procónsul ha aceptado la invitación de Licas a cenar en su villa a orillas del lago, donde el aire de la noche la ayudará a olvidar el olor a la plebe, los últimos gritos, un brazo moviéndose lentamente como si acariciara la tierra. No le es difícil olvidar, aunque el procónsul la hostigue con una minuciosa evocación de tanto pasado que la inquieta; un día Irene encontrará la manera de que también él olvide para siempre, y que la gente lo crea simplemente muerto. "Verás lo que ha inventado nuestro cocinero", está diciendo la mujer de Licas. "Le ha devuelto el apetito a mi marido, y de noche..." Licas ríe y saluda a sus amigos, esperando que el procónsul abra la marcha hacia las galerías después de un último saludo que se hace esperar como si lo complaciera seguir mirando la arena donde enganchan y arrastran los cadáveres. "Soy tan feliz", dice Sonia apoyando la mejilla en el pecho de Roland adormilado. "No lo digas", murmura Roland, "uno siempre piensa que es una amabilidad". "¿No me crees?", ríe Sonia. "Sí, pero no lo digas ahora. Fumemos". Tantea en la mesa baja hasta encontrar cigarrillos, pone uno en los labios de Sonia, acerca el suyo, los enciende al mismo tiempo. Se miran apenas, soñolientos, y Roland agita el fósforo y lo posa en la mesa donde en alguna parte hay un cenicero. Sonia es la primera en adormecerse y él le quita muy despacio el cigarrillo de la boca, lo junta con el suyo y los abandona en la mesa, resbalando contra Sonia en un sueño pesado y sin imágenes. El pañuelo de gasa arde sin llama al borde del cenicero, chamuscándose lentamente, cae sobre la alfombra junto al montón de ropas y una copa de coñac. Parte del público vocifera y se amontona en las gradas inferiores; el procónsul ha saludado una vez más y hace una seña a su guardia para que le abran paso. Licas, el primero en comprender, le muestra el lienzo más distante del viejo velario que empieza a desgarrarse mientras una lluvia de chispas cae sobre el público que busca confusamente la salida. Gritando una orden, el procónsul empuja a Irene siempre de espaldas e inmóvil. "Pronto, antes de que se amontonen en la galería baja", grita Licas precipitándose delante de su mujer. Irene es la primera que huele el aceite hirviendo, el incendio de los depósitos subterráneos; atrás, el velario cae cobre las espaldas de los que pugnan por abrirse paso en una masa de cuerpos confundidos que obstruyen las galerías demasiado estrechas. Los hay que saltan a la arena por centenares, buscando otras salidas, pero el humo del aceite borra las imágenes, un jirón de tela flota en el extremo de las llamas y cae sobre el procónsul antes de que pueda guarecerse en el pasaje que lleva a la galería imperial. Irene se vuelve al oír su grito, le arranca la tela chamuscada tomándola con dos dedos, delicadamente. "No podremos salir", dice, "están amontonados ahí abajo como animales". Entonces Sonia grita, queriendo desatarse del brazo ardiente que la envuelve desde el sueño, y su primer alarido se confunde con el de Roland que inútilmente quiere enderezarse, ahogado por el humo negro. Todavía gritan, cada vez más débilmente, cuando el carro de bomberos entra a toda máquina por la calle atestada de curiosos. "Es en el décimo piso", dice el teniente. "Va a ser duro, hay viento del norte. Vamos".

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viernes, enero 18, 2008

El Aula CAM de Alicante acoge la obra de teatro-jazz 'El Perseguidor' de Julio Cortázar

ALICANTE, 18 Ene. (EUROPA PRESS)
El Aula de Cultura de Caja Mediterráneo acogerá hoy viernes la obra de teatro-jazz 'El Perseguidor', la obra de teatro-jazz basada en el relato homónimo de Julio Cortázar, según informaron ayer en un comunicado fuentes de la entidad financiera.

La representación, que se celebrará a las 20.30 horas de hoy viernes, es una adaptación del escritor y guionista Andreu Martín, quien se encargó de seleccionar los textos y de adaptar la obra de Julio Cortázar, 'El Perseguidor', a música y palabras.

Al texto de Martín, se le añadió la música de Dani Nel·lo, el director musical, y del resto se encargó Lurdes Barba, que acomete la dirección artística de los actores. Esta obra es una coproducción de 'Barcelona ad libitum' y del Festival Grec de Barcelona, en la que además colaboran la Casa América, RBA y Círculo de Lectores.

'El perseguidor' narra la vida del músico Johnny Carter y de su relación antagónica con un crítico musical llamado Bruno. El actor Gonzalo Cunill se encarga de dar vida al crítico, mientras que Pedro Gutiérrez se enfunda en la piel del saxofonista, con fama de ser uno de los mejores músicos de jazz de la época, pero que muere por su dependencia al alcohol y las drogas. Cortázar escribió 'El Perseguidor' tras leer la necrológica de Charlie Parker, considerado el mejor saxo alto de la historia del jazz y que murió a los 34 años.

La música "establece un diálogo con el texto" a través de la pequeña banda que permanece todo el tiempo en el escenario, y que está formada por Jordi Prats, saxo alto, Dani Nel·lo, saxo barítono, Ramón Ángel Rey, batería, y Miquel Ángel Cordero, contrabajo.

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domingo, enero 13, 2008

La cultura en el café

Un ensayo sobre el Café como el espacio donde se gestó la modernidad literaria europea.
Por Luis Fernando Afanador (semana.com)
Fecha: 01/12/2008 -1341
Antoni Martí Monterde

Poética del Café
Anagrama, 2007
491 páginas

"Cielito lindo, cielito de café", decía Julio Cortázar en Rayuela. Sin duda él perteneció a una generación que vivió el esplendor del Café como un escenario propicio para la lectura, la escritura y la discusión. "El café aguza la inteligencia y aviva la sociabilidad", pensaba el escritor catalán Josep Pla. El escritor vienés Joseph Roth, dijo: "Salir del café y ver la luz del sol era como despertarse en medio de un sueño. Dentro se paraba el tiempo". Para el profesor George Steiner, Europa está hecha de cafés: "Dibujad un mapa de los cafés y tendréis uno de los indicadores esenciales de la idea de Europa". Por eso, la decadencia del café implica la decadencia de una civilización entera.



Las coffeehouses inglesas y el café Procope de París, en el siglo XVIII, pueden ser considerados los primeros. Se inspiraron en los salones de las grandes damas aristocráticas de Francia como Madame de Staël y Madame de Sévigné. Toma su modelo de tertulia, de centro de las novedades culturales y políticas, pero sin un carácter excluyente y elitista. Son espacios abiertos, burgueses, con un único requisito: el pago del consumo que legitima la ocupación de una mesa. En el nuevo café no hay protocolos ni se reconocen jerarquías: el prestigio se gana y se pierde con el buen o el mal uso de la palabra. Aunque tampoco existe la obligación de lucirse: el derecho a permanecer callado, solitario, también hace parte de sus reglas no escritas. Un espacio democrático para el debate al que, sin embargo, sólo accederían las mujeres mucho tiempo después.

Al igual que la bebida, los cafés son adictivos. Se empieza con una visita esporádica que se va transformando en asiduidad y permanencia. ¿Cuál es el misterio de su fuerte atracción? ¿La cálida intimidad provocada por sus dimensiones reducidas? ¿La familiaridad encantadora que reina porque todo el mundo se conoce? Responde el periodista Sebastià Gasch: "No lo sé. Lo cierto es que se trata de un no sé qué tan seductor que el día que no vais lo añoras".

En el Café se interrumpe la continuidad de la vida, o se la ve desde una distancia irónica. Allí, como en ningún otro lugar, se cruza lo individual y lo colectivo, la soledad y la sociedad. "El Café es la vida interior de la ciudad como ciudad", sostenía Ramón Gómez de la Serna. Más que una historia de los Cafés, este libro de Antoni Martí Monterde, -finalista del último Premio de Ensayo Anagrama- busca seguirle la pista a esa hipótesis: cómo se ha gestado en los cafés la escritura de la ciudad y una noción de literatura. Artistas y muy buenas anécdotas desfilan por estas páginas. Que son una memoria de una forma de vida que se extingue, pero también un punto de reflexión hacia el futuro. "Pero Literatura y Café, en tiempos de pérdida, vuelven a proponerse, en silencio, para una generación -que nunca se afirmará como tal- de individuos desleídos en una nebulosa, donde leen incansablemente y se escriben".

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viernes, enero 04, 2008

Diputación de Cádiz recupera en una obra colectiva la memoria del escritor Julio Cortázar

La Fundación Provincial de Cultura de la Diputación Provincial publica en estas fechas la memoria del encuentro que en marzo de 2004 rindió homenaje en Cádiz al escritor Julio Cortázar en el veinte aniversario de su muerte. Bajo el título Volver a Cortázar el libro recopila las conferencias y reflexiones que se hicieron en dicho ciclo dedicado al maestro argentino y en el que participaron expertos en su biografía y obra.

Julio Cortázar

26.12.07 - MARÍA ALMAGRO (lavozdigital.es)

La memoria, según explica en el prólogo de la memoria, su coordinadora la profesora de Literatura Española de la Universidad de Cádiz, Nieves Vázquez Recio, «es el resultado de aquel encuentro, que no sólo pretendía volver a reflexionar sobre la obra de Julio Cortázar, sino que también contar con personas cercanas al autor que pudieron hablar de él desde su mirada más personal».

La mayoría de los textos que componen la obra son transcripciones de las conferencias y mesas redondas que se programaron, y, como indica Vázquez, «poseen la frescura y la riqueza de lo vivido y también de lo compartido, pues incluimos las preguntas y reflexiones que se formularon en esa especie de epifanía cortazariana que se generó». Otros textos se elaboraron con posterioridad con el reposo de lo comentado.

La coordinadora destaca dos aportaciones testimoniales que se dejaron: la de Félix Grande y Cristina Peri Rossi, que abren la memoria. Carmen de Mora escribe sobre la estética fundacional de la escritura cortazariana, Mario Muchnik indaga en El examen para descubrir porqué Cortázar dejó Argentina. Sobre el cuento y otros lados escriben Miguel Herráez y Lázaro Covadlo. En torno a Rayuela, obra capital del homenajeado, hablaron Francisco Porrúa, Mario Muchnik y Jean Andreu y la misma Nieves Vázquez. Y sobre la subversión lingüística de esta misma obra trató la conferencia de Michelle Débax, entre otras cuestiones. Además, el libro incluye los textos de los gaditanos María Jesús Ruiz, José Manuel Benítez Ariza y Manuel Ruiz Torres que hablan de la celebración de un encuentro similar que se celebró en Cádiz en 1984. Todo ello enriquecido con las palabras cercanas que dejó en dicho encuentro la primera esposa del escritor, Aurora Bernárdez-.

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lunes, diciembre 31, 2007

El libro objeto en la obra de Cortázar

(26noticias.com.ar

Uno de los ensayos que integran la obra "Penúltimas lecturas", sobre el escritor argentino, aborda ese aspecto lúdico y aparentemente secundario del autor de "Rayuela", a partir de "La vuelta al día en ochenta mundos" y "Ultimo round".

Uno de los ensayos que integran el libro "Penúltimas lecturas", sobre Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, aborda un aspecto lúdico y aparentemente secundario del autor de "Rayuela", a partir de las obras "La vuelta al día en ochenta mundos" y "Ultimo round".

"En la época en que fueron publicadas, lo sagrado de un libro era el texto y cuando tomás estas obras de Cortázar lo que te salta a la vista es que tenés un objeto y esa forma te dice algo desde el vamos, eso es lo que más me impresionó", dijo a Télam, Victoria Riobó, autora del ensayo, recién publicado por Edhasa.

En realidad, destacó la investigadora, "hay como un efecto pantalla, antes del texto está el libro como objeto, como mensajero. A partir de esa constatación yo fui para atrás para ver que le pasaba a Cortázar y por qué. Por supuesto que cuando el empieza esta búsqueda ya tiene un nombre en la literatura".

"Cortázar socava intencionalmente la ilusión que identifica, por asimilación, libro y texto, poniendo el acento en el libro como "artefacto", y por ello mismo, situándolo fuera de un terreno estrictamente lingüístico", escribe.

Riobó abona la tesis de que Cortázar "llegó demasiado pronto a la fórmula del buen cuento, a él le resultaba muy fácil. Y en vez de dejarse ir por ese lado, que era lo más exitoso, toma su riesgo cuando saca estas dos obras que continúan la exploración de las opciones de la forma como elementos significantes".

Cortázar se refiere a estas obras como libro-collage, libro almanaque, "especie de baúl", divertimento, libro-objeto, juguete, polilibro, artefacto, nomenclaturas, enumera Riobó, "que nos hablan de una mirada que engloba el conjunto de materiales que las componen y de su peculiar articulación".

Cuando estos libros se publican, mencionó la ensayista que es una de las autoras de "Penúltimas lecturas" junto a otros investigadores y profesores universitarios, "la crítica, más que el público, se queda desconcertada.

"?Y ahora qué hace Cortázar ...pavadas?. Pero él sigue en ese proceso de exploración que también está acotado. Dice que es un paso necesario pero tampoco se queda en esto", resaltó.

Resulta asombroso pensar hoy, reflexionó Riobó, "que estos dos libros hayan tirado cuando aparecieron 12.000 ejemplares. Aunque se trataba de obras de vanguardia era una cuestión de época, ahora es impensable, apenas con un gran escritor se alcanzan esas cifras".

La renovación del lenguaje en ese tiempo, apuntó la investigadora, "tenía que ver también con un signo de época, se pensaba entonces que todo se podía cambiar. Ahora la actitud general es de mayor escepticismo".

"Incluso algunas declaraciones de Cortazar leídas a distancia pueden sonar ingenuas -consideró Riobó- pero ellos realmente creían en la búsqueda y en la revolución".

Un elemento importante que la ensayista incorpora al análisis está relacionado con una afirmación de Cortázar: "una de sus mejores críticas es que no se hace literatura revolucionaria por escribir acerca del tema, sino que se trata de revolucionar la novela. Cuando lo plantea esta postura pudo haber sido irritante".

?Uno de los más agudos problemas latinoamericanos es que estamos necesitando más que nunca los Che Guevara del lenguaje, los revolucionarios de la literatura más que los literatos de la revolución", dice Cortázar, según transcribe el escritor y profesor de Literatura Mario Goloboff.

Para Riobó, "el espíritu lúdico en el escritor es muy fuerte y al concepto de literatura concebida para durar le contrapone esa otra forma de arte más espontáneo, efímero, que le permite ser menos solemne, irreverente".

"Un arte más de interpretación como es la música, en donde el presente entra mucho más, esto le permite no pensar en entrar en el canon, en la historia", definió.

El contrapunto entre estos dos libros y la literatura tradicional "es increíble" según la ensayista.

Por ejemplo, señala, en ?El ultimo round?, "juega en las tapas con el diario". A su vez, el tema de las misceláneas, la falta de jerarquías en el texto, mencionó la investigadora, "si uno las ve desde lo que hoy pasa en Internet, es fácil deducir que el escritor se adelanta a su tiempo.

Aunque usa soporte papel, en realidad lo hace como si estuviera manejando un soporte digital". "El contexto de autor, del boom, hicieron posible estos libros, ahora se puede ver que las editoriales a veces publican algún capricho pero los libros objetos están pensados al revés: no parten del autor, salen a propuesta del editor", concluyó. (Télam)

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domingo, diciembre 09, 2007

Un concierto escenificado con textos de Julio Cortázar recalará en el Versus Teatre de Barcelona

'La maga i el Club de la Serpiente' de Quim Lecina es un concierto escenificado con textos de la novela 'Rayuela' de Julio Cortázar, que el autor argentino dedica al club, y la música de clásicos del jazz. El espectáculo puede verse del 4 al 22 de diciembre en el Versus Teatre de Barcelona.

Julio Cortázar

La acción empieza en París, a finales de los años 50, concretamente en el barrio de Saint Germain-des-Près, donde los intelectuales de distintas nacionalidades, un grupo de amigos, forman 'El Club de la Serpiente'.

En el local se reúnen para escuchar jazz, beber vodka y disertar sobre política, literatura, pintura y sobre todo sobre las relaciones humanas.

El jazz es el contrapunto musical de los acontecimientos, un protagonista más, que enlaza las conversaciones y las relaciones de los componentes del Club.

Las piezas musicales que suenan son de Bix Beiderbeke, Louis Armstrong, Bessie Smith, Coleman Hawkins y Big Bill Broonzy, Champion Jack Dupree, Duke Ellington, Jelly Roll Morton y Earl Hines, entre otros. La dirección musical va a cargo de Àngel Molas.

Los habituales del Club son el exiliado argentino Horacio Oliveira, el filósofo checo Ossip Gregorovius, el músico norteamericano de jazz Ronald Bab y la maga Lucía, una paraguaya que llegó a París con su hijo Rocamadour, entre otros.

Terra Actualidad - Europa Press

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domingo, noviembre 25, 2007

LOS AMANTES - Julio Cortázar

¿Quién los ve andar por la ciudad
si todos están ciegos ?
Ellos se toman de la mano: algo habla
entre sus dedos, lenguas dulces
lamen la húmeda palma, corren por las falanges,
y arriba está la noche llena de ojos.

Son los amantes, su isla flota a la deriva
hacia muertes de césped, hacia puertos
que se abren entre sábanas.
Todo se desordena a través de ellos,
todo encuentra su cifra escamoteada;
pero ellos ni siquiera saben
que mientras ruedan en su amarga arena
hay una pausa en la obra de la nada,
el tigre es un jardín que juega.

Amanece en los carros de basura,
empiezan a salir los ciegos,
el ministerio abre sus puertas.
Los amantes rendidos se miran y se tocan
una vez más antes de oler el día.


Ya están vestidos, ya se van por la calle.
Y es sólo entonces
cuando están muertos, cuando están vestidos,
que la ciudad los recupera hipócrita
y les impone los deberes cotidianos.

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sábado, noviembre 17, 2007

Cortázar nuevamente

11.11.07 - JOSÉ MANUEL MARTÍNEZ CANO (laverdad.es)

París es en esta época del año algo así como una fotografía color sepia del álbum de la memoria literaria trasnochada, donde desde todos los ángulos sus luces quieren ser captadas y hallar su acoplamiento en el cuaderno de campo de cualquier escritor del mundo que busca en su callejero el imaginario que les dé tablas y autoría a sus personajes. París no es ahora precisamente una fiesta, como titulara Hemingway su célebre libro, que en este incipiente otoño, tan tópico con sus hojas caídas y Sena tristón y gris, acelera huelgas e indaga en prensa amarilla los deslices sentimentales de los Sarkozy. Pero uno, también en café tópicamente parisino, lee en un suplemento literario de un diario español -Babelia, El País- que un relato inédito de Julio Cortázar Ciao, Verona ve la luz tres décadas después por esas cosas tan raras de los herederos, en este caso la viuda y albacea Aurora Bernárdez, que tuvo a bien hacérselo llegar a Carmen Balcells cuando sus obras completas ya estaban editadas (Galaxia Gutemberg. Círculo de Lectores) e incluía, in extremis, un cuento inédito, Bix Beiderbecke. De cualquier forma, y a pesar de quedar descatalogado de momento, fue gratificante desayunar en París con cuento inédito y netamente cortazariano en un café de la Rue Reaumur, un lugar fetiche en su Rayuela particular, café en el que sus protagonistas comienzan la aventura del desamor.


El cuento que leemos ahora, Ciao, Verona, es de una composición magnífica, epistolar, intimista, que tal vez debiera haberse incluido en Alguien que anda por ahí, pero eso es lo de menos, la gran suerte ha sido rescatar una nueva pieza maestra de Cortázar a la que tal vez Antonioni, como ya hiciera en otra ocasión, le hubiese puesto rostro a las palabras. También la sorpresa de comprar un periódico español y encontrarte con el gran Julio en centrales, en fotos excepcionales, esas que tanto enamoraron a La Maga cuando se exiliaba del libro y se encontraba con Julio por las callejas del barrio Latino y los puentes del Sena. Julio Cortázar, abrigo de espiguilla, hoy tan de moda, y jersey existencialista, en el café de Cluny o en el Flore, tal vez La Closerie, que más da. Ya se sabe que París es una cuestión de cafés y de gatos errantes. Este cuento que leemos ahora y con el que yo deambulo por bulevares y plazas, periódico doblado bajo el brazo, me trae a la memoria ese bestiario tan particular del escritor belga-argentino que fue uno de los pioneros del boom literario hispanoamericano en París. También me acompaña un librito que traje para leer en las largas travesías del metro y autobús y que a Julio Cortázar le hubiera gustado. Se trata de un libro fábula, El niño del pijama de rayas, que acabé cuando esbozaba esta columna y me contagió con el frío de la mañana; la mirada inocente de un niño que ve Auschwitz como una idílica campiña, la pesadilla de una verja y una amistad prohibida. Una denuncia en clave de metáfora de la mayor tragedia de la historia reciente y que bien podría haberse alineado en la borgeana Historia universal de la infamia.

Estas cosas traen esos momentos que infunden tristeza a la vez que desolación. El librito, ya acabado, también se sobresalta con la buena literatura que hoy nos hemos encontrado, casi de regalo y sin esperarlo. Se revive un poco el París de Rayuela, aunque el cuento hable de Ginebra, Verona y otras ciudades, pero la sombra de su autor siempre es inseparable a París, creo que es el escritor que mejor la entiende, explica y narra, algo así como estar casado con ella. Él mismo escribió: «Las ciudades son siempre mujeres para mí. Mi relación con ellas ha sido siempre la de un hombre con una mujer.» Y en este romance de piedras, hormigón, metales, plomadas invisibles que descubren los caminos de lo infinitamente pequeño a lo infinitamente grande, el tragaluz de una lejana educación sentimental, especie de efecto involuntario del recuerdo, alertan con sus rasgos las facciones y la música callada de tantos lugares como instantes mágicos. He creído estar en el París de La Maga, de Oliveira, tan excelentemente retratado por Héctor Zamplagione en libro que siempre llevo conmigo cuando visito la ciudad, amante que como un bálsamo de muerte ronda y sigue los pasos de su autor, cuando todo es silencio y la escritura matemática y sabia de la naturaleza nos desvela nuestras identidades proscritas. Ya no es el París de Cortázar, Vallejo y tantos ilustres huéspedes que hicieron de la ciudad personaje de carne y hueso en sus novelas y poemas. Ya no existe el lado de acá ni de allá -los cortazarianos me entenderán-. Ahora son las prisas impuestas por Sarkozy las que neutralizan el tempo lento que la literatura precisa. Se trata de un París postsesentayochista, mestizo y multicultural, con suburbios reivindicativos y existencialistas xenófobos, aunque algunos cronopios y famas de los que todavía quedan nos adentran en los paraísos de la imaginación y la realidad, como ese hermoso cuento que se ha rescatado al posible olvido y al infinito. En Montparnasse, de donde no ando muy lejos, puede leerse en la tumba de Cortázar: « empezar a caminar, caminar solo, hasta la esquina, la esquina sola ».

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domingo, noviembre 11, 2007

"Amargos pedazos de mi vida", un inédito de Cortázar


Posiblemente, es el único cuento considerable de Julio Cortázar que aún permanecía inédito. Lo escribió en los años 70 y tiene rasgos autobiográficos, según su propia confesión. En realidad, continúa la historia de otro cuento, "Las caras de la medalla", publicado en "Alguien que anda por ahí", en 1977. Se desconoce por qué Cortázar no hizo publicar luego este texto. Parte del legado de Aurora Bernárdez, su primera mujer, a un proyecto de la agente catalana Carmen Balcells, "Ciao, Verona" se publica aquí, seguido del cuento édito que le antecede y de sendas opiniones del argentino Mario Goloboff y la española Rosa Montero.

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CARLES ALVAREZ GARRIGA ESPECIAL PARA Ñ. (Clarín)

En la primavera de 1977 Alfaguara publicó en la elegante colección de cubiertas de color violeta diseñada por Enric Satué el libro de relatos Alguien que anda por ahí, de Julio Cortázar, cuya edición íntegra había sido prohibida en Argentina. Por primera vez se publicaba en España un libro inédito de narrativa del autor, y si bien éste era ya conocido en el país y en dicha ocasión se resignó al circo de las presentaciones y de las conferencias -algo a lo que años atrás se negaba en redondo-, el volumen fue recibido con tibieza o desdén por aquellos que no le perdonaban repeticiones formales ("Cortázar, pero menos") o aquellos otros que no consentían que la política se entremezclara en sus textos ("¡Qué lástima, un escritor que había empezado con tan buena letra...!").

Al no saber muy bien qué decir sobre él, o no saber exactamente de qué trataba, qué ocultaba, todos pasaron de puntillas en especial sobre "Las caras de la medalla", enigmática crónica de la relación -o, mejor, de la falta de relaciones- entre una mujer soltera y un hombre casado que trabajan en el Consejo Europeo para la Investigación Nuclear (¡Cortázar hizo de traductor en el Organismo Internacional de Energía Atómica!); un texto de inquietante lectura donde el protagonista no es capaz de comprender el rechazo amoroso al que lo somete su compañera; un texto que parecía, como se lee en el último párrafo, una pesadilla de la que trató de despojarse me diante la escritura.


Dedicatoria enigmática

También era enigmática la dedicatoria ("A la que un día lo leerá, ya tarde como siempre"), a la que se sumó después otro misterio mayor, el contenido en esta frase de una carta que Cortázar escribió al año siguiente a su amigo Jaime Alazraki, uno de sus mejores críticos:



En "Alguien que anda por ahí" hay amargos pedazos de mi vida, por ejemplo "Las caras de la medalla" cuya historia siguió y terminó en otro cuento muy largo que escribí hace meses y que entrará en otro libro, si libro hay; se llama "Ciao, Verona", y fue tan duro de escribir como el otro.



Por razones que no es éste el lugar para debatir, "Ciao, Verona" no fue incluido por Cortázar en los dos únicos libros de relatos que editó con posterioridad (Queremos tanto a Glenda y Deshoras), así que permanecía inédito y la única copia de la que hasta la fecha se tenía noticia, conservada en la Universidad de Texas, estaba prácticamente olvidada; prueba de ello es el hecho de que no se incluyera en el volumen de los cuentos con que se inició recientemente la edición de las obras completas. El examen de los documentos del legado que Aurora Bernárdez, viuda y albacea del escritor, donó a Carmen Balcells en febrero de 2007 para que fueran integrados a la colección de manuscritos de Barcelona Latinitatis Patria, ha permitido el descubrimiento de otra versión original, mecanuscrita con correcciones manuscritas de inconfundible caligrafía cortazariana, de este "cuento muy largo" (diecisiete páginas), quizás el último acabado y de innegable importancia que pueda llegar a encontrarse entre los inéditos del autor.

En una de las clases que dio en 1980 en Berkeley, California, Cortázar completó aquella famosa comparación suya según la cual la novela es al cine lo que la fotografía es al cuento, diciendo que las fotografías más reveladoras no eran, para él, aquellas de perfecto encuadre sino aquellas en que por ejemplo hay dos personajes con un fondo de una casa y luego, quizá a la izquierda, donde termina la foto, hay la sombra de un pie, de una pierna. Esa sombra corresponde a alguien que no está en la foto y al mismo tiempo la foto está haciendo una indicación llena de sugestiones, apelando a la imaginación para decirnos qué había allí después. La atmósfera que se proyecta fuera de la fotografía, ese aura de misterio, guarda una especie de vibración que me parece indispensable para la realización del cuento memorable, que el lector transforma luego en la memoria y en admiración.

Con la lectura del por treinta años inédito "Ciao, Verona", el lector sabrá a qué correspondía la sombra de "Las caras de la medalla" y, al mismo tiempo, podrá imaginar otras atmósferas, otras sombras no menos inesperadas.




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miércoles, octubre 31, 2007

Continuidad de las rupturas (II)

Mario Roberto Morales
La Insignia. Guatemala, octubre del 2007.



2.5 La narrativa
Pero fue en el género de la novela en donde la ruptura con el pasado y la continuidad de las manifestaciones modernas se hizo más evidente, debido a que se realizó a contrapelo del prestigioso peso muerto que Asturias ejercía ya en los narradores de entonces, junto con la influencia de Juan Rulfo. Estas referencias estéticas estaban presentes en novelas como La sangre del maíz, de José María López Valdizón, Lo que no tiene nombre, de Raúl Carrillo Meza, y en su cuento El vuelo de la Jacinta, así como también en los relatos de Edgardo Carrillo Fernández y Marco Augusto Quiroa. En lo local, estos narradores estaban todavía en deuda con novelistas locales del realismo social como Flavio Herrera, Virgilio Rodríguez Macal y Mario Monteforte Toledo, quienes remitían sus estéticas a la novelística regionalista e indigenista hispanoamericana de la primera mitad del siglo XX. La gran excepción de la época fue Augusto Monterroso, quien en 1969 publica La oveja negra y demás fábulas, libro con el que logra llamar la atención hacia su libro anterior, Obras completas y otros cuentos (1959) y hacia su estética de la brevedad epigramática.





2.5.1 Antecedentes de la "nueva novela"
En el mismo registro rulfiano y asturianista, pero ya bajo la influencia del "boom", entre 1970 y 1971 se escribieron dos novelas que permanecieron inéditas por la autocensura de sus autores. Me refiero a Obraje (escrita por mí en 1970 y todavía inédita) y El tiempo principia en Xibalbá, de Luis de Lión (escrita en 1971 y cuyo primer borrador sin corregir fue publicado en 1985; unos años después se publicó una versión corregida que Luis había dejado entre sus manuscritos). Estas dos novelas constituyen la bisagra de transición entre la novela rural, y a la vez experimental, previa a las estéticas del "boom" y a la llamada "nueva novela" o "novela del lenguaje".

Digo esto porque, a finales de los años 60, cuando aún no conocíamos a Marco Antonio Flores (con quien nos pusimos en contacto por vez primera en 1970), Luis y yo decidimos escribir una novela cada uno, en la que no ocurriera nada, en la que la anécdota no fuera el eje de la narración, sino en la que el contenido o "mensaje" (como todavía lo concebíamos) se expresara por medio de la estructura formal; una novela que no tuviera principio ni fin y que se pudiera leer de adelante hacia atrás y del centro hacia los lados; una novela en la que el lector pudiera llegar a su centro desde cualquiera de sus puntos de partida; una novela parchada como pelota de fútbol, en la que los nexos de continuidad debía inventarlos el lector, y que a la vez diera cuenta de aspectos básicos de lo que nosotros imaginábamos como "lo esencial-popular" guatemalteco (tanto del mundo indígena -a cargo de Luis- como del mundo ladino -a mi cargo) en el momento histórico que vivíamos.

Esto nos llevó a una concepción no circular sino esférica de la novela, y más cercana -como más tarde nos enteraríamos que había dicho Jorge Enrique Adoum respecto de su novela (emblemática del "posboom") Entre Marx y una mujer desnuda (1976)- a la escultura que a la pintura. Nuestra inquietud venía sobre todo de la lectura entusiasta de novelas como El señor presidente (1946) y Hombres de maíz (1949), de Miguel Ángel Asturias; ¡Ecue-Yamba-O! (1934), de Alejo Carpentier; Pedro Páramo (1953), de Juan Rulfo; Rayuela (1963) y 62 Modelo para armar (1968), de Julio Cortázar; La región más transparente (1958), de Carlos Fuentes; La casa verde (1965), de Mario Vargas Llosa; Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez; (El astillero (1961), de Juan Carlos Onetti; Yawar Fiesta (1941), de José María Arguedas; Al filo del agua (1947), de Agustín Yánez; La traición de Rita Hayworth (1965) y Boquitas Pintadas (1969), de Manuel Puig; Paradiso (1966), de José Lezama Lima; y muchas otras novelas; y el resultado fue, por un lado, Obraje, cuyos originales se perdieron junto con otros manuscritos míos durante los años de mi militancia en la guerrilla, y desaparecieron también de la municipalidad de Quetzaltenango, en donde el libro obtuvo, en 1971, el premio de novela de los Juegos Florales Centroamericanos; y por otro lado, El tiempo principia en Xibalbá, que obtuvo el mismo premio al año siguiente. A pesar de los premios, ambas obras fueron engavetadas por nosotros, pues decidimos no publicarlas por considerarlas inacabadas, luego de interminables tertulias de crítica y autocrítica, ya con Flores y José Mejía, en las que éstos nos convencieron de que ambas novelas eran muy malas. Los dos libros de cuentos que Luis y yo habíamos ya publicado, Los zopilotes (1966) y La debacle (1969), respectivamente, también fueron repudiados por aquéllos y por nosotros, al extremo de que tratamos de que el público los olvidara. Yo llegué aun más lejos y formé una hoguera frente a mi casa con casi toda la primera edición de La debacle, el 7 de diciembre de 1971, día de la popular "quema del diablo".

De estas tertulias (y ya con el grupo ampliado con Luis Eduardo Rivera y Enrique Noriega) surgió mi ensayo juvenil (que funcionó como una especie de manifiesto del grupo), "Matemos a Miguel Ángel Asturias" (1972), el cual ha provocado tremendos equívocos en el medio, pues se ha interpretado de múltiples maneras erróneas que van desde la afirmación según la cual se trataba de una descalificación nuestra de Asturias y de un regateo de su premio Nóbel, hasta la acusación de que en efecto queríamos eliminarlo físicamente, pasando por otras versiones menos truculentas pero no menos alucinantes, como la que ubica la envidia literaria como base del ensayo. Lo que en realidad ocurrió fue que, como entonces ya se nos invitaba a ser jurados en certámenes de provincia, nos dimos cuenta de que era demasiada la gente que trataba de escribir como Asturias, quedándose en la epidermis de sus malabarismos verbales, y también nos percatamos de que Luis y yo habíamos estado escribiendo muy influidos por él. Fue Luis quien entonces dijo algo así como: "Tenemos que matar a Asturias dentro de nosotros mismos para poder avanzar hacia una expresión nuestra, pero para eso debemos leerlo más y comprenderlo a cabalidad, porque sólo haciéndolo nos lo vamos a quitar de encima y a dejar de imitarlo". Y alguien más dijo: "El mejor homenaje que se le puede hacer a Asturias no es imitarlo sino encontrar una expresión propia, como lo hizo él". Y fue así como el "matar a Asturias" fue concebido como el único homenaje que le podíamos hacer al maestro, el cual consistía en encontrar nuestro camino a partir de su aporte, sin imitarlo y sin negarlo. Pero "matar a Asturias" implicaba también una crítica literaria e ideológica a él, y no una actitud complaciente ni seguidista. Era la única manera de hallar una expresión nuestra. Y, como dice Luis Cardoza y Aragón cuando comenta el "Matemos?" en su libro Miguel Ángel Asturias casi novela (1991): "los mejores lo han logrado".





2.5.2 La estética del "boom" y el conjunto inaugural
de la "nueva novela" guatemalteca
Fue después de esto que ocurrió la fractura novelística que nos tocó protagonizar a mediados de los años 70 a Marco Antonio Flores y a mí, concretizada en una respuesta narrativa radical a los procesos de modernización periférica que, junto a los regímenes militares contrainsurgentes, cundían en América Latina y habían alcanzado al istmo centroamericano y a Guatemala, pues (ateniéndonos a su orden de aparición) la llamada "nueva novela" guatemalteca se inaugura con la publicación de Los compañeros (1976), de Flores, y con la de Los demonios salvajes (1978), ambas escritas al mismo tiempo y bajo supuestos estéticos similares, con la diferencia de que, debido a las diferencias generacionales, la primera resultó ser una obra de madurez y culminación literaria para su autor, y la segunda una expresión juvenil y juvenilista de un escritor primerizo. Estas dos obras -que además expresan las convergencias intergeneracionales que caracterizaron al arte y a la literatura de la época- constituyen el conjunto inaugural de la "nueva novela" guatemalteca, tanto por su aparición en el tiempo como por su inmediato impacto local en por lo menos dos generaciones de lectores.

Para explicar la estética de la "nueva novela" guatemalteca, hace falta referirse antes a algunas cuestiones relativas a la novela estadounidense de la primera mitad del siglo XX, al "boom" latinoamericano y a la escritura de "la onda" en México, sobre todo porque es "la nueva novela" guatemalteca el referente local de lo que se siguió haciendo localmente en materia narrativa después de su inauguración en los años 70, y también porque este clima internacional explica en parte la pujanza del movimiento cultural guatemalteco de la época y también sus desarrollos ulteriores.

En Estados Unidos, casi a principios del siglo XX, Mark Twain, había sentado las bases de una narrativa que luego habrían de desarrollar autores como John Dos Passos, William Faulkner, John Steinbeck, Henry Miller, Jack Kerouac, J.D. Salinger y William Bourroughs, entre otros. Hay una conexión directa entre esta novelística y lo que luego se llamó la "nueva novela" hispanoamericana, cuyos exponentes clásicos fueron los integrantes originales del llamado "boom" literario de los años sesenta: Carlos Fuentes, Mario Vargas-Llosa, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez. Por otra parte, la cercanía de México con Estados Unidos y el proceso acelerado de industrialización y urbanización mexicanos después de su revolución, condicionaron allí el desarrollo vertiginoso de una cultura urbana que dio lugar a una llamada "época de oro" del cine mexicano, directamente ligada a Hollywood en su estética y en sus argumentos, y también, ya en los años sesenta, a una novelística que participó activamente en el "boom", sobre todo por medio de Carlos Fuentes, con obras como La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz, que de plano nos remiten a la novela estadounidense de los años cincuenta hacia atrás: concretamente, a Manhattan Transfer, de John Dos Passos, en el primer caso, y a Mientras agonizo, de William Faulkner, en el segundo. Las otras novelas emblemáticas del "boom" fueron: La casa verde, de Vargas-Llosa, Rayuela, de Cortázar, y Cien años de soledad, de García Márquez (que es la que menos se ajusta a las estéticas de la "nueva novela" porque su tono y su "tempo" están más remitidos a las narraciones lineales de la gran novela europea del siglo XIX, aunque sí participa del "boom" editorial que le dio nombre al grupo y a su conjunto de obras).

Por su parte, los escritores de "la onda" mexicana, como Parménides García Saldaña, José Agustín y Gustavo Sáinz nos remiten al juvenilismo de Jack Keoruac en The Dharma Bums, al desenfado de Salinger en Catcher in the Rye, y a los excesos y desbordamientos de William Bourroughs en The naked lunch. De todo lo cual, el referente cinematográfico notable fue la película Rebelde sin causa (1955), que hizo de James Dean el prototipo del joven inadaptado y rebelde respecto de un sistema que se le ofrecía a la vez perfecto y opresivo, como resultado del auge económico y de la consiguiente expansión de capas medias que Estados Unidos había alcanzado gracias al negocio millonario de la reconstrucción de la derrotada Alemania nazi, todo lo cual requería de las juventudes su alineamiento en un proyecto económico que necesitaba afirmar a sus ciudadanos como disciplinados consumidores de mercancías, y a la vez como patriotas anticomunistas y puritanos de capilla dominical. Rebelde sin causa fue, al mismo tiempo, la expresión de la rebeldía juvenilista de la época, y la afirmación de la creciente capacidad del mercado de bienes simbólicos de domesticar estas y otras formas culturales de contrahegemonía.

La "nueva novela" hispanoamericana se caracterizaba, en primer lugar, por la maximización de la función estructurante del lenguaje, el cual venía a definir situaciones, personajes y acción por medio de su ejercicio dramático, mimético, "háblico". Es decir, que el texto se estructuraba desde las dinámicas de las hablas populares, haciendo de la novela más que una novela "del idioma", una novela "del habla" (o, mejor dicho, "de las hablas") de sus personajes, uno de los cuales era siempre el autor. A partir de este recurso, se modificó el concepto estructural del edificio novelístico, haciendo de los mecanismos estructurales (de forma) verdaderos universos de significación que le valieron a esta expresión el calificativo de "novela del lenguaje", por parte del crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal, cuyas posiciones criticó Françoise Perús posteriormente, en un intento por reivindicar la validez y originalidad de la llamada "novela de la tierra" o "del realismo social" (de la primera mitad del siglo XX), a la que tanto Monegal como Fuentes relegaban al cajón de los recuerdos en su promoción entusiasta del "boom". Quizá la exponente más pura (aunque no reconocida) de la propuesta estética "del lenguaje" fue, en su tiempo, Tres tristes tigres (1968), del cubano Guillermo Cabrera Infante, en cuyo inicio el autor alude a Mark Twain en el sentido del condicionamiento que la oralidad ejerce sobre la escrituralidad, tanto en Twain como en él, y advierte que su novela, más que leerse, se escucha.

Otra de las características de la "nueva novela" es la expresión de visiones de mundo diversas por medio de la indagación en las hablas populares y de capas medias, cuestión que obedece a la convicción de que los hablantes expresan su visión de mundo por medio de su personal manera de ejercer la lengua, y los escritores por medio de su práctica escritural, creando lenguas literarias a partir de las hablas como factores estructurantes del texto. Se trataba, pues, de inventar lenguas literarias, estilos literarios, partiendo de las formas particulares de hablar de grupos sociales e incluso de individuos, localizados geográfica y epocalmente, en lugares y tiempos a veces perfectamente circunscritos, diferenciados y focalizados. Todo esto implicaba una inmersión del punto de vista narrativo en los universos individuales desde los cuales se narraba, haciendo a un lado la omnisciencia patente de un narrador que sabe todo y que, como deus-ex-machina, simplifica y complica el mundo por medio de la descripción y la explicación, respetando siempre los componentes gramaticales más estáticos del idioma.

Todos estos rasgos se hallaban ya presentes en la novela tradicional latinoamericana, pero no maximizados en su ejercicio creativo como parte de una combinación de recursos estructurantes que pretendió plasmar la historia de nuestros países y fijar, por esa vía, rasgos de identidades nacionales y regionales en extensos murales narrativos. Tal, el empeño del "boom".





2.5.3 "La onda" mexicana y la "nueva novela" guatemalteca
como parte del "posboom"
En cuanto a "la onda" mexicana, aunque acusa estos rasgos "háblicos" de expresión de visiones de mundo y también los de la función estructurante del lenguaje, se diferencia del "boom" en que su intencionalidad se circunscribe a expresar las tribulaciones y las alegrías, íntimas y compartidas, de la adolescencia urbana clasemediera, de barrio, del Distrito Federal, influida por la cultura urbana pop de Estados Unidos y su culto al rock y a la brecha generacional, que culminó en el hipismo. De aquí, las imitaciones mexicanas del "rebelde sin causa" en películas como Los Caifanes y 5 de chocolate y 1 de fresa, entre muchas otras de la época.

Por todo, la enérgica irreverencia verbal rupturista de "la onda" mexicana, encontró eco en la percepción que de su realidad urbana vivían algunos jóvenes acomodados de la pequeña burguesía guatemalteca, quienes ya se agrupaban en pandillas de amigos que manejaban motos y autos de carrera, escuchaban el rock estadounidense y sus versiones mexicanas, tocaban guitarras eléctricas, fundaban grupos musicales con nombres en inglés, practicaban artes marciales y, a la vez -y esto constituye un rasgo específicamente local- algunos de ellos se enrolaban en las filas guerrilleras y a veces morían en ellas, alimentando así la mitología guerrillera del héroe y el mártir revolucionario como parte del juvenilismo aventurerista y rocanrrolero de los adolescentes, todo lo cual amplió aquí la cultura de "la onda", haciéndola desbordar sus iniciales linderos hedonistas y "New Age", de pasatiempo consumista a la moda.

Los escritores guatemaltecos que de verdad ingresaron a las filas guerrilleras, fueron absorbidos de con tal intensidad por su militancia que consideraron la literatura como una actividad secundaria, a la vez que hondamente vocacional, ya que las vocaciones y cualesquiera inclinaciones personales debían subordinarse a lo que se percibía como el deber revolucionario para con el pueblo, de modo que a estos escritores primerizos no se les ocurría, al menos como objetivo principal de la vida, labrarse una "carrera literaria" ni perseguir el reconocimiento local o internacional como finalidad de su práctica escritural. Por ello, sólo unos pocos (contados con los dedos de una mano) se preocuparon por promover su obra en México, que era entonces la potencia editorial más cercana a la barbarie militar guatemalteca; misma que, entre otras muchas cosas, acabó con la extraordinaria producción oficial de libros que había existido en el país desde la revolución de 1944. Pero la mayoría de escritores revolucionarios, aun teniendo una obra respetable en prosa y poesía, nunca lo hicieron, y mucho menos sistemáticamente. Lo cual, visto en perspectiva histórica, fue probablemente un error, de los muchos que provocó la militancia idealista, ya que varios de ellos se perdieron para la literatura nacional a causa de que dejaron de escribir prematuramente, o porque se los tragó la militancia y la muerte.

Estos son los ingredientes que le dieron a la "nueva novela" de nuestra geografía su peculiaridad frente a otras formas de cultivarla en otros países de América Latina. No se trató de una intención novelística temática en el sentido de escribir "novelas de la revolución guatemalteca" al estilo de las "novelas de la revolución mexicana". Lo que ocurrió fue que, como la lucha armada se había perfilado como un fenómeno político de corte juvenil, protagonizado tanto por jóvenes oficiales del ejército como por estudiantes de secundaria y primeros años universitarios que se tornaban guerrilleros, eso la constituyó a su vez en un vigoroso y atractivo fenómeno cultural para muchas juventudes que vieron en ella una muy idealista oportunidad de encarnar altos valores humanos, y por eso mismo generó apasionadas expresiones artísticas y literarias. Por ejemplo, la llamada "poesía revolucionaria" y, para el caso que nos ocupa, la "nueva novela" guatemalteca.

Las narrativas del "boom", renovadas, frescas, ágiles, culturalmente híbridas e inmersas en las cotidianidades urbanas, cayeron después en la retorización de sus términos de ruptura y acabaron produciendo literatura para el mercado del consumismo editorial transnacionalizado. Pero, al mismo tiempo, abrieron las puertas de la posmodernidad literaria en países a los que la modernidad económica y política no acababa (ni acaba) aún de llegar. Esas puertas fueron transitadas por escritores latinoamericanos que, sin trabajar todavía para el mercado editorial, continuaron experimentando con las estéticas del "boom", tratando de dar cuenta de su entorno histórico cambiante y particular, y es a este amplio conjunto literario dentro del que se cuenta a "la onda" mexicana, al que le ha caído encima el sambenito de "posboom", una caracterización tan incierta como todas las que vienen precedidas por los prefijos "pre" y "pos", pero que puede resumirse como el conjunto de desarrollos que, a partir del "boom", los escritores hispanoamericanos realizaron, a lo largo de los años 70 y 80, tratando de dar cuenta, por medio de los recursos "háblicos" del "boom" y de sus experimentalismos neovanguardistas, de los conflictos de la modernidad urbana en sus respectivos países. Y es en este marco que surgen autores que entonces logran, por distintas razones, una gran difusión editorial. Por ejemplo: el argentino Manuel Puig y el cubano Severo Sarduy, entre otros.

En Centroamérica no hubo escritores del "boom" sino continuadores de su estética (o "posboomers"), como los autores de la "nueva novela". Es por eso que, al tiempo que publicaban bajo estéticas similares Antonio Skármeta, en Chile, Marco Tulio Aguilera Garramuño, en Colombia, y José Agustín y Gustavo Sáinz, en México, los guatemaltecos Flores y Morales, y el salvadoreño Manlio Argueta, con su Caperucita en la zona roja (1978), lo hacían en Centroamérica, por lo que constituyen el conjunto centroamericano inaugural de la "nueva novela", sobre todo por la similitud en de sus direcciones experimentales, por sus temáticas urbanas y por el punto de vista de los narradores, siempre viviendo las culturas de la urbanidad desde marginalidades políticas y culturales. Después, el movimiento se desarrolló con la publicación de libros que exploraron las estéticas arriba explicadas desde perspectivas diversas y no siempre ligadas a las coordenadas de la modernidad urbana, como ocurrió con novelas escritas por Arturo Arias, Marcos Carías (de Honduras), Carlos René García Escobar y Edwin Cifuentes (publicadas entre 1979 y 1987), así como con los desarrollos ulteriores que de lo mismo hicimos Flores y yo al retornar al tema de la lucha armada y a las estéticas del "boom", en novelas como El esplendor de la pirámide (1986), En el filo (1993), de Flores, y El ángel de la retaguardia (1997).

Por todo lo dicho, resulta demasiado parcial y limitante (por decir lo menos) considerar al conjunto inaugural de la "nueva novela" guatemalteca y a sus continuaciones, como "novelas de la guerrilla", pues aunque el referente histórico sea ese, las temáticas que articulan las tramas y los desarrollos tienen que ver más con los sentimientos y emociones que el conflicto armado produjo en algunos de sus protagonistas, y con los dilemas morales que el ejercicio de la violencia provocó en adolescentes de la clase media urbana. La teorización crítica de eso y de las formas literarias de la "nueva novela", no se agota ni mucho menos en el devaluado encasillamiento de la llamada "literatura comprometida", que es a lo que se alude cuando se la clasifica como "novela de la guerrilla". Su estudio crítico necesita de un radical replanteamiento teórico y de una ineludible perspectiva historicista para su explicación exhaustiva, pues de esto depende también la evaluación crítica responsable de la producción literaria posterior.





2.6 El periodismo y otras manifestaciones contraculturales
Como parte del movimiento cultural de los años 70, el ejercicio periodístico ligado a ideologías antiburguesas, desmitificadoras e irreverentes, también tuvo expresiones fecundas para el futuro de la prosa en los diarios locales. Sin duda, la columna de opinión de mayor impacto en la época fue "Lo que otros callan", de Irma Flaquer, caracterizada por denunciar la corrupción política al uso con una valentía del todo inusual en el medio. Estos fueron los tiempos en que, gracias al dinamismo de Marco Antonio Flores, surgió la llamada Sección Polémica en la Revista La Semana, en la que Flores, Luis de Lión, Luis Eduardo Rivera y yo escribíamos sobre un mismo tema todos los viernes. En este espacio, y también en el del Suplemento La Cultura del Diario Impacto, solían acompañarnos a veces José Mejía y Lionel Méndez Dávila, y fue en la Sección Polémica que Marco Augusto Quiroa inició su página de caricatura política, que luego cuajaría en otros medios escritos. Por ese tiempo surgieron varias publicaciones literarias, entre las que destaca la Revista Alero, de la Universidad de San Carlos, de gran prestigio en toda la América Latina, y en la que el grupo nuestro, llamado por Noriega, Los Irreverentes, publicó cuentos, ensayos y poemas.

A principios de los 70, el mismo grupo realizó lo que llamamos "la muralización de la USAC", un proyecto para el que Flores, Rivera, De Lión y yo, acompañados de otros amigos, inventamos frases que fueron pintadas en los muros universitarios, junto a diseños de Ramírez Amaya. Recuerdo que Luis escribió una que decía: "Auditor es sinónimo de 'oreja'", y que fue pintada en la Facultad de Economía. También una mía que decía: "Todo aquello por conseguir nos pertenece". Y muchas otras, entre las que se cuenta aquella que decía: "Yo hago la revolución con Marx Factor", la cual fue una broma mía a mi buen amigo, el entonces asesor jurídico de la Asociación de Estudiantes Universitarios (AEU), Factor Méndez, y a la que, en uno de sus típicos arranques de humor negro, Ramírez Amaya agregó, con pintura roja, las siglas PGT, provocando un iracundo comunicado del Partido Guatemalteco del Trabajo (comunista) en contra de nosotros, al que se sumaron acciones de hecho por parte del secretariado general de la universidad, controlado por el PGT, que solicitó el ingreso de la fuerza pública al campus universitario autónomo para capturar a Ramírez Amaya. Éste logró escapar gracias a la distracción que Flores, Rivera y yo logramos hacerle a la patrulla, metidos en el Mini Cooper que manejaba Flores. La muralización de la universidad fue un acto contracultural de estética pop y contenidos irreverentes que, en un país con un auge guerrillero en marcha, resultaba subversivo no sólo para el Estado militar sino incluso para el conservador partido comunista, por lo que emblematizó el filón más radical y rebelde del movimiento cultural de los años 70, muy ligado a la plástica y a la literatura, aunque apelando al efectismo del happening y la performance, entonces muy de moda en las culturas urbanas del primer mundo. Quizá sea necesario decir que la muralización fue financiado por la AEU, la cual estaba controlada por las guerrillas, y que esto explica en parte la pugna entre los estudiantes y las autoridades universitarias comunistas.

A principios de los años 80, el grupo irreverente formado espontáneamente por De Lión, Rivera, Noriega, Flores, Ramírez Amaya, José Mejía y yo, se dispersa debido a la intensificación de la represión gubernamental y la militancia de izquierda de algunos de nosotros. Luis de Lión es capturado y desaparecido en 1984. A mí se me asignan tareas internacionales en México, Costa Rica y Nicaragua desde 1982, y no vuelvo a saber de mis amigos sino hasta los años 90.





3. La literatura en los años 80, 90 y 2000
Comparada con la década anterior, durante los años 80 la literatura perdió brío y esplendor, quizá debido al clima de persecución y terror que la contrainsurgencia instauró en el país. Los escritores que permanecieron en el territorio y que no entraron en la clandestinidad fueron aquellos que no tenían participación política en la izquierda y, si la tenían, se vieron obligados a autocensurar cualquier expresión que acusara simpatías hacia las luchas populares. La literatura local pasó entonces a ser representada por escritores como William Lemus, Max Araujo, Carlos René García Escobar, Juan Fernando Cifuentes y otros, quienes publicaron a lo largo de la década controlando la organización gremial, la actividad editorial y el estamento mediático paraliterario.

En el ámbito internacional de la izquierda, los años 80 fueron la época del auge de los movimientos de masas y las guerrillas, del testimonio y de la novela testimonial, con libros como el del guerrillero nicaragüense Omar Cabezas, grabado por él y vuelto escritura de tono conversacional por Sergio Ramírez y Claribel Alegría, La montaña es algo más que una inmensa estepa verde (1982); los testimonios novelados de Mario Payeras, Los días de la selva (1981) y El trueno en la ciudad (1987) y del libro de la venezolana Elizabeth Burgos, Me llamo Rigoberta Menchú (1984). También fue la época de la novela testimonial Un día en la vida (1980), del salvadoreño Manlio Argueta, y de El esplendor de la pirámide (1986). Lo que llamé "testinovela" no cobró forma sino hasta 1993, con Señores bajo los árboles (1994), y lo que llamé "folletimonio" se concretó con Los que se fueron por la libre (1998). En mi caso personal, a partir de entonces dejó de interesarme hacer novelas y me dediqué al ensayo sobre la problemática intercultural, y también al periodismo de debate sobre la izquierda, el movimiento culturalista "maya" y el neoliberalismo, por juzgar que eso era lo que tenía que hacer en aquel momento de la historia local. Toda la mencionada producción de los 80 y 90 estuvo ligada, tanto en sus contenidos como en sus propuestas estéticas, al accidentado proyecto revolucionario, y contrasta en general con las temáticas de los escritores de los 80 mencionados arriba, y con su visión de la experiencia guerrillera.

A lo largo de estas dos décadas sobresalen, con una poesía exteriorista de intenso sentido del humor y la ironía, autores como Otoniel Martínez, Rafael Gutiérrez y Francisco Nájera. También, con poemas y prosas de sensibilidad femenina y, a veces, feminista, Norma García Mainieri, Carmen Matute, María del Rosario Molina, Dina Posada, Mildred Hernández, Gloria Antonieta Sagastume y Aída Toledo. En la narrativa destacan Fernando González Davison, Dante Liano, Adolfo Méndez Vides, Carlos Navarrete, Rodrigo Rey Rosa y Raúl de la Horra, quienes acusan temáticas más existenciales y formas menos experimentales y más lineales que las que preocupaban a los autores de la "nueva novela". Se trata de narraciones más explícitas, que no buscan expresar realidades complejas mediante obsesivas manipulaciones lingüísticas experimentales, sino que aspiran a una narración directa y centrada en la anécdota. En estos años se dedicaron al ensayo de crítica literaria académica, Lucrecia Méndez de Penedo, María del Carmen Meléndez de Alonso, Helen Umaña y Dante Liano, entre otros, gracias al magisterio de Francisco Albizúres Palma.

En los 90 sobresalen los cuentos de Luis Aceituno, contenidos en su libro Los años sucios (1993), una interesante continuación creativa y actualizada de las estéticas del "posboom" y los juvenilismos. En la vena coloquialista y experimental, también las novelas de Franz Galich, Huracán corazón del cielo (1995) y Managua salsa city (2000), así como la prolífica e intensa producción narrativa de Francisco Alejandro Méndez. Y con registros que evitan el experimentalismo a menudo exagerado del "posboom", la cuentística evocativa de Ivonne Recinos. También, la poesía de Humberto Akabal, que constituye un nexo de continuidad respecto de algunas de las estéticas coloquialistas del Grupo Nuevo Signo, en primerísimo lugar, de la poesía de su mentor Luis Alfredo Arango, con la diferencia de que el seguidor la ofrecía al público no como el esfuerzo del mentor por recrear y reivindicar lo popular rural mediante versos conversacionales de humor ladino, sino como una supuesta continuación contemporánea de la tradición literaria "maya" (sea eso lo que fuere), que él recitaba con colorida teatralidad en performances que incluían danza y simulacros de ceremonialidad religiosa indígena, con todo lo cual inauguró, localmente, la concepción y práctica del escritor como entertainer.

Continuando con esta preocupación por la resonancia mediática, a lo largo del entresiglo y en lo que va de los años 2000, las tendencias literarias internacionales que cundieron localmente en los 70, fueron vueltas a visitar por escritores primerizos que protagonizaron, en sus primeras épocas, una juvenil ilusión rupturista que en realidad no fue sino una fiel continuidad de los experimentalismos neovanguardistas anteriores (tanto en la prosa como en la poesía). Es el caso de jóvenes como Estuardo Prado, Maurice Echeverría, Ronald Flores, Javier Payeras, Alan Mills y Regina José Galindo, entre otros, quienes (unos más, otros menos) desplegaron lúdicos y a menudo estridentes simulacros mediáticos de rebeldía, imbuidos de ese entusiasmo contracultural de mercado que, según las pautas de "lo alternativo" estadounidense y signados por una religiosa exégesis de las drogas y las modas contraculturales de la transgresión consumista controlada, adhiere a las conocidas propuestas de la publicidad y el mercadeo de productos para jóvenes que en el primer mundo aspiran a ser reconocidos como "diferentes". Su expresión, a ratos intensa, oscilaba entre el efectismo de la performance contestataria y el simulacro de marginalidad juvenilista de clase media, expresado en las mencionadas claves neovanguardistas de explícito efectismo mediático. Como parte obligada de su imagen de rebeldes posmodernos, sus declaraciones públicas (pues se ocuparon aplicadamente de aparecer en las secciones impresas de cultura y farándula) incluían invariablemente una disciplinada descalificación agresiva del pasado guerrillero (por obsoleto, inútil, dañino y como una herencia indeseable), de las literaturas ligadas a él y de las estéticas del "posboom" que las conformaron, de las cuales ellos mismos constituyeron un inequívoco nexo de continuidad, matizado por influencias internacionales vueltas a descubrir por ellos, como les ocurrió con William Burroughs y la Generación Beat.

En este mismo filón y como parte de las modas editoriales globalizadas, algunos escritores menos jóvenes que los anteriores, como Eduardo Halfon (y el salvadoreño Horacio Castellanos Moya), entre otros, decidieron escribir para el mercado editorial internacional y practicaron modas como la de la novela "metaliteraria", escrita a partir de la recreación libre de temas de otros libros, y también (como parte de la moda "retro") la de la novela neohistórica y neodetectivesca, que forman parte del menú literario que incluye otra modas como la de la "literatura de mujeres", la de la "literatura gay" y la de las "literaturas étnicas", casi todas ellas imbuidas de los lugares comunes de la "estética" ligera de la "corrección política" (travestida de discurso contrahegemónico), al uso en universidades estadounidenses y en los ámbitos de la cooperación internacional; la que, junto a las editoriales transnacionales, controlan, por medio de la promoción de un discurso literario ecualizado para amplios segmentos de consumidores escasamente letrados, los criterios de "consagración" local y la publicación de obras literarias. Señalo estas direcciones no como tendencias creativas (que es como han existido siempre de manera espontánea), sino como parte de las modas posmodernas que magnifican la condición sexual o étnica de los autores por encima de la especificidad estética de sus obras, gracias a una estrategia de mercadeo editorial segmentado que al "diferenciar" la literatura la ecualiza, reduciéndola a unas cuantas normas obligadas de expresión multiculturalista "políticamente correcta", y asegurándose con ello una gran cantidad de consumidores de libros que -como todos los buenos consumidores- buscan satisfacer una ingente necesidad de llenar el vacío existencial que provoca la sociedad consumista, con toda suerte de autoindulgencias hedonistas.

Algunos de estos jóvenes (y no tan jóvenes) ejercieron también un pertinaz opinionismo culturalista cuyo eje crítico fue la descalificación aplicada del pasado literario inmediatamente anterior a ellos. Es decir, el ejercicio obsesivo del rupturismo o de lo que Octavio Paz llamó "la tradición de la ruptura", oxímoron que tipifica la naturaleza esquizoide del arte, la literatura y la cultura de la modernidad. Sin embargo, al parecer, su proceso de maduración llevó a estos jóvenes a asumir poco a poco actitudes más cognitivas y menos impresionistas y efectistas respecto de la literatura anterior y de la que hacen ellos mismos, por lo que algunos han empezado a producir obras más ligadas a la sinceridad y a la honestidad emocional y reflexiva, que a la ilusión efímera de la exhibición mediática.

Como contrapartida de la adhesión entusiasta y acrítica a las modas literarias y culturales de la alternatividad para el consumo, estas generaciones de jóvenes también produjeron escritores que ejercieron un discurso literario de subversión paródica, desconstructiva y carnavalesca del pensamiento y las conductas "light", al tiempo que participaban de ellas. Es el caso de algunos textos de Estuardo Prado y de Julio Calvo, y de muchos de los breves artículos ensayísticos de Andrés Zepeda (a quien acompañan en el cultivo efectivo de este género irónico y punzante, Luis Aceituno y Raúl de la Horra, con registros más ligados al conocido desencanto existencial de la cultura francesa). Aquí cabe mencionar también la narrativa de Eugenia Gallardo y Carol Zardetto, quienes, aunque no pertenecen a la generación de jóvenes de la época, publican en estos años sus primeros libros, los cuales constituyen también, cada cual a su manera, contrapartidas narrativas de la adhesión acrítica a las modas literarias al uso. Lo mismo puede decirse de algunos autores destacados en estos años como Edy Alfaro Barillas, Johanna Godoy, Enán Moreno, Juan Carlos Lemus, Jessica Masaya, Claudia Navas Dangel, Oswaldo y Rogelio Salazar de León y Kingston González, entre otros.

Excepcional es sin duda un conjunto de ensayistas que surge ejerciendo la reflexión sobre la cultura con una responsabilidad intelectual y una calidad literaria inusual en el medio. Es el caso de Ramón Urzúa Navas y Alexander Sequén-Mónchez (en el ensayo literario) y el de Mario Castañeda (en el ensayo de análisis histórico-cultural). Asimismo, el caso de Andrés Zepeda, en el cultivo efectivo de la sátira y la desconstrucción irónica de ideologías y mentalidades localistas. Y el de Mario Palomo, quien ha desplegado una abundante producción ensayística de aguda y lúcida reflexión y replanteo marxista de los problemas culturales y políticos que brotan de los desarrollos recientes de la lógica del capital, como ocurre con el neoliberalismo y la globalización de los consumos y las mentalidades consumistas, y quien ha promovido el debate intelectual con los jóvenes de su generación que abrazan las ideologías neoliberales. Igualmente, y como parte de este grupo espontáneo, destaca la producción de Marcela Gereda, quien ha cultivado con agudeza y lucidez el ensayo etnográfico sobre situaciones interculturales, urbanas y rurales, tratando de dar cuenta de la dinámica de las hibridaciones y los mestizajes culturales que articulan las mentalidades de conglomerados en situación de marginalidad, como ocurre con las mujeres saharauis que han vivido en España y Cuba y que han tenido que volver a los campamentos de refugiados, y con las maras y los mareros de Centroamérica, tanto dentro como fuera de sus territorios.

Por supuesto que ignoro los derroteros que tomarán estos jóvenes y la manera como serán caracterizadas estas generaciones de escritores en el futuro. Sobre todo porque esta es la hora en que todavía no existe una crítica responsable que fije y caracterice con ecuanimidad historicista la producción literaria de los años 70. En todo caso, tanto en su filón lúdico-mediático como en su vertiente lúcida-reflexiva, los escritores de los 90 y lo que va de los 2000, están registrando, de la manera como mejor pueden hacerlo, lo que ocurre en el mundo que les toca vivir. Y si admitimos que de eso se trata ser escritor, podemos concluir en que, como ha ocurrido siempre en nuestro medio, la literatura y la elite letrada avanzan a pasos mucho más apresurados que los que son capaces de dar la economía, la política, la educación y la cultura de nuestra totalidad ciudadana.

Finalizo estas líneas reiterando mi convicción de que los cuatro tomos de la Historia de la literatura guatemalteca constituyen el único basamento sobre el que hasta la fecha es posible realizar una evaluación crítica y una periodización didáctica responsables de nuestra producción literaria. Esta es una tarea urgente desde hace muchísimo tiempo. Los estudiosos de nuestras literaturas se la deben a sus escritores y a sus lectores. Por ello, no me queda sino esperar que este corto prólogo haya echado alguna luz sobre posibles caminos a transitar en la ineludible misión intelectual de clasificar, interpretar y explicar lo que quizá sea el producto más sofisticado que haya producido y sigue produciendo nuestro país hasta la fecha: su literatura.




Guatemala, 18-29 de noviembre del 2006; 6 de enero del 2007.

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sábado, octubre 27, 2007

Queremos tanto a Glenda

Cuento de Julio Cortázar

En aquel entonces era difícil saberlo. Uno va al cine o al teatro y vive su noche sin pensar en los que ya han cumplido la misma ceremonia, eligiendo el lugar y la hora, vistiéndose y telefoneando y fila once o cinco, la sombra y la música, la tierra de nadie y de todos allí donde todos son nadie, el hombre o la mujer en su butaca, acaso una palabra para excusarse por llegar tarde, un comentario a media voz que alguien recoge o ignora, casi siempre el silencio, las miradas vertiéndose en la escena o la pantalla, huyendo de lo contiguo, de lo de este lado. Realmente era difícil saber, por encima de la publicidad, de las colas interminables, de los carteles y las críticas, que éramos tantos los que queríamos a Glenda.



Llevó tres o cuatro años y sería aventurado afirmar que el núcleo se formó a partir de Irazusta o de Diana Rivero, ellos mismos ignoraban cómo en algún momento, en las copas con los amigos después del cine, se dijeron o se callaron cosas que bruscamente habrían de crear la alianza, lo que después todos llamamos el núcleo y los más jóvenes el club. De club no tenía nada, simplemente queríamos a Glenda Garson y eso bastaba para recortarnos de los que solamente la admiraban. Al igual que ellos también nosotros admirábamos a Glenda y además a Anouk, a Marilina, a Annie, a Silvana y por qué no a Marcello, a Yves, a Vittorio y a Dirk, pero solamente nosotros queríamos tanto a Glenda, y el núcleo se definió por eso y desde eso, era algo que sólo nosotros sabíamos y confiábamos a aquellos que a lo largo de las charlas habían ido mostrando poco a poco que también querían a Glenda.
A partir de Diana o Irazusta el núcleo se fue dilatando lentamente: el año de El fuego de la nieve debíamos ser apenas seis o siete, cuando estrenaron El uso de la elegancia el núcleo se amplió y sentimos que crecía casi insoportablemente y que estábamos amenazados de imitación snob o de sentimentalismo estacional. Los primeros, Irazusta y Diana y dos o tres más, decidimos cerrar filas, no admitir sin pruebas, sin el examen disimulado por los whiskys y los alardes de erudición (tan de Buenos Aires, tan de Londres y de México esos exámenes de medianoche). A la hora del estreno de Los frágiles retornos nos fue preciso admitir, melancólicamente triunfantes, que éramos muchos los que queríamos a Glenda. Los reencuentros en los cines, las miradas a la salida, ese aire como perdido de las mujeres y el dolido silencio de los hombres nos mostraban mejor que una insignia o un santo y seña. Mecánicas no investigables nos llevaron a un mismo café del centro, las mesas aisladas empezaron a acercarse, hubo la grácil costumbre de pedir el mismo cóctel para dejar de lado toda escaramuza inútil y mirarnos por fin en los ojos, allí donde todavía alentaba la última imagen de Glenda en la última escena de la última película.
Veinte, acaso treinta, nunca supimos cuántos llegamos a ser porque a veces Glenda duraba meses en una sala o estaba al mismo tiempo en dos o cuatro, y hubo además ese momento excepcional en que apareció en escena para representar a la joven asesina de Los delirantes y su éxito rompió los diques y creó entusiasmos momentáneos que jamás aceptamos. Ya para entonces nos conocíamos, muchos nos visitábamos para hablar de Glenda. Desde un principio Irazusta parecía ejercer un mandato tácito que nunca había reclamado, y Diana Rivero jugaba su lento ajedrez de confirmaciones y rechazos que nos aseguraba una autenticidad total sin riesgos de infiltrados o de tilingos. Lo que había empezado como asociación libre alcanzaba ahora una estructura de clan, y a las livianas interrogaciones del principio se sucedían las preguntas concretas, la secuencia del tropezón en El uso de la elegancia, la réplica final de El fuego de la nieve, la segunda escena erótica de Los frágiles retornos. Queríamos tanto a Glenda que no podíamos tolerar a los advenedizos, a las tumultuosas lesbianas, a los eruditos de la estética. Incluso (nunca sabremos cómo) se dio por sentado que iríamos al café los viernes cuando en el centro pasaran una película de Glenda, y que en los reestrenos en cines de barrio dejaríamos correr una semana antes de reunirnos, para darles a todos el tiempo necesario; como en un reglamento riguroso, las obligaciones se definían sin equívoco, no acatarlas hubiera sido provocar la sonrisa despectiva de Irazusta o esa mirada amablemente horrible con que Diana Rivero denunciaba la traición y el castigo. En ese entonces las reuniones eran solamente Glenda, su deslumbrante ubicuidad en cada uno de nosotros, y no sabíamos de discrepancias o reparos. Sólo poco a poco, al principio con un sentimiento de culpa, algunos se atrevieron a deslizar críticas parciales, el desconcierto o la decepción frente a una secuencia menos feliz, las caídas en lo convencional o lo previsible. Sabíamos que Glenda no era responsable de los desfallecimientos que enturbiaban por momentos la espléndida cristalería de El látigo o el final de Nunca se sabe por qué. Conocíamos otros trabajos de sus directores, el origen de las tramas y los guiones; con ellos éramos implacables porque empezábamos a sentir que nuestro cariño por Glenda iba más allá del mero territorio artístico y que sólo ella se salvaba de lo que imperfectamente hacían los demás. Diana fue la primera en hablar de misión, lo hizo con su manera tangencial de no afirmar lo que de veras contaba pata ella, y le vimos una alegría de whisky doble, de sonrisa saciada, cuando admitimos llanamente que era cierto, que no podíamos quedarnos solamente en eso, el cine y el café y quererla tanto a Glenda.
Tampoco entonces se dijeron palabras claras, no nos eran necesarias. Sólo contaba la felicidad de Glenda en cada uno de nosotros, y esa felicidad sólo podía venir de la perfección. De golpe los errores, las carencias se nos volvieron insoportables; no podíamos aceptar que Nunca se sabe por qué terminara así, o que El fuego de la nieve incluyera la infame secuencia de la partida de póker (en la que Glenda no actuaba pero que de alguna manera la manchaba como un vómito, ese gesto de Nancy Phillips y la llegada inadmisible del hijo arrepentido). Como casi siempre, a Irazusta le tocó definir por lo claro la misión que nos esperaba, y esa noche volvimos a nuestras casas como aplastados por la responsabilidad que acabábamos de reconocer y asumir, y a la vez entreviendo la felicidad de un futuro sin tacha, dé Glenda sin torpezas ni traiciones.
Instintivamente el núcleo cerró filas, la tarea no admitía una pluralidad borrosa. Irazusta habló del laboratorio cuando ya estaba instalado en una quinta de Recife de Lobos. Dividimos ecuánimemente las tareas entre los que deberían procurarse la totalidad de las copias de Los frágiles retornos, elegida por su relativamente escasa imperfección. A nadie se le hubiera ocurrido plantearse problemas de dinero, Irazusta había sido socio de Howard Hughes en el negocio de minas de estaño de Pichincha, un mecanismo extremadamente simple nos ponía en las manos el poder necesario, los jets y las alianzas y las coimas. Ni siquiera tuvimos una oficina, la computadora de Hagar Loss programó las tareas y las etapas. Dos meses después de la frase de Diana Rivero el laboratorio estuvo en condiciones de sustituir en Los frágiles retornos la secuencia ineficaz de los pájaros por otra que devolvía a Glenda el ritmo perfecto y el exacto sentido de su acción dramática. La película tenía ya algunos años y su reposición en los circuitos internacionales no provocó la menor sorpresa: la memoria juega con sus depositarios y les hace aceptar sus propias permutaciones y variantes, quizá la misma Glenda no hubiera percibido el cambio y sí, porque eso lo percibimos todos, la maravilla de una perfecta coincidencia con un recuerdo lavado de escorias, exactamente idéntico al deseo.
La misión se cumplía sin sosiego, apenas asegurada la eficacia del laboratorio completamos el rescate de El fuego de la nieve y El prisma; las otras películas entraron en proceso con el ritmo exactamente previsto por el personal de Hagar Loss y del laboratorio. Tuvimos problemas con El uso de la elegancia, porque gente de los emiratos petroleros guardaba copias para su goce personal y fueron necesarias maniobras y concursos excepcionales para robarlas (no tenemos por qué usar otra palabra) y sustituirlas sin que los usuarios lo advirtieran. El laboratorio trabajaba en un nivel de perfección que en un comienzo nos había parecido inalcanzable aunque no nos atreviéramos a decírselo a Irazusta; curiosamente la más dubitativa había sido Diana, pero cuando Irazusta nos mostró Nunca se sabe por qué y vimos el verdadero final, vimos a Glenda que en lugar de volver a la casa de Romano enfilaba su auto hacia el farallón y nos destrozaba con su espléndida, necesaria caída en el torrente, supimos que la perfección podía ser de este mundo y que ahora era de Glenda para siempre, de Glenda para nosotros para siempre.
Lo más difícil estaba desde luego en decidir los cambios, los cortes, las modificaciones de montaje y de ritmo; nuestras distintas maneras de sentir a Glenda provocaban duros enfrentamientos que sólo se aplacaban después de largos análisis y en algunos casos por imposición de una mayoría en el núcleo. Pero aunque algunos, derrotados, asistiéramos a la nueva versión con la amargura de que no se adecuara del todo a nuestros sueños, creo que a nadie le decepcionó el trabajo realizado; queríamos tanto a Glenda que los resultados eran siempre justificables, muchas veces más allá de lo previsto. Incluso hubo pocas alarmas: la carta de un lector del infaltable Times asombrándose de que tres secuencias de El fuego de la nieve se dieran en un orden que creía recordar diferente, y también un artículo del crítico de La Opinión que protestaba por un supuesto corte en El prisma, imaginándose razones de mojigatería burocrática. En todos los casos se tomaron rápidas disposiciones para evitar posibles secuelas; no costó mucho, la gente es frívola y olvida o acepta o está a la caza de lo nuevo, el mundo del cine es fugitivo como la actualidad histórica, salvo para los que queremos tanto a Glenda.
Más peligrosas en el fondo eran las polémicas en el núcleo, el riesgo de un cisma o de una diáspora. Aunque nos sentíamos más que nunca unidos por la misión, hubo alguna noche en que se alzaron voces analíticas contagiadas de filosofía política, que en pleno trabajo se planteaban problemas morales, se preguntaban si no estaríamos entregándonos a una galería de espejos onanistas, a esculpir insensatamente una locura barroca en un colmillo de marfil o en un grano de arroz. No era fácil darles la espalda porque el núcleo sólo había podido cumplir la obra como un corazón o un avión cumplen la suya, ritmando una coherencia perfecta. No era fácil escuchar una crítica que nos acusaba de escapismo, que sospechaba un derroche de fuerzas desviadas de una realidad más apremiante, más necesitada de concurso en los tiempos que vivíamos. Y sin embargo no fue necesario aplastar secamente una herejía apenas esbozada, incluso sus protagonistas se limitaban a un reparo parcial, ellos y nosotros queríamos tanto a Glenda que por encima y más allá de las discrepancias éticas o históricas imperaba el sentimiento que siempre nos uniría, la certidumbre de que el perfeccionamiento de Glenda nos perfeccionaba y perfeccionaba el mundo. Tuvimos incluso la espléndida recompensa de que uno de los filósofos restableciera el equilibrio después de superar ese periodo de escrúpulos inanes; de su boca escuchamos que toda obra parcial es también historia, que algo tan inmenso como la invención de la imprenta había nacido del más individual y parcelado de los deseos, el de repetir y perpetuar un nombre de mujer.
Llegamos así al día en que tuvimos las pruebas de que la imagen de Glenda se proyectaba ahora sin la más leve flaqueza; las pantallas del mundo la vertían tal como ella misma -estábamos seguros- hubiera querido ser vertida, y quizá por eso no nos asombró demasiado enterarnos por la prensa de que acababa de anunciar su retiro del cine y del teatro. La involuntaria, maravillosa contribución de Glenda a nuestra obra no podía ser coincidencia ni milagro, simplemente algo en ella había acatado sin saberlo nuestro anónimo cariño, del fondo de su ser venía la única respuesta que podía darnos, el acto de amor que nos abarcaba en una entrega última, ésa que los profanos sólo entenderían como ausencia. Vivimos la felicidad del séptimo día, del descanso después de la creación; ahora podíamos ver cada obra de Glenda sin la agazapada amenaza de un mañana nuevamente plagado de errores y torpezas; ahora nos reuníamos con una liviandad de ángeles o de pájaros, en un presente absoluto que acaso se parecía a la eternidad.
Sí, pero un poeta había dicho bajo los mismos cielos de Glenda que la eternidad está enamorada de las obras del tiempo, y le tocó a Diana saberlo y darnos a noticia un año más tarde. Usual y humano: Glenda anunciaba su retorno a la pantalla, las razones de siempre, la frustración del profesional con las manos vacías, un personaje a la medida, un rodaje inminente. Nadie olvidaría esa noche en el café, justamente después de haber visto El uso de la elegancia que volvía a las salas del centro. Casi no fue necesario que Irazusta dijera lo que todos vivíamos como una amarga saliva de injusticia y rebeldía. Queríamos tanto a Glenda que nuestro desánimo no la alcanzaba; qué culpa tenía ella de ser actriz y de ser Glenda; el horror estaba en la máquina rota, en la realidad de cifras y prestigios y Oscars entrando como una fisura solapada en la esfera de nuestro cielo tan duramente ganado. Cuando Diana apoyó la mano en el brazo de Irazusta y dijo: "Sí, es lo único que queda por hacer", hablaba por todos sin necesidad de consultamos. Nunca el núcleo tuvo una fuerza tan terrible, nunca necesitó menos palabras para ponerla en marcha. Nos separamos deshechos, viviendo ya lo que habría de ocurrir en una fecha que sólo uno de nosotros conocería por adelantado. Estábamos seguros de no volver a encontrarnos en el café, de que cada uno escondería desde ahora la solitaria perfección de nuestro reino. Sabíamos que Irazusta iba a hacer lo necesario, nada más simple para alguien como él. Ni siquiera nos despedimos como de costumbre, con la liviana seguridad de volver a encontrarnos después del cine, alguna noche de Los frágiles retornos o de El látigo. Fue más bien un darse la espalda, pretextar que era tarde, que había que irse; salimos separados, cada uno llevándose su deseo de olvidar hasta que todo estuviera consumado, y sabiendo que no sería así, que aún nos faltaría abrir alguna mañana el diario y leer la noticia, las estúpidas frases de la consternación profesional. Nunca hablaríamos de eso con nadie, nos evitaríamos cortésmente en las salas y en la calle; sería la única manera de que el núcleo conservara su fidelidad, que guardara en el silencio la obra cumplida. Queríamos tanto a Glenda que le ofreceríamos una última perfección inviolable. En la altura intangible donde la habíamos exaltado, la preservaríamos de la caída, sus fieles podrían seguir adorándola sin mengua; no se baja vivo de una cruz.

De Queremos tanto a Glenda
Cortázar, Julio; Cuentos completos 2, Buenos Aires, Alfaguara, 1996

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domingo, octubre 21, 2007

Va recuperando su protagonismo el espacio El cuento de la Televisión cubana

El género entre los cubanos cuenta con muchísimos cultores y no pocos receptores
Por: Frank Padrón
En Juventud Rebelde (Cuba)

17 de octubre de 2007 00:36:39 GMT
El espacio televisivo El cuento (CV, martes, 10:20 p.m.) está recuperando el protagonismo que algún día tuvo, y no es raro, si se tiene en cuenta que el género entre nosotros cuenta con muchísimos cultores y no pocos receptores.
El de hace dos semanas, nos acercó a uno de los grandes de la narrativa latinoamericana, una de las figuras emblemáticas del llamado boom literario de los años 60 en el siglo pasado, y verdadero paradigma para los amantes del relato: el argentino Julio Cortázar, quien, pese a la fama de su fundacional e innovadora Rayuela, continuó (y aún continúa) siendo una referencia dentro de y para la narración más breve.

El mundo mágico de un escritor que leyó y estudió mucho (pero vivió más, y así lo reflejó en su vasta y rica obra), los frecuentes cruces y nexos entre la realidad y la ficción, y la plasmación de un universo absurdo que no procedía de su imaginación sino que respondía a la más llana realidad, encontraron plasmación en una cuentística aún reveladora, vanguardista, singular.

Su cuento Cuatro actos para un té propone un tema recurrente en su narrativa: una curiosa intersección entre arte y vida. Durante una representación teatral, uno de los espectadores es obligado a representar un papel, y una de las supuestas actrices en escena está en el mismo caso. Al parecer no es un simple juego teatral, sino un plan macabro que el protagonista intenta descubrir, y más allá de todo esto, una reflexión profundamente ontológica, filosófica, como hallamos a lo largo y ancho de la obra cortazariana.

Ya la referencia argumental deja claro que no se trata de un texto lineal, y por tanto, nada fácil en su traslación a la pequeña pantalla. El autor de la versión para el medio y a la vez director de la puesta, Rubén Consuegra, supo de entrada armar una ambientación convincente: la atmósfera peculiar de un teatro (a propósito, el matancero y mítico Sauto), ese raro y encantador elíxir que rodea las representaciones desde mucho antes de que se alce el telón, aparece adecuadamente plasmada en la puesta televisual.

Sin embargo, las indudables complejidades del corpus literario, los sugerentes subtextos que el nada inocente juego entre la escena y ese otro escenario, mucho más amplio y difícil (como es la realidad) propone el relato, se simplifican un tanto dados los recurrentes efectos (devenido efectismos) a que convoca la imagen. Consuegra y sus colaboradores pensaron quizá que recurriendo a los mismos, lograrían trasmitir los intrincados pasadizos de la narración, pero estos quedaron en la epidermis del espectador.

Luego, la iluminación resultó otro rubro desacertado; no extrañó leer en los créditos finales la cantidad de especialistas en dicha rama que trabajaron aquí, y es que el énfasis y los excesos dieron al traste con la atmósfera mucho más íntima que requerían gran parte del sujet y sus espacios; no se apreció una delimitación rigurosa, como tocaba, entre las luces de la puesta en el escenario y, digamos, las del camerino a que conducen al actor improvisado, o los momentos finales fuera del teatro, cuando justamente la importancia de esas diversas locaciones para las tesis que propone el relato según avanza la trama, precisaban de una mayor diferenciación en el diseño lumínico.

Por último, las actuaciones. En tan importante acápite el director demostró cuidado, rigor, pero desafortunadamente se tuvo que enfrentar a bisoños actores (comenzando por el protagonista) aún sin suficiente experiencia y energía para asumir personajes tan contundentes y matizados como los de este cuento, de modo que el error partió aquí de la propia selección, del casting, a pesar de lo cual, descollaron algunos desempeños individuales como los de Aramís Delgado y Dianelis Brito.



Cuatro actos para un té quedó, sin duda, por debajo de sus posibilidades, pero entreabrió una puerta: si bien clásicos de la narrativa hispanoamericana merecen, como en este caso, ser asumidos y representados por nuestra Redacción dramatizada (empeño que desde un principio saludamos) también precisan de un mayor y mejor estudio previo, un tratamiento más consciente para así arribar a resultados mucho más estimulantes.

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domingo, octubre 14, 2007

La guarida de Edgar Allan Poe

POR FEDERICO MARÍN BELLÓN. MADRID. (publicado originalmente en abc.es)

Falta poco más de un año para que se cumplan dos siglos de su nacimiento y la «Poemanía» no ha hecho sino comenzar. El fantasma de Edgar Allan Poe (1809-1849) se ha paseado durante el mes de septiembre por el Teatro Español, con Alfonso Sastre como ilustre médium gracias a su obra «¿Dónde estás, Ulalume, dónde estás?», que evocaba el universo atormentado del bostoniano. Homenajeado en discos tan notorios como «The raven» («El cuervo»), de Lou Reed, e incluso en alguna ópera, asiduo a las pantallas de cine gracias sobre todo al incansable Roger Corman, «Edgardo, aquel fumador de amapolas», como cantaba Silvio Rodríguez, desparrama ahora su talento por las viñetas que edita Panini Cómics, publicadas en los Estados Unidos por la mítica factoría Marvel.
El dibujante Richard Corben y el guionista Rich Margopoulos han recopilado diez adaptaciones de sus poemas y relatos en el volumen «La guarida del horror», que incluye, para regocijo de sus admiradores, los textos originales del maestro, con lo que el noble y nada odioso oficio de comparar se torna más fácil que nunca. Los cuentos «El corazón acusador» y «Berenice» acompañan a la recreación de los poemas «El cuervo» -uno de los más celebrados de la literatura en inglés-, «La durmiente», «El gusano conquistador»; «El espíritu de los muertos», «Eulalia», «El lago», «Izrafel» y «El día más feliz».
Apuntes biográficos
Hijo de un matrimonio de actores por lo general secundarios, a Poe lo abandonó su padre a los nueve meses, mientras que su madre murió cuando el futuro escritor tan sólo tenía tres años. Tras una juventud difícil y viajera, el joven Edgar desempeñó oficios tan poco diversos como el de periodista, editor, crítico y, siempre, escritor. Maestro del relato, precursor de la ciencia ficción y padre del primer detective de la historia de la literatura, Arsenio Lupin, Poe tuvo frecuentes ataques depresivos, era adicto al láudano y al alcohol, y en su vida amorosa abundaron los episodios complejos y desequilibrados. Una enfermedad tan literaria como la tuberculosis se llevó por delante a su madre y a su mujer. Él llegaría a fijar fecha para una nueva boda, pero nadie sabe cómo se las arregló para no acudir nunca al altar en el que se lo esperaba.
Edgar Allan Poe murió a los cuarenta años, días después de ser encontrado en un estado lamentable, entre las alucinaciones y los desvaríos propios del delirium tremens. Las causas exactas de su muerte (a buen seguro eran varias) no están claras, aunque se habla de diabetes e incluso de rabia. Puede que en un último instante de lucidez dijera antes de expirar: «¡Que Dios se apiade de mi pobre alma!». También es posible que la leyenda le haya tomado el gusto a la exageración.
«La guarida del horror» multiplica la dificultad del reto al escoger nada menos que ocho poemas del autor de «El pozo y el péndulo». Su fantástica prosa nos ha llegado en unas condiciones envidiables gracias a las soberbias traducciones de Julio Cortázar, quien se detuvo ante el abismo de su poesía, prácticamente inatacable, por lo que el escritor nunca alcanzó en español el reconocimiento que le profesan los críticos anglosajones, ni siquiera en el caso de «El cuervo», cuyo ritmo original apenas se queda en un remedo en la lengua de Cervantes. El cómic que ahora nos llega no sólo publica ocho de esos poemas, sino sus interpretaciones, casi cinematográficas y en muchos casos libérrimas hasta el atrevimiento. Un buen ejemplo es la oda «El gusano conquistador», convertido por Corben, en colaboración con Rick Dahl, en una tenebrosa historia de ciencia ficción.
Corben y Margopoulos
Los resultados, claro, son a veces discutibles, aunque los dibujos poseen siempre la fuerza necesaria para llamar la atención del lector menos interesado. Colaborador habitual de la revista «Heavy Metal», Richard Corben ha ilustrado cómics para Marvel, DC Comics, Dark Horse, Kitchen Sink, IDW y otras editoriales, además de su sello personal, Fangoria. También ha trabajado en el cine, en animación y como ilustrador de carteles. Entre sus portadas de libros y discos destaca el clásico de Meat Loaf «Bat Out of Hell». Creador «underground» que alcanzó notoriedad con títulos como «Creepy» y «Vampirella», aquí sabe variar su estilo en función de las necesidades de cada narración, desde el terror gótico al realismo sucio, combinados con actualizaciones muy cercanas a la novela negra.
Rich Margopoulos, por su parte, inició su carrera de guionista de historietas en la década de los setenta en revistas de terror como «Vampirella», «Eerie» y «Creepy». Entre sus primeras obras se encuentran algunas adaptaciones de Poe al cómic y varias colaboraciones con Corben. También ha trabajado con otros sellos, como Archie, DC, Fantagor y Marvel, y se ha ocupado de varios personajes, incluidos superhéroes como el Capitán América, Hulk y el entrañable Lobezno.
«La guarida del horror» es también el símbolo de una tendencia imparable. Los más talluditos recordarán la vieja propaganda institucional que nos auguraba un libro allá donde hoy apareciera un tebeo. El tiempo ha acabado subvirtiendo también esta frase y ahora son los cómics los que empiezan a sustituir a los clásicos literarios. La agencia Efe recuerda la osadía de Peter Kuper al meterle mano a «La metamorfosis» de Kafka o la iniciativa de la editorial Graphic para cuartear nada menos que «Macbeth», de Shakespeare, y «Jane Eyre», de Charlotte Brontë.
Incluso un autor tan difícil como Marcel Proust puede presumir de algún antecedente esperanzador. La primera entrega de «En busca del tiempo perdido», a cargo de Stéphane Heuet (publicada en España por Sexto Piso), ha vendido en Francia 75.000 ejemplares. Quizá mañana vuelva el libro. De momento, miren y lean y, como en el caso de Poe, teman.

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jueves, octubre 04, 2007

Los cronopios nunca mueren

Ignacio Ramirez (Colaborador de Prensa Latina)*

Rayuela, publicada convencionalmente en 1963, ya no cumple años sino siglos, si nos atenemos a los despachos internacionales que la señalan entre las favoritas de compradores y lectores, al lado de El Quijote, La Biblia, Ulises, el de Joyce, los Cien años de aoledad de nuestro señor de Aracataca y algunos otros que no se dejan desbancar de las vitrinas ni de las cabeceras de las camas o los lugares de mostrar en las bibliotecas porque los libros, quién lo creyera, son también vanidosos cual sus dueños.


El pasado 26 de agosto el Gran Cronopio cumpliría 93 años (nació en Bruselas en 1914) pero le dio por morirse en el 84 del siglo ya transcurrido y desde entonces duerme en polvo con su osita Carol Dunlop en un céntrico cementerio de París, pero lo curioso es que aun frente a la desmesura envidiosa de los críticos que ya lo señalaban como pasado de moda y suficiente, el ave fénix se levanta y canta su canción de palabras renovadas, concierto de propuestas literarias para que el oficio de escribir tenga sentido y gloria como se prueba ahora que este mundo mediático se ha acordado de él, por fuera de las fechas exactas de conmemoraciones, como si se tratara de seguir sus juegos literarios que se burlaban del tiempo y transgredían almidonadas normas narrativas.



Y ¿eso por qué? Porque los Cronopios nunca mueren como él mismo lo había ya proclamado. Y porque en medio de tanta producción y tan poca calidad surgen la lúdica y la poesía como tabla de salvación para el naufragio.



Al hacer memoria en torno a la figura de ese niño escondido en el cuerpo de un gigante, surgen el significado y el alcance de los aportes que suministró, desde su ejercicio de escritor, para que cambiaran muchas facetas de nuestro continente latinoamericano.



En Colombia, el comienzo de los años sesenta se asoma con el influjo rampante del movimiento nadaísta, cuyo aporte fundamental fue la irreverencia, el escándalo, el criticado pero efectista espectáculo promovido desde la plataforma del pensamiento.



Empieza a conocerse a nivel popular la existencia de los poetas malditos de Francia, la literatura río (burla, denuncia, erotismo, goce) del norteamericano Henry Miller, el existencialismo con su carga de náusea, la filosofía criolla de Fernando González.



Ahí, en esa confluencia del surrealismo y el existencialismo, surge de repente (año 62) un mundo nuevo, extraño, desmesurado y fantástico, a pesar de que no dejaba de tener los pies sobre la tierra: la literatura de Julio Cortázar, cuya propuesta -desde todos los puntos de vista desde los cuales pueda ser analizada la expresión artística-, constituía una ruptura vital, positiva, con todo lo que anteriormente se conocía no sólo a nivel latinoamericano sino en el ámbito universal.



Cortázar, como ya lo dije, había nacido en Bruselas el 26 de agosto de 1914 (comenzaba la I Guerra Mundial). Había ejercido como maestro en escuelas normales de diferentes lugares de Argentina, su patria americana, y publicado casi clandestinamente, en 1938, con el seudónimo de Julio Denis, su primer libro.



Una colección de sonetos titulada "Presencia", de la cual nunca quiso reediciones ni divulgación porque, a pesar de la factura perfecta de su contenido, su esencia de Cronopio ya había infundido en su conciencia el precepto básico de que para convertirse en escritor real existe la necesidad de construir textos, atmósferas, lenguajes, ritmos y especialmente propuestas novedosas, casi perfectas, como fueron en lo sucesivo todas las que presentó al mundo a través de su obra.



Vinieron sus primeros libros de cuentos (Los Reyes, Bestiario, Final del juego, entre 1949 y 1956), pero es en 1956 cuando llegan a Colombia los primeros ejemplares de Las armas secretas, cuyos relatos suscitan toda una revolución entre los lectores y los aprendices de escritores de la correspondiente generación.



Y es con El perseguidor, una pieza magistral de la cuentística de todos los tiempos, con el que se rompen todos los esquemas existentes, se cambia el pensamiento de los jóvenes frente a la utilización del lenguaje y de los temas, las nociones del tiempo y del espacio se hacen más libres y se desata toda una revolución claramente cortazariana desde la cual se proponen formas distintas de acometer las preguntas, replanteamientos de los hábitos mentales del lector y códigos diferentes para la edificación de estructuras, contenidos y atmósferas.



Vendrá luego la gran iluminación de Rayuela, desde donde Cortázar rechaza el lenguaje literario -"espejo para lectores-alondra"- y busca uno que, sin renunciar a la estética, tampoco la utilice como medio. Se niega a escribir literariamente sólo para facilitar la lectura y hacerla más agradable; propone una escritura en la que la estética sea a la vez una ética y no simplemente un medio, pero es preciso que el creador haya identificado en sí mismo su sentido de la condición humana con su sentido de la condición de artista.



Luego, 62, modelo para armar, El libro de Manuel, El último round, La vuelta al día en 80 mundos, Octaedro, Un tal Lucas, Los autonautas de la cosmopista, para citar simplemente algunos de los títulos que publica y testimonian su lucha; su fe, su sentido del amor por la palabra y desde la palabra su sentido de esperanza en días mejores para la raza humana.



Muchos críticos actuales tildan ya de caduca y de superada la obra de Julio Cortázar. El gran fantasma del posmodernismo, que pasará en forma rauda como todos las modas que imponen los clasificadores del arte, irradia una sombra supuesta sobre éste y muchos otros autores cuya popularidad en tiempos del boom parece haber sido nefasta, si se mira desde el punto de vista de quienes pasan por encima de los textos sin detenerse a escrutarlos, a palparlos, a evaluarlos.



Pero la literatura de Cortázar aún palpita, su concepto del juego pervivirá y opacará a la truculencia; la vigencia de su lenguaje y la posibilidad de ir y volver por los vericuetos de los libros, igual que se hace con el pensamiento, también permanecerán. Por algo él mismo nos enseñó que los Cronopios nunca mueren.



ag ir



*Escritor y periodista colombiano.




Si estás intersado en el relato breve te recomendamos los cursos impartidos en Hotel Kafka por Eloy Tizón

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sábado, septiembre 22, 2007

Julio Cortázar, la obra crítica

Compilación recoge sus libros de ensayos y sus numerosos artículos publicados en revistas.

Por Carlos Villanes Cairo.
Diario La República

fotografía de Julio Cortázar

La Obra Crítica de Cortázar es el sexto tomo de los nueve que tendrán sus Obras Completas. El libro, de 1,107 páginas, fue publicado por Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, de Barcelona, bajo el cuidado de Saúl Yurkiévich, quien nos abandonó para siempre hace un par de años cuando finalizaba la preparación de este monumental repertorio.

Su publicación coincide con el 60 aniversario de la aparición de Teoría del túnel, donde en 1947 ya fijaba, con clarividente lucidez, su adhesión a la libertad creativa, sin grilletes a escuelas y doctrinas. Trae un prólogo de Saúl Sosnowski.

Mucho ha llovido desde 1938, en que Cortázar publicó su primer ensayo "Para obras de Frederic Chopin", hasta "Una maquinación diabólica: las desapariciones forzadas", en noviembre de 1983. Su estética se deslizó entre las grandes corrientes de los años 50 al 80 y creció con sus lectores, pero la imagen de lo literario, que abrigaba el gran escritor, no cambió sus esencias ni en su débito con el hombre, especialmente, el latinoamericano.

"Una literatura que merezca su nombre es aquella que incide en el hombre desde todos los ángulos (y no por pertenecer al Tercer Mundo, solamente o principalmente en el ángulo sociopolítico), que lo exalta, lo incita, lo cambia, lo justifica, lo saca de sus casillas, lo hace más realidad, más hombre", escribió el autor de Rayuela.

Por su parte, Sosnowski dice: "Cortázar no fue un "crítico literario"; tampoco un revolucionario de sillón. Supo leer como pocos, emitió juicios de valor cuando otros se ceñían a asepsias descriptivas, a conveniencias ideológicas, a frecuentar en imponer el aburrimiento". Pocos palpitaron con tanto ardor, creación y libertad, las turbulencias, muchas veces discriminadoras, de la literatura, la política y la sociedad, durante las cuatro décadas del siglo XX, en que volcó al papel su singular poligrafía literaria.

Cuatro fundamentales

La Obra Crítica se inicia con Teoría del túnel. Notas para una ubicación del surrealismo y el existencialismo. Se insiste en el tema de la novela, sus alcances y limitaciones, sus peripecias ante las posibilidades de su libre ejercicio como llave de la literatura a la realidad y a lo más profundo de lo humano, mediante la complicidad del lector y el desenmascaramiento de las estafas y la búsqueda de nuevos órdenes que permitan al hombre avanzar, realmente, sobre la tierra.

El segundo libro, Ensayos críticos, abarca sus colaboraciones en buena cantidad de revistas, de 1938 a 1984, donde aparecen especialmente literatos. A nuestro Vallejo lo considera como "un padre de una palabra capaz de atacar los viejos órdenes y abrirnos ancha la puerta de este tiempo más nuestro y más hermoso", y recuerda cómo llegó hasta su poesía, gracias a Pablo Neruda. El volumen cierra con dos libros: Nicaragua tan violentamente dulce (1983) y Argentina: años de alambradas culturales (1984).

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sábado, septiembre 15, 2007

Cortázar: el hombre que combatió la nada

4.000 fotografías y filmaciones de Cortázar depositadas en Galicia dan claves de su visión del mundo

por Manuel Rivas

Para el escritor existe una analogía entre cuento y fotografía, y novela y filme "Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías", escribió Julio Cortázar (1914-1984). El autor de Rayuela procuró viajar siempre con dos herramientas en su equipaje: una cámara de fotos y una máquina de escribir. Añadiría, en su momento, una tercera: un tomavistas. De ese combate contra la nada, quedó un legado extraordinario.

Unas cuatro mil imágenes fotográficas (negativos, positivados y diapositivas) y numerosas filmaciones en Súper 8, que por decisión de Aurora Bernárdez, su primera mujer, amiga siempre y última compañera del escritor, han encontrado un hábitat en Galicia, depositadas en el Centro Galego de Artes da Imaxe (CGAI). Una selección de ese valioso legado, con aportaciones inéditas, se mostrará a partir del 28 de septiembre, jueves, en Santiago de Compostela.

Al tiempo, en A Coruña se proyectará un ciclo de películas inspiradas en su obra narrativa. El universo virtual de Cortázar se completará, como puntos de amarre, con originales de su correspondencia, documentos personales y objetos que le acompañaron en vida, como el reloj de arena, un espejo ovalado y el viejo grabado de John Keats, el poeta romántico inglés del siglo XIX, que siempre tuvo un lugar de vigía en su escritorio.

En el número 9 de la plaza General Beuret, en París, hay un buzón de correos en el que todavía figura el nombre de Julio Cortázar y adonde siguen llegando cartas de cronopios de todo el mundo. El escritor acuñó el término en Historias de cronopios y de famas para denominar a los seres portadores de eros y libertad.

Hoy Cortázar se divertiría con la extensión de esa tribu internacional de "amantes de lo extraordinario" a la que él puso nombre. Existen puntos de encuentro y registros de cronopios en Internet. Otros prefieren la correspondencia clásica, esa escritura que Cortázar cultivó como un género literario más. Ahora, entre los mensajes que llegan al número 9 de Beuret, abundan los de cronopios gallegos que se felicitan y agradecen a Aurora Bernárdez el elegir Galicia como uno de los lugares extraordinarios del universo cortazariano.

El manuscrito de Rayuela se encuentra en Austin (Tejas). El resto, en Princeton. Su biblioteca personal, en Madrid, en la Fundación Juan March (una parte de la misma, junto con los ejemplares de las primeras ediciones aportados también por Aurora, se mostrará en la gran exposición compostelana).

Otro lugar importante donde se mantiene viva la memoria del escritor es la Cátedra Julio Cortázar de Guadalajara, México, promovida por Gabriel García Márquez, después de recibir el Premio Nobel. Y ahora Galicia, sede de su archivo de imágenes.

Todo empezó con una visita a la casa de París, en 1999, de una cronopio coruñesa llamada Rocío S. C. Santa Cruz. Fue a proponerle a Aurora Bernárdez la edición ilustrada de un relato casi olvidado, escrito por Cortázar en su época juvenil. Bruja, aparecido en Correo Literario, el segundo cuento que publicó Cortázar, con el padrinazgo de un exilado gallego en Argentina, Arturo Cuadrado.

Otros dos cronopios exilados, Rafael Dieste y Luis Seoane, formaron el primer círculo que amparó la aventura literaria del joven Cortázar. Aurora y Rocío acordaron la reedición artística de Bruja. Pero la colaboración fue más allá. Aurora Bernárdez, nacida en Buenos Aires, hija de emigrantes procedentes de la pequeña aldea orensana de Lago, le abrió a Rocío las puertas al Álbum de Julio. Y hablaron de sus películas. Hace dos años, Rocío Santa Cruz organizó una primera exposición fotográfica en el CCCB (Barcelona).

"Fue el comienzo de una exploración", explica ahora. "No podía imaginarme las maravillas que quedaban por descubrir. Y todavía queda, por decirlo así, mucha terra incógnita".

Hubo otro decisivo paso adelante. El CGAI se ocupó con éxito de la restauración y digitalización de las filmaciones realizadas por Cortázar. Y ésa fue una de las razones que llevaron a Aurora Bernárdez a confiar en ese organismo, dependiente del Gobierno gallego, un tesoro gráfico que durante 20 años permaneció en cajas de zapatos. Bien custodiado, eso sí, por el amigo diseñador y ocasional sparring de Cortázar, Julio Silva, que avanzaba laboriosamente en su catalogación.

Para el autor de Casa tomada o El perseguidor, existe una analogía entre cuento y fotografía, por un lado, y novela y filme, por otro. En un ensayo publicado en la revista Casa de las Américas, en 1970, exponía su sorpresa cuando encontró una total semejanza entre lo que fotógrafos como Cartier-Bresson o Brasai pensaban de su arte y la idea que él mismo tenía del relato literario.

Una coincidencia con la forma de una aparente paradoja, "la de recortar un fragmento de la realidad, fijándolo con determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia".

No se trataba de una mera reflexión teórica. La narrativa de Cortázar tuvo y mantiene un efecto explosivo, de big-bang, en la creación cinematográfica. En A Coruña, en la sede del CGAI, se proyectarán 20 películas inspiradas en su obra, desde Blow-up, de Antonioni, hasta La vida secreta de las palabras, de Isabel Coixet.

Cortázar llevó la comparación entre géneros a otro campo que le fascinaba: el boxeo. En el combate que se libra entre el lector y un texto literario, "la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out".

A propósito de boxeo, entre las imágenes insólitas de la exposición de Compostela aparecen algunas que nos muestran a Cortázar en posición de púgil, "haciendo guantes" con su amigo Silva. Como hay otras de su juventud con tal planta de galán, repeinado, la mirada a una distancia seductora, que nos recuerdan a un Carlos Gardel. Es verdad que ya en esa etapa juvenil le gustaba posar con objetos con carga simbólica, como el acompañamiento surrealista de los relojes.

Su llegada a París, en 1951, adonde meses más tarde le seguirá Aurora, supondrá una explosión vital y creativa y también eso se refleja en su segunda mirada, la fotográfica.

Borges decía que un rostro humano puede ser el más interesante de los mapas. Las fotos que se muestran en Santiago podemos verlas como piezas de un modelo para armar (el título de otro de sus libros) y, de esa manera, conforman un mapa biográfico, son huellas personales, pero también un puzle histórico. Además de ser exponentes de su activa curiosidad y de su intuición estética, las fotos que componen el álbum Cortázar aportan muchísima información.

Algunas podrían dar lugar a ensayos, a debates polémicos o conversaciones interminables. Como el retrato con Lezama Lima en La Habana vieja, en 1966. O con García Márquez, disfrazado de vampiro. Hay muchos documentos gráficos que dan fe de su compromiso frente a esa otra expresión de la nada, que son las dictaduras. Así, aparece presidiendo las sesiones del Tribunal Russell, palestra internacional para denunciar las violaciones de los derechos humanos. Cortázar aportó los beneficios de una de sus obras más célebres, el Libro de Manuel, para ayudar a los perseguidos por la dictadura militar argentina.

Otra gran parte de las fotos nos lo muestran en su faceta de imaginativo cronopio, con esa mezcla de inocencia e ironía habitando la mirada. En el reverso de muchas fotografías figuran anotaciones, casi siempre con un sentido humorístico. "La pose no es muy elegante, pero la culpa no es del elefante", escribe en el envés de un retrato captado por Aurora en la India, y en el que Julio aparece como un aflictivo Don Quijote a lomos de un proboscidio.

Las cámaras, para Cortázar, no sólo tuvieron una utilidad documental. Posibilitaban la ensoñación de construir el territorio de la memoria, pero también se atrevió a experimentar con ellas, a utilizarlas como una energía alternativa, artística. Es el caso de series fotográficas imbricadas con su búsqueda narrativa, como la de la Muñeca rota (para La vuelta al día en 80 mundos).

Otra serie destacada es la que realizó para Prosa de observatorio. La parte gráfica fue también decisiva en una de sus últimas obras, el "viaje intemporal" de Los autonautas de la cosmopista, en colaboración con otro de sus amores, la escritora Carol Dunlop.

Cortázar no cejó nunca en su búsqueda de nuevas formas de contar. Arriesgaba en cada pieza como sus más admirados intérpretes de jazz. Ésa será la música, junto con sus tangos preferidos, que ambientará la exposición en dos recintos de la Universidad de Santiago.

Ese sentido de la otra mirada orientó también sus filmaciones con un modesto tomavistas. En el abundante material, en el que figuran tomas de espacios tan dispares como el búnker de Hitler, parques naturales de Uganda, o lugares sagrados de la India, o curiosos seguimientos de la vida de una mosca o de un hormiguero, Rocío Santa Cruz y el equipo del CGAI han hecho una selección estructurada en forma de cuatro cortometrajes, que, de seguro, serán uno de los motivos más novedosos y de más impacto en este (re)encuentro.

Correspondencia

Con esa disposición de "combatir la nada" en todos los campos, Julio Cortázar hizo de la correspondencia un brillante género literario. Gran parte de su epistolario está publicado en España (Biblioteca Cortázar, editorial Alfaguara, en el año 2000), en tres tomos al cuidado de Aurora Bernárdez y que con el tiempo van ganando fama de imprescindibles.

Escribía las cartas con una voluntad de estilo y una excitación vital que todavía nos parece oír el teclear de su Remington al leerlas tanto tiempo después. No sólo combatía la nada, sino el blanco del papel. Las líneas cabalgan una en otra y van hasta el límite. El papel de las misivas está hecho de la pasta de una melancolía activa.

Hay una carta que tiene el color de la piel: la que envía a Francisco Paco Porrúa, el editor de Sudamericana, nacido en Galicia, con un dibujo entre palabras: la rayuela que dará lugar a la portada de la ya legendaria novela. Y entre esas cartas que se van a mostrar en Galicia, destaca otra, inédita, dirigida a un pintor argentino, su amigo Eduardo Jonquières, escrita y remitida en París en mayo de 1956, en la que describe su primer recorrido por España con Aurora. En pocos folios escribe una pieza histórica, una penetrante fotografía literaria de aquella España de los años cincuenta.

Hay un tramo en el que escribe: "De Salamanca nos largamos nada menos que a Santiago de Compostela, deliciosa ciudad donde comimos unos pulpos gloriosos. (...) Creo que el descubrimiento (por inesperado) fue el paisaje. Cuando volvíamos de Santiago a León, el tren anduvo toda la tarde junto al río Miño. Pegado a las ventanillas, no podía creer que eso fuera verdad (...) Me he prometido, si alguna vez tengo una deux chevaux, llevarla a Aurora a Galicia, instalar cuarteles de primavera en Redondela, y dedicarme a los paseos, a la pesca, y a herborizar como Rousseau".

Julio ha encontrado su dos caballos. Ha vuelto con Aurora. Los cronopios de todo el mundo no tendrán ningún problema para imaginar cómo herboriza, a lo Rousseau, en los espacios libres de Galicia.


Tomado de El País

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miércoles, septiembre 05, 2007

El cubano Rogelio Riverón gana el Premio Julio Cortázar de 2007

14-ago-07

LA HABANA (AFP) ? El escritor cubano Rogelio Riverón, de 43 años, ganó el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar 2007 con el relato 'Los gatos de Estambul', anunciaron el lunes los organizadores del certamen.



En el relato de Riverón "las mezclas culturales, ciertos fetiches del erotismo, la astuta sutilidad del lenguaje y determinadas presunciones de la identidad, se emulsionan en una trama de dramatismo y vigor muy singulares", según el veredicto del jurado, citado el lunes por el diario oficial Granma.

El rotativo destacó que Riverón, también poeta, periodista y autor de cuatro libros, recibirá su premio único e indivisible el próximo 29 de agosto, durante un acto en el Centro Cultural Dulce María Loynaz, en La Habana, en recuerdo del natalicio de Cortázar (1914-1984).

Además, se entregarán ese día una primera mención y cinco menciones.

Otro cubano, el escritor Jorge Ángel Pérez, se alzó con el premio en 2006, con su cuento 'En una estrofa de agua'.

El Premio Cortázar fue creado por iniciativa de la escritora y editora lituana Ugné Karvelis, segunda esposa del autor de 'Rayuela', y es auspiciado conjuntamente por el Instituto Cubano del Libro, Casa de las Américas y la Fundación ALIA.

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martes, agosto 28, 2007

Cortázar para los jóvenes


Rafael Ortega *

Cuando Julio Cortázar escribió ?Rayuela? pensaba haber hecho un libro para la gente de su generación. La gran sorpresa sería ?años más tarde? que la gente de su edad, de su generación, no entendió nada.
Centenares de cartas, en su mayoría enviadas por jóvenes y adolescentes, llegaron a las manos del autor en señal de aceptación cuando el libro se publicó en Buenos Aires y empezó a ser leído en América Latina.
Esto demuestra que una de las maneras de cambiar la realidad no es a través de una filosofía, sino por medio de la experiencia del hombre angustiado que no acepta la existencia como es. Eso sirve mucho más como modelo para los jóvenes que un libro de texto sobre filosofía.
En el momento en que ?Rayuela? se publicó aún no había hippies, pero había una generación que empezaba a mirar a sus padres y decirles: "Ustedes no tienen razón. Ustedes no nos están dando lo que pretendemos. Ustedes están dando en herencia un mundo que nosotros no aceptamos".
En una entrevista publicada en Cuadernos de Texto Crítico (Universidad Veracruzana, México, 1978), cuando Evelyn Picón Garfield le preguntó por qué fueron los jóvenes los que encontraron algo que los impresionó, Cortázar respondió: "Yo creo que es porque en ?Rayuela? no hay ninguna lección. A los jóvenes no les gusta que les den lecciones. Los adultos aceptan ciertas lecciones. Los jóvenes, no. Los jóvenes encontraban allí sus propias preguntas, sus angustias de todos los días, de adolescentes y de la primera juventud, el hecho de que no se sienten cómodos en el mundo en que están viviendo, el mundo de los padres".
Entonces ?Rayuela? lo único que tenía era un repertorio de preguntas, de cuestiones, de angustias, que los jóvenes sentían. Eso explica por qué la obra resultó importante para los jóvenes y no para los viejos.
Otra de las razones por las que Cortázar caló entre el público joven se debe al elemento lúdico presente en su obra. "Hay un viejo juego, que yo sigo practicando con resultados que me asombran, que es lo que alguien llamó la ?poetomancia?. O sea, tomar un libro de poemas, cualquier libro de poemas, cerrar los ojos, abrirlos y poner el dedo en un verso y leer ese verso; es impresionante la cantidad de veces que en mi caso, el verso en el que caigo me ilumina un futuro inmediato o me aclara un pasado o me muestra cuál es mi presente, entonces, ¡cómo no creer en el poder del lenguaje!, cuando ese simple juego se vuelve una cosa seria", confesó el escritor.
Confirmada queda entonces la conjetura de que el juego y el humor representaban algo serio para él, porque "tal vez para un escritor la única manera de combatir ciertas nostalgias es escribiendo".
Además de ?Rayuela?, Cortázar logró trascender, con ?Los premios? y ?62/Modelo? para armar, las barreras del género novelístico. "Mucho de lo que he escrito", dice en un ensayo autocrítico en ?La vuelta al día en ochenta mundos?, "se ordena bajo el signo de la excentricidad, puesto que entre vivir y escribir nunca admití una clara diferencia... Se reprocha a mis novelas, ese juego al borde del balcón, ese fósforo al lado de la botella de nafta, ese revólver cargado en la mesa de luz, una búsqueda intelectual de la novela misma, que sería un continuo comentario de la acción y muchas veces la acción de un comentario".
Pero Cortázar no sólo representa una figura literaria mayor para los jóvenes; es, además, como dijo Tom Bishop al publicarse la edición norteamericana de ?Historias de cronopios y famas?, "uno de los de esa casta selecta que está desapareciendo, un humorista intelectual".
En estos cuentos cortos, escritos en prosa poética "más para ser sentida que entendida", Cortázar ?para quien "el humor es una de las cosas más serias en existencia"? agrupa a los seres humanos en tres categorías: 1) cronopios (seres artísticos, temperamentales, "desordenados y tibios"); 2) famas ("en las sociedades filantrópicas las autoridades son todas famas", "pesimistas por naturaleza"); 3) esperanzas ("se dejan viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a ver porque ellas no se molestan"). Cortázar adquirió la noción de esos personajes que llamó cronopios durante un concierto de Louis Armstrong en París, en 1952. Escribió entonces una reseña para Buenos Aires Literaria que 15 años después fue reeditada en ?La vuelta al día en ochenta mundos?: "Un mundo que hubiera empezado por Picasso en vez de acabar por él, sería un mundo exclusivamente para cronopios, y en todas las esquinas los cronopios bailarían tregua y bailarían catala, y subido al farol del alumbrado Louis soplaría durante horas haciendo caer del cielo grandísimos pedazos de estrellas de almíbar y frambuesa, para que comieran los niños y los perros".
"Son cosas que uno piensa cuando está embutido en una platea del teatro Des Champs Elysees..., y los famas llegados al concierto por error o porque había que ir o porque cuesta caro, se miran entre ellos con un aire estudiadamente amable, pero naturalmente no han entendido nada...", agrega.
Si los cronopios representan a los seres artísticos, temperamentales, entonces Julio Cortázar era uno de ellos. Esto podría sonar un tanto abstracto, pero tal como declaró el escritor durante una charla que aparece en ?La fascinación de las palabras, de Omar Prego y Julio Cortázar? (1985): "El hombre que habita un mundo lúdico es un hombre metido en un mundo combinatorio, de invención combinatoria, está creando continuamente formas nuevas".
Existen dos maneras de influir en la gente joven: enseñar con textos y teorías, y transmitir a través del juego experiencias anecdóticas o existenciales. "Para mí, una literatura sin elementos lúdicos era una literatura aburrida, la literatura que no leo, la literatura pesada...".
En una entrevista realizada en París (?Siete voces. Los más grandes escritores se confiesan con Rita Guilbert?, 1968), cuando se le preguntó a Cortázar sobre el futuro de la novela, él respondió: "Me importa tres pitos; lo único importante es el futuro del hombre, con novelas o televisores o todavía inconcebibles tiras cómicas o perfumes significantes o significativos, sin contar que a lo mejor uno de estos días llegan los marcianos con sus múltiples patitas y nos enseñan formas de expresión frente a las cuales El Quijote parecerá un terodáctilo resfriado (...). El futuro de mis libros o de los libros ajenos me tiene perfectamente sin cuidado; tanto ansioso atesoramiento me hace pensar en esos locos que guardan sus recortes de uñas o de pelo; en el terreno de la literatura también hay que acabar con el sentimiento de la propiedad privada, porque para lo único que sirve la literatura es para ser un bien común (...). Un escritor de verdad es aquel que tiende el arco a fondo mientras escribe y después lo cuelga de un clavo y se va a tomar vino con los amigos. La flecha ya anda por el aire, y se clavará o no se clavará en el blanco; sólo los imbéciles pueden pretender modificar su trayectoria o correr tras ella para darle empujoncitos suplementarios con vistas a la eternidad y a las ediciones internacionales".
Y con respecto al lenguaje en sus obras, el escritor confesó a Omar Prego: "También hay un ataque al lenguaje anquilosado, al lenguaje quitinizado. Allí, a mi manera, yo libré un combate en el plano del idioma, porque pensaba (y lo sigo pensando) que ese es uno de los problemas más graves que hay en América Latina, toda esa hipocresía lingüística con la que habrá que acabar de una vez".
En definitiva, aparte del legado de su obra, Cortázar dejó estos sabios consejos para quienes pierden su tiempo instaurando mafias dentro del mundillo literario de cualquier comarca del Universo y especialmente para aquellos que se desviven por destacar ?a fuerza de empujoncitos?, descuidando los valores más elementales del ser humano.

* El escritor venezolano Rafael Ortega publicó esta nota en la revista de los escritores hispanoamericanos en internet Letralia.com.

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miércoles, agosto 22, 2007

Final del juego

RELATO DE JULIO CORTÁZAR



Con Leticia y Holanda íbamos a jugar a las vías del Central Argentino los días de calor, esperando que mamá y tía Ruth empezaran su siesta para escaparnos por la puerta blanca. Mamá y tía Ruth estaban siempre cansadas después de lavar la loza, sobre todo cuando Holanda y yo secábamos los platos porque entonces había discusiones, cucharitas por el suelo, frases que sólo nosotras entendíamos, y en general un ambiente en donde el olor a grasa, los maullidos de José y la oscuridad de la cocina acababan en una violentísima pelea y el consiguiente desparramo. Holanda se especializaba en armar esta clase de líos, por ejemplo dejando caer un vaso ya lavado en el tacho del agua sucia, o recordando como al pasar que en la casa de las de Loza había dos sirvientas para todo servicio. Yo usaba otros sistemas, prefería insinuarle a tía Ruth que se le iban a paspar las manos si seguía fregando cacerolas en vez de dedicarse a las copas o los platos, que era precisamente lo que le gustaba lavar a mamá, con lo cual las enfrentaba sordamente en una lucha de ventajeo por la cosa fácil. El recurso heroico, si los consejos y las largas recordaciones familiares empezaban a saturarnos, era volcar agua hirviendo en el lomo del gato. Es una gran mentira eso del gato escaldado, salvo que haya que tomar al pie de la letra la referencia al agua fría; porque de la caliente José no se alejaba nunca, y hasta parecía ofrecerse, pobre animalito, a que le volcáramos media taza de agua a cien grados o poco menos, bastante menos probablemente porque nunca se le caía el pelo. La cosa es que ardía Troya, y en la confusión coronada por el espléndido si bemol de tía Ruth y la carrera de mamá en busca del bastón de los castigos, Holanda y yo nos perdíamos en la galería cubierta, hacia las piezas vacías del fondo donde Leticia nos esperaba leyendo a Ponson du Terrail, lectura inexplicable.
Por lo regular mamá nos perseguía un buen trecho, pero las ganas de rompernos la cabeza se le pasaban con gran rapidez y al final (habíamos trancado la puerta y le pedíamos perdón con emocionantes partes teatrales) se cansaba y se iba, repitiendo la misma frase:
-Acabarán en en la calle, estas mal nacidas.
Donde acabábamos era en las vías del Central Argentino, cuando la casa quedaba en silencio y veíamos al gato tenderse bajo el limonero para hacer él también su siesta perfumada y zumbante de avispas. Abríamos despacio la puerta blanca, y al cerrarla otra vez era como un viento, una libertad que nos tomaba de las manos, de todo el cuerpo y nos lanzaba hacia adelante. Entonces corríamos buscando impulso para trepar de un envión al breve talud del ferrocarril, encaramadas sobre el mundo contemplábamos silenciosas nuestro reino.
Nuestro reino era así: una gran curva de las vías acababa su comba justo frente a los fondos de nuestra casa. No había más que el balasto, los durmientes y la doble vía; pasto ralo y estúpido entre los pedazos de adoquín donde la mica, el cuarzo y el feldespato ?que son los componentes del granito? brillaban como diamantes legítimos contra el sol de las dos de la tarde. Cuando nos agachábamos a tocar las vías (sin perder tiempo porque hubiera sido peligroso quedarse mucho ahí, no tanto por los trenes como por los de casa si nos llegaban a ver) nos subía a la cara el fuego de las piedras, y al pararnos contra el viento del río era un calor mojado pegándose a las mejillas y las orejas. Nos gustaba flexionar las piernas y bajar, subir, bajar otra vez, entrando en una y otra zona de calor, estudiándonos las caras para apreciar la transpiración, con lo cual al rato éramos una sopa. Y siempre calladas, mirando al fondo de las vías, o el río al otro lado, el pedacito de río color café con leche.
Después de esta primera inspección del reino bajábamos el talud y nos metíamos en la mala sombra de los sauces pegados a la tapia de nuestra casa, donde se abría la puerta blanca. Ahí estaba la capital del reino, la ciudad silvestre y la central de nuestro juego. La primera en iniciar el juego era Leticia, la más feliz de las tres y la más privilegiada. Leticia no tenía que secar los platos ni hacer las camas, podía pasarse el día leyendo o pegando figuritas, y de noche la dejaban quedarse hasta más tarde si lo pedía, aparte de la pieza solamente para ella, el caldo de hueso y toda clase de ventajas. Poco a poco se había ido aprovechando de los privilegios, y desde el verano anterior dirigía el juego, yo creo que en realidad dirigía el reino; por lo menos se adelantaba a decir las cosas y Holanda y yo aceptábamos sin protestar, casi contentas. Es probable que las largas conferencias de mamá sobre cómo debíamos portarnos con Leticia hubieran hecho su efecto, o simplemente que la queríamos bastante y no nos molestaba que fuese la jefa. Lástima que no tenía aspecto para jefa, era la más baja de las tres, y tan flaca. Holanda era flaca, y yo nunca pesé más de cincuenta kilos, pero Leticia era la más flaca de las tres, y para peor una de esas flacuras que se ven de fuera, en el pescuezo y las orejas. Tal vez el endurecimiento de la espalda la hacía parecer más flaca, como casi no podía mover la cabeza a los lados daba la impresión de una tabla de planchar parada, de esas forradas de género blanco como había en la casa de las de Loza. Una tabla de planchar con la parte más ancha para arriba, parada contra la pared. Y nos dirigía.
La satisfacción más profunda era imaginarme que mamá o tía Ruth se enteraran un día del juego. Si llegaban a enterarse del juego se iba a armar una meresunda increíble. El si bemol y los desmayos, las inmensas protestas de devoción y sacrificio malamente recompensados, el amontonamiento de invocaciones a los castigos más célebres, para rematar con el anuncio de nuestros destinos, que consistían en que las tres terminaríamos en la calle. Esto último siempre nos había dejado perplejas, porque terminar en la calle nos parecía bastante normal.
Primero Leticia nos sorteaba. Usábamos piedritas escondidas en la mano, contar hasta veintiuno, cualquier sistema. Si usábamos el de contar hasta veintiuno, imaginábamos dos o tres chicas más y las incluíamos en la cuenta para evitar trampas. Si una de ellas salía veintiuna, la sacábamos del grupo y sorteábamos de nuevo, hasta que nos tocaba a una de nosotras. Entonces Holanda y yo levantábamos la piedra y abríamos la caja de los ornamentos. Suponiendo que Holanda hubiese ganado, Leticia y yo escogíamos los ornamentos. El juego marcaba dos formas: estatuas y actitudes. Las actitudes no requerían ornamentos pero sí mucha expresividad, para la envidia mostrar los dientes, crispar las manos y arreglárselas de modo de tener un aire amarillo. Para la caridad el ideal era un rostro angélico, con los ojos vueltos al cielo, mientras las manos ofrecían algo ?un trapo, una pelota, una rama de sauce? a un pobre huerfanito invisible. La vergüenza y el miedo eran fáciles de hacer; el rencor y los celos exigían estudios más detenidos. Los ornamentos se destinaban casi todos a las estatuas, donde reinaba una libertad absoluta. Para que una estatua resultara, había que pensar bien cada detalle de la indumentaria. El juego marcaba que la elegida no podía tomar parte en la selección; las dos restantes debatían el asunto y aplicaban luego los ornamentos. La elegida debía inventar su estatua aprovechando lo que le habían puesto, y el juego era así mucho más complicado y excitante porque a veces había alianzas contra, y la víctima se veía ataviada con ornamentos que no le iban para nada; de su viveza dependía entonces que inventara una buena estatua. Por lo general cuando el juego marcaba actitudes la elegida salía bien parada pero hubo veces en que las estatuas fueron fracasos horribles.
Lo que cuento empezó vaya a saber cuándo, pero las cosas cambiaron el día en que el primer papelito cayó del tren. Por supuesto que las actitudes y las estatuas no eran para nosotras mismas, porque nos hubiéramos cansado en seguida. El juego marcaba que la elegida debía colocarse al pie del talud, saliendo de la sombra de los sauces, y esperar el tren de las dos y ocho que venía del Tigre. A esa altura de Palermo los trenes pasan bastante rápido, y no nos daba vergüenza hacer la estatua o la actitud. Casi no veíamos a la gente de las ventanillas, pero con el tiempo llegamos a tener práctica y sabíamos que algunos pasajeros esperaban vernos. Un señor de pelo blanco y anteojos de carey sacaba la cabeza por la ventanilla y saludaba a la estatua o la actitud con el pañuelo. Los chicos que volvían del colegio sentados en los estribos gritaban cosas al pasar, pero algunos se quedaban serios mirándonos. En realidad la estatua o la actitud no veía nada, por el esfuerzo de mantenerse inmóvil, pero las otras dos bajo los sauces analizaban con gran detalle el buen éxito o la indiferencia producidos. Fue un martes cuando cayó el papelito, al pasar el segundo coche. Cayó muy cerca de Holanda, que ese día era la maledicencia, y rebotó hasta mí. Era un papelito muy doblado y sujeto a una tuerca. Con letra de varón y bastante mala, decía: «Muy lindas las estatuas. Viajo en la tercera ventanilla del segundo coche. Ariel B.» Nos pareció un poco seco, con todo ese trabajo de atarle la tuerca y tirarlo, pero nos encantó. Sorteamos para saber quién se lo quedaría, y me lo gané. Al otro día ninguna quería jugar para poder ver cómo era Ariel B., pero temimos que interpretara mal nuestra interrupción, de manera que sorteamos y ganó Leticia. Nos alegramos mucho con Holanda porque Leticia era muy buena como estatua, pobre criatura. La parálisis no se notaba estando quieta, y ella era capaz de gestos de una enorme nobleza. Como actitudes elegía siempre la generosidad, la piedad, el sacrificio y el renunciamiento. Como estatuas buscaba el estilo de Venus de la sala que tía Ruth llamaba la Venus del Nilo. Por eso le elegimos ornamentos especiales para que Ariel se llevara una buena impresión. Le pusimos un pedazo de terciopelo verde a manera de túnica, y una corona de sauce en el pelo. Como andábamos de manga corta, el efecto griego era grande. Leticia se ensayó un rato a la sombra, y decidimos que nosotras nos asomaríamos también y saludaríamos a Ariel con discreción pero muy amables.
Leticia estuvo magnífica, no se le movía ni un dedo cuando llegó el tren Como no podía girar la cabeza la echaba para atrás, juntado los brazos al cuerpo casi como si le faltaran; aparte el verde de la túnica, era como mirar la Venus del Nilo. En la tercera ventanilla vimos a un muchacho de rulos rubios y ojos claros que nos hizo una gran sonrisa al descubrir que Holanda y yo lo saludábamos. El tren se lo llevó en un segundo, pero eran las cuatro y media y todavía discutíamos si vestía de oscuro, si llevaba corbata roja y si era odioso o simpático. El jueves yo hice la actitud del desaliento, y recibimos otro papelito que decía: «Las tres me gustan mucho. Ariel.» Ahora él sacaba la cabeza y un brazo por la ventanilla y nos saludaba riendo. Le calculamos dieciocho años (seguras que no tenía más de dieciséis) y convinimos en que volvía diariamente de algún colegio inglés. Lo más seguro de todo era el colegio inglés, no aceptábamos un incorporado cualquiera. Se vería que Ariel era muy bien.
Pasó que Holanda tuvo la suerte increíble de ganar tres días seguidos. Superándose, hizo las actitudes del desengaño y el latrocinio, y una estatua dificilísima de bailarina, sosteniéndose en un pie desde que el tren entró en la curva. Al otro día gané yo, y después de nuevo; cuando estaba haciendo la actitud del horror, recibí casi en la nariz un papelito de Ariel que al principio no entendimos: «La más linda es la más haragana.» Leticia fue la última en darse cuenta, la vimos que se ponía colorada y se iba a un lado, y Holanda y yo nos miramos con un poco de rabia. Lo primero que se nos ocurrió sentenciar fue que Ariel era un idiota, pero no podíamos decirle eso a Leticia, pobre ángel, con su sensibilidad y la cruz que llevaba encima. Ella no dijo nada, pero pareció entender que el papelito era suyo y se lo guardó. Ese día volvimos bastante calladas a casa, y por la noche no jugamos juntas. En la mesa Leticia estuvo muy alegre, le brillaban los ojos, y mamá miró una o dos veces a tía Ruth como poniéndola de testigo de su propia alegría. En aquellos días estaban ensayando un nuevo tratamiento fortificante para Leticia, y por lo visto era una maravilla lo bien que le sentaba.
Antes de dormirnos, Holanda y yo hablamos del asunto. No nos molestaba el papelito de Ariel, desde un tren andando las cosas se ven como se ven, pero nos parecía que Leticia se estaba aprovechando demasiado de su ventaja sobre nosotras. Sabía que no le íbamos a decir nada, y que en una casa donde hay alguien con algún defecto físico y mucho orgullo, todos juegan a ignorarlo empezando por el enfermo, o más bien se hacen los que no saben que el otro sabe. Pero tampoco había que exagerar y la forma en que Leticia se había portado en la mesa, o su manera de guardarse el papelito, era demasiado. Esa noche yo volví a soñar mis pesadillas con trenes, anduve de madrugada por enormes playas ferroviarias cubiertas de vías llenas de empalmes, viendo a distancia las luces rojas de locomotoras que venían, calculando con angustia si el tren pasaría a mi izquierda, y a la vez amenazada por la posible llegada de un rápido a mi espalda o ?lo que era peor? que a último momento Uno de los trenes tomara uno de los desvíos y se me viniera encima. Pero de mañana me olvidé porque Leticia amaneció muy dolorida y tuvimos que ayudarla a vestirse. Nos pareció que estaba un poco arrepentida de lo de ayer y fuimos muy buenas con ella, diciéndole que esto le pasaba por andar demasiado, y que tal vez lo mejor sería que se quedara leyendo en su cuarto. Ella no dijo nada pero vino a almorzar a la mesa, y a las preguntas de mamá contestó que ya estaba muy bien y que casi no le dolía la espalda. Se lo decía y nos miraba.
Esa tarde gané yo, pero en ese momento me vino un no sé qué y le dije a Leticia que le dejaba mi lugar, claro que sin darle a entender por qué. Ya que el otro la prefería, que la mirara hasta cansarse. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas sencillas para no complicarle la vida, y ella inventó una especie de princesa china, con aire vergonzoso, mirando al suelo y juntando las manos como hacen las princesas chinas. Cuando pasó el tren, Holanda se puso de espaldas bajo los sauces pero yo miré y vi que Ariel no tenía ojos más que para Leticia. La siguió mirando hasta que el tren se perdió en la curva, y Leticia estaba inmóvil y no sabía que él acababa de mirarla así. Pero cuando vino a descansar bajo los sauces vimos que sí sabía, y que le hubiera gustado seguir con los ornamentos toda la tarde, toda la noche.
El miércoles sorteamos entre Holanda y yo porque Leticia nos dijo que era justo que ella se saliera. Ganó Holanda con su suerte maldita, pero la carta de Ariel cayó de mi lado. Cuando la levanté tuve el impulso de dársela a Leticia que no decía nada, pero pensé que tampoco era cosa de complacerle todos los gustos, y la abrí despacio. Ariel anunciaba que al otro día iba a bajarse en la estación vecina y que vendría por el terraplén para charlar un rato. Todo estaba terriblemente escrito, pero la frase final era hermosa: «Saludo a las tres estatuas muy atentamente.» La firma parecía un garabato aunque se notaba la personalidad.
Mientras le quitábamos los ornamentos a Holanda, Leticia me miró una o dos veces. Yo les había leído el mensaje y nadie hizo comentarios, lo que resultaba molesto porque al fin y al cabo Ariel iba a venir y había que pensar en esa novedad y decidir algo. Si en casa se enteraban, o por desgracia a alguna de las de Loza le daba por espiarnos, con lo envidiosas que eran esas enanas, seguro que se iba a armar la meresunda. Además que era muy raro quedarnos calladas con una cosa así, sin mirarnos casi mientras guardábamos los ornamentos y volvíamos por la puerta blanca.
Tía Ruth nos pidió a Holanda y a mí que bañáramos a José, se llevó a Leticia para hacerle el tratamiento, y por fin pudimos desahogarnos tranquilas. Nos parecía maravilloso que viniera Ariel, nunca habíamos tenido un amigo así, a nuestro primo Tito no lo contábamos, un tilingo que juntaba figuritas y creía en la primera comunión. Estábamos nerviosísimas con la expectativa y José pagó el pato, pobre ángel. Holanda fue más valiente y sacó el tema de Leticia. Yo no sabía que pensar, de un lado me parecía horrible que Ariel se enterara, pero también era justo que las cosas se aclararan porque nadie tiene por qué perjudicarse a causa de otro. Lo que yo hubiera querido es que Leticia no sufriera, bastante cruz tenía encima y ahora con el nuevo tratamiento y tantas cosas.
A la noche mamá se extrañó de vernos tan calladas y dijo qué milagro, si nos habían comido la lengua los ratones, después miró a tía Ruth y las dos pensaron seguro que habíamos hecho alguna gorda y que nos remordía la conciencia. Leticia comió muy poco y dijo que estaba dolorida, que la dejaran ir a su cuarto a leer Rocambole. Holanda le dio el brazo aunque ella no quería mucho, y yo me puse a tejer, que es una cosa que me viene cuando estoy nerviosa. Dos veces pensé? ir al cuarto de Leticia, no me explicaba qué hacían esas dos ahí solas, pero Holanda volvió con aire de gran importancia y se quedó a mi lado sin hablar hasta que mamá y tía Ruth levantaron la mesa. «Ella no va a ir mañana. Escribió una carta y dijo que si él pregunta mucho, se la demos.» Entornando el bolsillo de la blusa me hizo ver un sobre violeta. Después nos llamaron para secar los platos, y esa noche nos dormimos casi en seguida por todas las emociones y el cansancio de bañar a José.
Al otro día me tocó a mi salir de compras al mercado y en toda la mañana no vi a Leticia que seguía en su cuarto. Antes que llamaran a la mesa entré un momento y la encontré al lado de la ventana, con muchas almohadas y el tomo noveno de Rocambole. Se veía que estaba mal, pero se puso a reír y me contó de una abeja que no encontraba la salida y de un sueño cómico que había tenido. Yo le dije que era una lástima que no fuera a venir a los sauces, pero me parecía tan difícil decírselo bien. «Si querés podemos explicarle a Ariel que estabas descompuesta», le propuse, pero ella decía que no y se quedaba callada. Yo insistí un poco en que viniera, y al final me animé y le dije que no tuviese miedo, poniéndole como ejemplo que el verdadero cariño no conoce barreras y otras ideas preciosas que habíamos aprendido en El Tesoro de la Juventud, pero era cada vez más difícil decirle nada porque ella miraba la ventana y parecía como si fuera a ponerse a llorar. Al final me fui diciendo que mamá me precisaba. El almuerzo duró días, y Holanda se ganó un sopapo de tía Ruth por salpicar el mantel con tuco. Ni me acuerdo de cómo secamos los platos, de repente estábamos en los sauces y las dos nos abrazábamos llenas de felicidad y nada celosas una de otra. Holanda me explicó todo lo que teníamos que decir sobre nuestros estudios para que Ariel se llevara una buena impresión, porque los del secundario desprecian a las chicas que no han hecho másque la primaria y solamente estudian corte y repujado al aceite. Cuando pasó el tren de las dos y ocho Ariel sacó los brazos con entusiasmo, y con nuestros pañuelos estampados le hicimos señas de bienvenida. Unos veinte minutos después lo vimos llegar por el terraplén, y era más alto de lo que pensábamos y todo de gris.
Bien no me acuerdo de lo que hablamos al principio, él era bastante tímido a pesar de haber venido y los papelitos, y decía cosas muy pensadas. Casi en seguida nos elogió mucho las estatuas y las actitudes y preguntó cómo nos llamábamos y por qué faltaba la tercera. Holanda explicó que Leticia no había podido venir, y él dijo que era una lástima y que Leticia le parecía un nombre precioso. Después nos contó cosas del Industrial, que por desgracia no era un colegio inglés, y quiso saber si le mostraríamos los ornamentos. Holanda levantó la piedra y le hicimos ver las cosas. A él parecía interesarle mucho, y varias veces tomó alguno de los ornamentos y dijo: «Este lo llevaba Leticia un día», o: «Este fue para la estatua oriental», con lo que quería decir la princesa china. Nos sentamos a la sombra de un sauce y él estaba contento pero distraído, se veía que sólo se quedaba de bien educado. Holanda me miró dos o tres veces cuando la conversación decaía, y eso nos hizo mucho mal a las dos, nos dio deseos de irnos o que Ariel no hubiese venido nunca. Él preguntó otra vez si Leticia estaba enferma, y Holanda me miró y yo creí que iba a decirle, pero en cambio contestó que Leticia no había podido venir. Con una ramita Ariel dibujaba cuerpos geométricos en la tierra, y de cuando en cuando miraba la puerta blanca y nosotras sabíamos lo que estaba pasando, por eso Holanda hizo bien en sacar el sobre violeta y alcanzárselo, y él se quedó sorprendido con el sobre en la mano, después se puso muy colorado mientras le explicábamos que eso se lo mandaba Leticia, y se guardó la carta en el bolsillo de adentro del saco sin querer leerla delante de nosotras. Casi en seguida dijo que había tenido un gran placer y que estaba encantado de haber venido, pero su mano era blanda y antipática de modo que fue mejor que la visita se acabara, aunque más tarde no hicimos más que pensar en sus ojos grises y en esa manera triste que tenía de sonreír. También nos acordamos de cómo se había despedido diciendo: «Hasta siempre», una forma que nunca habíamos oído en casa y que nos pareció tan divina y poética. Todo se lo contamos a Leticia que nos estaba esperando debajo del limonero del patio, y yo hubiese querido preguntarle qué decía su carta pero me dio no sé qué porque ella había cerrado el sobre antes de confiárselo a Holanda, así que no le dije nada y solamente le contamos cómo era Ariel y cuantas veces había preguntado por ella. Esto no era nada fácil de decírselo porque era una cosa linda y mala a la vez, nos dábamos cuenta que Leticia se sentía muy feliz y al mismo tiempo estaba casi llorando, hasta que nos fuimos diciendo que tía Ruth nos precisaba y la dejamos mirando las avispas del limonero.
Cuando íbamos a dormirnos esa noche, Holanda me dijo: «Vas a ver que desde mañana se acaba el juego.» Pero se equivocaba aunque no por mucho, y al otro día Leticia nos hizo la seña convenida en el momento del postre. Nos fuimos a lavar la loza bastante asombradas y con un poco de rabia, porque eso era una desvergüenza de Leticia y no estaba bien. Ella nos esperaba en la puerta y casi nos morimos de miedo cuando al llegar a los sauces vimos que sacaba del bolsillo el collar de perlas de mamá y todos los anillos, hasta el grande con rubí de tía Ruth. Si las de Loza espiaban y nos veían con las alhajas, seguro que mamá iba a saberlo en seguida y que nos mataría, enanas asquerosas. Pero Leticia no estaba asustada y dijo que si algo sucedía ella era la única responsable. «Quisiera que me dejaran hoy a mí», agregó sin mirarnos. Nosotras sacamos en seguida los ornamentos, de golpe queríamos ser tan buenas con Leticia, darle todos los gustos y eso que en el fondo nos quedaba un poco de encono. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas preciosas que iban bien con las alhajas, muchas plumas de pavorreal para sujetar el pelo, una piel que de lejos parecía un zorro plateado, y un velo rosa que ella se puso como un turbante. La vimos que pensaba, ensayando la estatua pero sin moverse, y cuando el tren apareció en la curva fue a ponerse al pie del talud con todas las alhajas que brillaban al sol. Levantó los brazos como si en vez de una estatua fuera a hacer una actitud, y con las manos señaló el cielo mientras echaba la cabeza hacia atrás (que era lo único que podía hacer, pobre) y doblaba el cuerpo hasta darnos miedo. Nos pareció maravillosa, la estatua más regia que había hecho nunca, y entonces vimos a Ariel que la miraba, salido de la ventanilla la miraba solamente a ella, girando la cabeza y mirándola sin vernos a nosotras hasta que el tren se lo llevó de golpe. No sé por qué las dos corrimos al mismo tiempo a sostener a Leticia que estaba con lo ojos cerrados y grandes lagrimones por toda la cara. Nos rechazó sin enojo, pero la ayudamos a esconder las alhajas en el bolsillo, y se fue sola a casa mientras guardábamos por última vez los ornamentos en su caja. Casi sabíamos lo que iba a suceder, pero lo mismo al otro día fuimos las dos a los sauces, después que tía Ruth nos exigió silencio absoluto para no molestar a Leticia que estaba dolorida y quería dormir. Cuando llegó el tren vimos sin ninguna sorpresa la tercera ventanilla vacía, y mientras nos sonreíamos entre aliviadas y furiosas, imaginamos a Ariel viajando del otro lado del coche, quieto en su asiento, mirando hacia el río con sus ojos grises.

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viernes, agosto 10, 2007

Constituido jurado de Premio Iberoamericano Julio Cortázar

La VI edición del premio iberoamericano de cuentos Julio Cortázar, tiene un jurado integrado por los intelectuales Cira Romero, Alberto Garrandés y Jesús David Curbelo, que dará a conocer sus resultados el 29 de este mes.

En el Centro cultural Dulce María Loynaz, de la capital cubana, tendrá lugar esa entrega como homenaje al gran escritor argentino y amigo de Cuba, en ocasión de su natalicio.

Con creciente prestigio, este certamen anual convocó este año a autores de 17 países de América, Europa y Asia.

El concurso fue creado por iniciativa de la escritora y editora lituana Ugné Karvelis, y es auspiciado conjuntamente por el Instituto Cubano del Libro, la Casa de las Américas y la Fundación ALIA.

Viajero frecuente a la capital cubana tras el triunfo de la Revolución, donde desplegó gran actividad de promoción literaria y solidaria, Julio Cortázar fue uno de los narradores más relevantes del llamado boom latinoamericano, con novelas como Rayuela, y cuentos considerados hoy antológicos en la literatura universal. (AIN)

Publicado originalmente en Granma 2-8-2007

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miércoles, agosto 01, 2007

Michelangelo Antonioni: el hombre que sabía mirar

El gran cineasta italiano murió en Roma, a los 94 años. Sus películas, rigurosas y modernas, se centraron en la alienación del hombre contemporáneo. Entre sus clásicos se destacan "La aventura", "El eclipse", "El pasajero" y "Blow Up", adaptación de un cuento de Julio Cortázar.

(fuente original: diario Clarín, Diego Lerer)



Parece increíble, pero es real. Menos de 24 horas después de la muerte de uno de los más grandes cineastas de la historia, Ingmar Bergman, falleció otro realizador tan extraordinario y legendario como el sueco: el italiano Michelangelo Antonioni. El cineasta murió el mismo día que Bergman, pero a la noche, tras un paro cardíaco (en 1985 sufrió una embolia que le paralizó parte del cuerpo y le impedía hablar). Tenía 94 años y su esposa, Enrica Fico, estaba a su lado. No tenía hijos.

Con películas inolvidables como La aventura, El eclipse, Blow Up y El pasajero en una carrera no demasiado prolífica, el realizador fue el prototipo del cineasta moderno, utilizando los recursos cinematográficos de una manera inconfundible para pintar un mundo de seres desconectados, para hablar de la soledad, la angustia y la alienación. Su estilo -austero, seco, alejado de las formas narrativas clásicas- ha creado una escuela, que se ve tanto en el cine asiático como en el llamado Nuevo Cine Argentino.

Antonioni nació el 29 de setiembre de 1912 en Ferrara. Tras graduarse en Ciencias Económicas en la Universidad de Bologna empezó a trabajar como crítico de cine en el periódico de su pueblo natal. En 1940 empezó sus estudios en el Centro Sperimentale di Cinematografia y dos años después ya escribía un guión junto a Roberto Rossellini. Pocos meses después iría a Francia a trabajar como asistente de Marcel Carné.

En los años 40 realizó una decena de cortos (entre los que se destaca el documental Gente del Po) antes de debutar en el largometraje con Crónica de un amor, de 1950. Con un tono cercano al policial, Antonioni cuenta aquí la historia de una mujer que engaña a su marido, quien contrata a un detective para investigarla. Si bien el filme posee algunos rasgos estilísticos y narrativos que luego serían inconfundibles -el tema de la investigación de la vida de la clase alta, narraciones fracturadas-, pasarán unos años para que el cineasta termine de romper con las convenciones del neorrealismo.

Las amigas (1955) y, especialmente, El grito (1957) irían perfeccionando ese estilo que explotaría en La aventura (1960), esa hoy incuestionable obra maestra que dejó pasmados a los espectadores en Cannes. En El grito la historia de un trabajador de una fábrica se va armando de a retazos, a partir de su separación matrimonial, su fuga y su malogrado retorno al hogar. Si bien aquí lo personal tenía un contrapeso en lo social y político, Antonioni va destilando su forma: la manera de filmar los paisajes desérticos y semivacíos, la preferencia por las composiciones casi pictóricas y la desdramatización de las situaciones y actuaciones.

La aventura lo convierte en un autor reconocido mundialmente. A partir de la historia de una mujer que desaparece en una isla en medio de un viaje en barco, el filme propone una búsqueda más metafísica que policial, en la que se embarca Sandro (Gabriele Ferzetti), su pareja. Esa búsqueda lo unirá a Claudia (Monica Vitti), con la que -pasado el tiempo de infructuosa tarea- iniciará una relación. Pero más allá de lo argumental, lo que sorprendió en el filme en aquel momento (los espectadores, en Cannes, pedían "corte" y se reían en medio de las tomas) fue el tratamiento que Antonioni hacía del tiempo y el espacio cinematográficos, con escenas que duraban más de lo usual y que se detenían en detalles tanto arquitectónicos como de comportamiento.

Es aquí donde empieza a hablarse de Antonioni como un cineasta de la alienación, un retratista de esa enfermedad contemporánea en un mundo en el que las conexiones entre las personas resultan imposibles de concretar. Un par de años después de los abucheos en Cannes, La aventura era elegida como una de las mejores películas de la historia en la ya clásica encuesta de la revista Sight & Sound. Es una de las películas fundacionales de lo que por entonces se llamó "cine moderno".

En La noche (1961) y El eclipse (1962), Antonioni llevaría a extremos aún mayores su investigación en el lenguaje del cine, radicalizando sus propuestas pese a contar con elencos de estrellas como Marcello Mastroianni, Jeanne Moreau y Alain Delon. El filme se centra en unas pocas pero fuertes horas de una pareja en crisis. El es un escritor que presta poca atención a su esposa. A lo largo de una fiesta en la casa de un millonario, ambos descubren inesperadas cosas acerca del otro. La película ?Oso de oro en Berlín?, plantea una idea similar a la del anterior filme: retratar la crisis de pareja en un mundo burgués frívolo y vacío. Visualmente, el italiano mantiene su preferencia por filmar modernas estructuras arquitectónicas, impersonales tótems que le sirven de potentes símbolos para sus temáticas preferidas.

El eclipse ?premio del jurado en Cannes? cierra esa trilogía sobre la alienación. Aquí, Vittoria (Vitti) deja a su novio por motivos que no sabe explicar. Luego conoce a un agente de bolsa (Delon), con quien inicia una extraña y silenciosa relación. El final abierto ?siete minutos de tomas de escenarios vacíos, edificios en construcción y lugares vistos antes, pero sin la aparición de los protagonistas? es considerado uno de los más radicales de la historia.

El desierto rojo mantiene similar temática y protagonista, pero aquí lo primero que llama la atención es la aparición del color. El director no teme pintar escenarios, construcciones y hasta paisajes para darles la tonalidad que desea. El filme transcurre en una zona industrial y su protagonista (Vitti) es una mujer que tiene problemas mentales y se siente alejada de lo que le sucede a su alrededor, incluyendo su marido e hijo. La relación que inicia con un amigo (Richard Harris) tampoco la ayuda a superar esa crisis.

Un contrato que firma con Carlo Ponti lo condiciona a hacer películas en inglés. De ese trío surgen dos grandes obras, Blow Up (1966) y El pasajero (1975) y una fallida experiencia californiana, Zabriskie Point (1970). El primer filme transcurre en pleno Swinging London y, tomando como base el cuento de Julio Cortázar Las babas del diablo, se centra en un fotógrafo de modas que cree descubrir que ha fotografiado, sin darse cuenta, un asesinato. El hombre se obsesiona con el tema buscando detalles en sus fotos y encontrando cada vez más misterios a su alrededor. Un éxito de público y crítica ?él fue nominado al Oscar como director y coguionista?, Blow Up es la película más conocida y accesible del director.

En Zabriskie Point, Antonioni quiere ofrecer su mirada sobre la cultura hippie, pero se queda a mitad de camino del fenómeno. De cualquier manera, muchas escenas son pequeñas piezas de arquitectura visual que sólo un cineasta con su ojo podría filmar.

Ese mismo ojo, pero con una mejor historia y una gran actuación de Jack Nicholson, es el que transformó a El pasajero en su última obra maestra. El filme cuenta la historia de un reportero gráfico que toma la identidad de una persona que muere a su lado en un hotel y decide hacerse pasar por él para escapar. De vuelta, pese a la trama con ribetes detectivescos, lo que le interesa es adentrarse en el vacío existencial de este hombre y en su infructuosa búsqueda de identidad. Largos planos secuencia, como el que cierra el filme, quedaron en la historia.

Sus dos últimos filmes (sin contar los fracasados intentos de hacerlo regresar en Más allá de las nubes y el corto de Eros) fueron El misterio de Oberwald (1978) e Identificación de una mujer (1982), parcialmente logrados intentos de volver a sus temáticas.

Antonioni fue un realizador diferente a casi todos. Incomprendido en un principio, hoy es considerado un maestro con una gran cantidad de discípulos que intentan continuar sus exploraciones. Antonioni usó al cine como una herramienta para investigar, contar y trasladar al espectador el mundo tal como él lo veía. Fue un hombre con una visión precisa y preclara, ambiciosa pero controlada, rigurosa pero abierta a investigar en los misterios más inexpugnables. Esos que no se filman, que no se dicen, que no se explican. Esos que, aún hoy, siguen sin entenderse.-

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miércoles, julio 25, 2007

Los libros de Julio Cortázar


La lectura es un espacio íntimo y muy personal que nos revelan también los rostros y las almas, desde la selección de los libros, autores, temáticas y géneros. Y eso se subraya, cuando el lector es, además, un gran escritor, referente de varias generaciones, como sucede con ese cronopio que tanto queremos en Cuba y en otras naciones iberoamericanas y que conocimos con el nombre de Julio Cortázar.

Al presentarse, en Barcelona, el VI volumen de las Obras completas de Julio, quedó inaugurada la exposición "Los libros de Cortázar", en el Centro Cultural Círculo de Lectores de la ciudad condal. Eso ha permitido a sus admiradores, sobre todo a los jóvenes que buscan sus libros e intentan comprender las claves de su poética, de su creación literaria, aproximarse a la biblioteca personal de Cortázar, en la que se develan sus relaciones personales, la amistad y correspondencia, el intercambio sostenido durante muchos años por el intelectual argentino con otros grandes de las letras, como el cubano José Lezama Lima, el mexicano Octavio Paz y el chileno Pablo Neruda, entre otros.

Allí, en cada cuaderno, está el apunte cortaziano, sus notas, dedicatorias, observaciones, ideas y reflexiones que revelan su huella, como el develamiento de su sensibilidad al encontrarnos con dedicatorias, papeles personales e, incluso, otros objetos escondidos entre sus páginas.

Julio Cortázar, siempre presente en Cuba, desde los años 60 hasta sus últimos días, en diálogo poblado de razones y emociones, es un fantasma amigo que nos acompaña, el mismo que alimenta y reta a otros cuentistas que, cada año aspiran a obtener el premio literario que, en Cuba se ofrece, como tributo y homenaje al Cronopio mayor de las letras latinoamericanas, el mismo que solía degustar de un café, entre las calles de la Habana Vieja, cuando enrumbaba hacia la casa de Trocadero donde le aguarda, entre las volutas de su Habano, el maestro de Paradiso , novela que por cierto, en su edición príncipe, fue prologada por el propio Cortázar.

Muchas anécdotas y leyendas se han tejido sobre esa amistad singular entre ambos autores, desde el diálogo que sostenían los dos, por esas calles habaneras, pobladas por sus imaginerías, en las que el argentino sobresalía desde su deslumbrante juventud, mientras el cubano contemplaba, con cierta dosis de ironía al gaucho, agradecido por el afecto y deudor de tanto apoyo, como el que en silencio se producía cuando desde París o desde cualquier ciudad del mundo, llegaba el Cronopio con nebulizadores para el asma de aquel hijo del trópico, y víctima propia del calor y de la humedad, imágenes que fueron captadas por el lente del fotógrafo cubano Chinolope.

Entonces se afirmaba que Julio no envejecía y que sólo se alargaba su inmensa humanidad. Sí, la huella del sufrir fue marcando con sus arrugas y centellas aquel rostro cordial y franco, ajeno a las edulcoraciones, en cuyos ojos también se iluminaba la ironía del buen sudamericano, mientras el tango se diluía en ron y aguardiente y se quebraba el bandoneón ante los cueros y los metales criollos.

En aquel prólogo al que hice referencia, afirmaba entonces Julio Cortázar: ?Si la dificultad instrumental es la primera razón de que se ignore tanto a Lezama, las circunstancias de nuestro subdesarrollo político e histórico son la segunda.?

El tiempo, como siempre, fue situando las aguas en su nivel, y en una encuesta de la revista inglesa Time, sobre los hechos, personalidades y obras más importantes del siglo XX, en la que fueron consultados 1245 intelectuales, así como 456 artículos y unas 841 bases de datos, en todo el planeta, se llegó a la conclusión que, entre los diez títulos más trascendentes de las letras universales, en la pasada centuria, estaba una novela cubana, la escrita por Lezama Lima y edita en 1966, con el prólogo de Cortázar, una década antes de la muerte del líder del grupo Orígenes.

Así, y en la relación de los libros claves del siglo XX nos encontramos polémicas a parte-, vemos cómo dentro de todo el volumen publicado dentro de la llamada cultura occidental, los cinco títulos votados como los más relevantes fueron:

1) Ulysses ( Ulises ) del irlandés James Joyce - 98 puntos
2) Old man and the sea ( El Viejo y el mar ) del estadounidense Ernest Hemingway - 95 puntos
3) Le Petite Prince ( El Principito ) del francés Antoine Saint Exupery - 88 puntos. Esta obra, debemos apuntarlo, al realizarse también una encuesta en el mundo de las letras y de la academia en Francia, resultó la más votada en la centuria, dentro de la literatura gala del siglo XX.
4) Il nomine della rosa ( El nombre de la rosa ) del italiano Umberto Eco - 87 puntos
5) Paradiso del cubano José Lezama Lima - 77 puntos

Debo hacer notar que en la relación sólo aparecen obras escritas en inglés, francés, italiano y español, idioma este último que logró su inclusión gracias a la novela de nuestro Lemaza Lima, por cierto, único autor que no procede de un país del llamado primer mundo, sino de un archipiélago caribeño, inserto en América Latina. Este dato no apareció en el catálogo barcelonés, pero no podemos soslayarnos, aunque me cabe una inquietud: ¿Sería esta una broma del Cronopio? Al menos, prefiero creer que donde quiera que estén, los dos, Lezama y Cortázar, asuman la noticia con humor y buena dosis de ironía, ¿verdad?
Fuente: CUBARTE

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lunes, julio 16, 2007

La puerta condenada - Cortázar

A Petrone le gustó el hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto. Un conocido del momento se lo recomendó cuando cruzaba el río en el vapor de la carrera, diciéndole que estaba en la zona céntrica de Montevideo. Petrone aceptó una habitación con baño en el segundo piso, que daba directamente a la sala de recepción. Por el tablero de llaves en la portería supo que había poca gente en el hotel; las llaves estaban unidas a unos pesados discos de bronce con el número de habitación, inocente recurso de la gerencia para impedir que los clientes se las echaran al bolsillo.
El ascensor dejaba frente a la recepción, donde había un mostrador con los diarios del día y el tablero telefónico. Le bastaba caminar unos metros para llegar a la habitación. El agua salía hirviendo, y eso compensaba la falta de sol y de aire. En la habitación había una pequeña ventana que daba a la azotea del cine contiguo; a veces una paloma se paseaba por ahí. El cuarto de baño tenía una ventana más grande, que se habría tristemente a un muro y a un lejano pedazo de cielo, casi inútil. Los muebles eran buenos, había cajones y estantes de sobra. Y muchas perchas, cosa rara.
El gerente resultó ser un hombre alto y flaco, completamente calvo. Usaba anteojos con armazón de oro y hablaba con la voz fuerte y sonora de los uruguayos. Le dijo a Petrone que el segundo piso era muy tranquilo, y que en la única habitación contigua a la suya vivía una señora sola, empleada en alguna parte, que volvía al hotel a la caída de la noche. Petrone la encontró al día siguiente en el ascensor. Se dio cuenta de que era ella por el número de la llave que tenía en la palma de la mano, como si ofreciera una enorme moneda de oro. El portero tomó la llave y la de Petrone para colgarlas en el tablero, y se quedó hablando con la mujer sobre unas cartas. Petrone tuvo tiempo de ver que era todavía joven, insignificante, y que se vestía mal como todas las orientales.
El contrato con los fabricantes de mosaicos llevaría más o menos una semana. Por la tarde Petrone acomodó la ropa en el armario, ordenó sus papeles en la mesa, y después de bañarse salió a recorrer el centro mientras se hacía hora de ir al escritorio de los socios. El día se pasó en conversaciones, cortadas por un copetín en Pocitos y una cena en casa del socio principal. Cuando lo dejaron en el hotel era más de la una. Cansado, se acostó y se durmió en seguida. Al despertarse eran casi las nueve, y en esos primeros minutos en que todavía quedan las sobres de la noche y del sueño, pensó que en algún momento lo había fastidiado el llanto de una criatura.
Antes de salir charló con el empleado que atendía la recepción y que hablaba con acento alemán. Mientras se informaba sobre líneas de ómnibus y nombres de calles, miraba distraído la enorme sala en cuyo extremo estaban la puerta de su habitación y la de la señora sola. Entre las dos puertas había un pedestal con una nefasta réplica de la Venus de Milo. Otra puerta, en la pared lateral daba a una salida con los infaltables sillones y revistas. Cuando el empleado y Petrone callaban el silencio del hotel parecía coagularse, caer como cenizas sobre los muebles y las baldosas. El ascensor resultaba casi estrepitoso, y lo mismo el ruido de las hojas de un diario o el raspar de un fósforo.
Las conferencias terminaron al caer la noche y Petrone dio una vuelta por 18 de Julio antes de entrar a cenar en uno de los bodegones de la plaza Independencia. Todo iba bien, y quizá pudiera volverse a Buenos Aires antes de lo que pensaba. Compró un diario argentino, un atado de cigarrillos negros, y caminó despacio hasta el hotel. En el cine de al lado daban dos películas que ya había visto, y en realidad no tenía ganas de ir a ninguna parte. El gerente lo saludó al pasar y le preguntó si necesitaba más ropa de cama. Charlaron un momento, fumando un pitillo, y se despidieron.
Antes de acostarse Petrone puso en orden los papeles que había usado durante el día, y leyó el diario sin mucho interés. El silencio del hotel era casi excesivo, y el ruido de uno que otro tranvía que bajaba por la calle Soriano no hacía más que pausarlo, fortalecerlo para un nuevo intervalo. Sin inquietud pero con alguna impaciencia, tiró el diario al canasto y se desvistió mientras se miraba distraído en el espejo del armario. Era un armario ya viejo, y lo habían adosado a una puerta que daba a la habitación contigua. A Petrone lo sorprendió descubrir la puerta que se le había escapado en su primera inspección del cuarto. Al principio había supuesto que el edificio estaba destinado a hotel pero ahora se daba cuenta de que pasaba lo que en tantos hoteles modestos, instalados en antiguas casas de escritorios o de familia. Pensándolo bien, en casi todos los hoteles que había conocido en su vida -y eran muchos- las habitaciones tenían alguna puerta condenada, a veces a la vista pero casi siempre con un ropero, una mesa o un perchero delante, que como en este caso les daba una cierta ambigüedad, un avergonzado deseo de disimular su existencia como una mujer que cree taparse poniéndose las manos en el vientre o los senos. La puerta estaba ahí, de todos modos, sobresaliendo del nivel del armario. Alguna vez la gente había entrado y salido por ella, golpeándola, entornándola, dándole una vida que todavía estaba presente en su madera tan distinta de las paredes. Petrone imaginó que del otro lado habría también un ropero y que la señora de la habitación pensaría lo mismo de la puerta.
No estaba cansado pero se durmió con gusto. Llevaría tres o cuatro horas cuando lo despertó una sensación de incomodidad, como si algo ya hubiera ocurrido, algo molesto e irritante. Encendió el velador, vio que eran las dos y media, y apagó otra vez. Entonces oyó en la pieza de al lado el llanto de un niño.
En el primer momento no se dio bien cuenta. Su primer movimiento fue de satisfacción; entonces era cierto que la noche antes un chico no lo había dejado descansar. Todo explicado, era más fácil volver a dormirse. Pero después pensó en lo otro y se sentó lentamente en la cama, sin encender la luz, escuchando. No se engañaba, el llanto venía de la pieza de al lado. El sonido se oía a través de la puerta condenada, se localizaba en ese sector de la habitación al que correspondían los pies de la cama. Pero no podía ser que en la pieza de al lado hubiera un niño; el gerente había dicho claramente que la señora vivía sola, que pasaba casi todo el día en su empleo. Por un segundo se le ocurrió a Petrone que tal vez esa noche estuviera cuidando al niño de alguna parienta o amiga. Pensó en la noche anterior. Ahora estaba seguro de que ya había oído el llanto, porque no era un llanto fácil de confundir, más bien una serie irregular de gemidos muy débiles, de hipos quejosos seguidos de un lloriqueo momentáneo, todo ello inconsistente, mínimo, como si el niño estuviera muy enfermo. Debía ser una criatura de pocos meses aunque no llorara con la estridencia y los repentinos cloqueos y ahogos de un recién nacido. Petrone imaginó a un niño - un varón, no sabía por qué- débil y enfermo, de cara consumida y movimientos apagados. Eso se quejaba en la noche, llorando pudoroso, sin llamar demasiado la atención. De no estar allí la puerta condenada, el llanto no hubiera vencido las fuertes espaldas de la pared, nadie hubiera sabido que en la pieza de al lado estaba llorando un niño.

Por la mañana Petrone lo pensó un rato mientras tomaba el desayuno y fumaba un cigarrillo. Dormir mal no le convenía para su trabajo del día. Dos veces se había despertado en plena noche, y las dos veces a causa del llanto. La segunda vez fue peor, porque a más del llanto se oía la voz de la mujer que trataba de calmar al niño. La voz era muy baja pero tenía un tono ansioso que le daba una calidad teatral, un susurro que atravesaba la puerta con tanta fuerza como si hablara a gritos. El niño cedía por momentos al arrullo, a las instancias; después volvía a empezar con un leve quejido entrecortado, una inconsolable congoja. Y de nuevo la mujer murmuraba palabras incomprensibles, el encantamiento de la madre para acallar al hijo atormentado por su cuerpo o su alma, por estar vivo o amenazado de muerte.
"Todo es muy bonito, pero el gerente me macaneó" pensaba Petrone al salir de su cuarto. Lo fastidiaba la mentira y no lo disimuló. El gerente se quedó mirándolo.
-¿Un chico? Usted se habrá confundido. No hay chicos pequeños en este piso. Al lado de su pieza vive una señora sola, creo que ya se lo dije.
Petrone vaciló antes de hablar. O el otro mentía estúpidamente, o la acústica del hotel le jugaba una mala pasada. El gerente lo estaba mirando un poco de soslayo, como si a su vez lo irritara la protesta. "A lo mejor me cree tímido y que ando buscando un pretexto para mandarme mudar", pensó. Era difícil, vagamente absurdo insistir frente a una negativa tan rotunda. Se encogió de hombros y pidió el diario.
-Habré soñado -dijo, molesto por tener que decir eso, o cualquier otra cosa.

El cabaret era de un aburrimiento mortal y sus dos anfitriones no parecían demasiado entusiastas, de modo que a Petrone le resultó fácil alegar el cansancio del día y hacerse llevar al hotel. Quedaron en firmar los contratos al otro día por la tarde; el negocio estaba prácticamente terminado.
El silencio en la recepción del hotel era tan grande que Petrone se descubrió a sí mismo andando en puntillas. Le habían dejado un diario de la tarde al lado de la cama; había también una carta de Buenos Aires. Reconoció la letra de su mujer.
Antes de acostarse estuvo mirando el armario y la parte sobresaliente de la puerta. Tal vez si pusiera sus dos valijas sobre el armario, bloqueando la puerta, los ruidos de la pieza de al lado disminuirían. Como siempre a esa hora, no se oía nada. El hotel dormía las cosas y las gentes dormían. Pero a Petrone, ya malhumorado, se le ocurrió que era al revés y que todo estaba despierto, anhelosamente despierto en el centro del silencio. Su ansiedad inconfesada debía estarse comunicando a la casa, a las gentes de la casa, prestándoles una calidad de acecho, de vigilancia agazapada. Montones de pavadas.
Casi no lo tomó en serio cuando el llanto del niño lo trajo de vuelta a las tres de la mañana. Sentándose en la cama se preguntó si lo mejor sería llamar al sereno para tener un testigo de que en esa pieza no se podía dormir. El niño lloraba tan débilmente que por momentos no se lo escuchaba, aunque Petrone sentía que el llanto estaba ahí, continuo, y que no tardaría en crecer otra vez. Pasaban diez o veinte lentísimos segundos; entonces llegaba un hipo breve, un quejido apenas perceptible que se prolongaba dulcemente hasta quebrarse en el verdadero llanto.
Encendiendo un cigarrillo, se preguntó si no debería dar unos golpes discretos en la pared para que la mujer hiciera callar al chico. Recién cuando los pensó a los dos, a la mujer y al chico, se dio cuenta de que no creía en ellos, de que absurdamente no creía que el gerente le hubiera mentido. Ahora se oía la voz de la mujer, tapando por completo el llanto del niño con su arrebatado -aunque tan discreto- consuelo. La mujer estaba arrullando al niño, consolándolo, y Petrone se la imaginó sentada al pie de la cama, moviendo la cuna del niño o teniéndolo en brazos. Pero por más que lo quisiera no conseguía imaginar al niño, como si la afirmación del hotelero fuese más cierta que esa realidad que estaba escuchando. Poco a poco, a medida que pasaba el tiempo y los débiles quejidos se alternaban o crecían entre los murmullos de consuelo, Petrone empezó a sospechar que aquello era una farsa, un juego ridículo y monstruoso que no alcanzaba a explicarse. Pensó en viejos relatos de mujeres sin hijos, organizando en secreto un culto de muñecas, una inventada maternidad a escondidas, mil veces peor que los mimos a perros o gatos o sobrinos. La mujer estaba imitando el llanto de su hijo frustrado, consolando al aire entre sus manos vacías, tal vez con la cara mojada de lágrimas porque el llanto que fingía era a la vez su verdadero llanto, su grotesco dolor en la soledad de una pieza de hotel, protegida por la indiferencia y por la madrugada.
Encendiendo el velador, incapaz de volver a dormirse, Petrone se preguntó qué iba a hacer. Su malhumor era maligno, se contagiaba de ese ambiente donde de repente todo se le antojaba trucado, hueco, falso: el silencio, el llanto, el arrullo, lo único real de esa hora entre noche y día y que lo engañaba con su mentira insoportable. Golpear en la pared le pareció demasiado poco. No estaba completamente despierto aunque le hubiera sido imposible dormirse; sin saber bien cómo, se encontró moviendo poco a poco el armario hasta dejar al descubierto la puerta polvorienta y sucia. En pijama y descalzo, se pegó a ella como un ciempiés, y acercando la boca a las tablas de pino empezó a imitar en falsete, imperceptiblemente, un quejido como el que venía del otro lado. Subió de tono, gimió, sollozó. Del otro lado se hizo un silencio que habría de durar toda la noche; pero en el instante que lo precedió, Petrone pudo oír que la mujer corría por la habitación con un chicotear de pantuflas, lanzando un grito seco e instantáneo, un comienzo de alarido que se cortó de golpe como una cuerda tensa.

Cuando pasó por el mostrador de la gerencia eran más de las diez. Entre sueños, después de las ocho, había oído la voz del empleado y la de una mujer. Alguien había andado en la pieza de al lado moviendo cosas. Vio un baúl y dos grandes valijas cerca del ascensor. El gerente tenía un aire que a Petrone se le antojó de desconcierto.
-¿Durmió bien anoche? -le preguntó con el tono profesional que apenas disimulaba la indiferencia.
Petrone se encogió de hombros. No quería insistir, cuando apenas le quedaba por pasar otra noche en el hotel.
-De todas maneras ahora va a estar más tranquilo - dijo el gerente, mirando las valijas-.La señora se nos va a mediodía.
Esperaba un comentario, y Petrone lo ayudó con los ojos.
-Llevaba aquí mucho tiempo, y se va así de golpe. Nunca se sabe con las mujeres.
-No -dijo Petrone-. Nunca se sabe.
En la calle se sintió mareado, con un mareo que no era físico. Tragando un café amargo empezó a darle vueltas al asunto, olvidándose del negocio, indiferente al espléndido sol. él tenía la culpa de que esa mujer se fuera del hotel, enloquecida de miedo, de vergüenza o de rabia. Llevaba aquí mucho tiempo...Era una enferma, tal vez, pero inofensiva. No era ella sino él quien hubiera debido irse del Cervantes. Tenía el deber de hablarle, de excusarse y pedirle que se quedara, jurándole discreción. Dio unos pasos de vuelta y a mitad del camino se paró. Tenía miedo de hacer un papelón, de que la mujer reaccionara de alguna manera insospechada. Ya era hora de encontrarse con los dos socios y no quería tenerlos esperando. Bueno, que se embromara. No era más que una histérica, ya encontraría otro hotel donde cuidar a su hijo imaginario.

Pero a la noche volvió a sentirse mal, y el silencio de la habitación le pareció todavía más espeso. Al entrar al hotel no había podido dejar de ver el tablero de las llaves, donde faltaba ya la de la pieza de al lado. Cambió unas palabras con el empleado, que esperaba bostezando la hora de irse, y entró en su pieza con poca esperanza de poder dormir. Tenía los diarios de la tarde y una novela policial. Se entretuvo arreglando sus valijas, ordenado sus papeles. Hacía calor, y abrió de par en par la pequeña ventana. La cama estaba bien tendida, pero la encontró incómoda y dura. Por fin tenía todo el silencio necesario para dormir a pierna suelta, y le pesaba. Dando vueltas y vueltas, se sintió como vencido por ese silencio que había reclamado con astucia y que le devolvían entero y vengativo. Irónicamente pensó que extrañaba el llanto del niño, que esa calma perfecta no le bastaba para dormir y todavía menos para estar despierto. Extrañaba el llanto del niño, y cuando mucho más tarde lo oyó, débil pero inconfundible a través de la puerta condenada, por encima del miedo, por encima de la fuga en plena noche supo que estaba bien y que la mujer no había mentido, no se había mentido al arrullar al niño, al querer que el niño se callara para que ellos pudieran dormirse.

De Final del juego
Cortázar, Julio; Ceremonias, Barcelona, Seix Barral, 1994

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martes, julio 10, 2007

Prólogo a "La casa inundada y otros cuentos", de Felisberto Hernández por Julio Cortázar

Prólogo a "La casa inundada y otros cuentos", de Julio Cortázar


Solitario en su tierra uruguaya, Felisberto no responde a influencias perceptibles y vive toda su vida como replegado sobre sí mismo, solamente atento a interrogaciones interiores que lo arrancan a la indiferencia y al descuido de lo cotidiano. No es casual que la abrumadora mayoría de sus relatos haya sido escrita en primera persona (pero Las hortensias, gran excepción, parecería volcarlo igualmente en el personaje central del cuento en lo que toca a las pulsiones más hondas, acaso las más inconfesables dentro del contexto de su ambiente y de su tiempo). Basta iniciar la lectura de cualquiera de sus textos para que Felisberto esté allí, un hombre triste y pobre que vive de conciertos de piano en círculos de provincia, tal como él vivió siempre, tal como nos lo cuenta desde el primer párrafo. Pero apenas lo reconocemos una vez más ?buenos días, Felisberto, ¿cómo te irá ahora, tendrás un poco más de dinero, las piezas de tus hoteles serán menos horribles, te aplaudirán esta vez en los teatros o los cafés, te amará esa mujer que estás mirando??, en ese reconocimiento que solo ha tomado unos pocos párrafos se instala ya lo otro, el salto fulgurante a lo único que vale para él: el extrañamiento, la indecible toma de contacto con lo inmediato, es decir con todo eso que continuamente ignoramos o distanciamos en nombre de lo que se llama vivir.
Ese deslizamiento a la vez natural y subrepticio que de entrada hace pasar un relato gris y casi costumbrista a otros estratos donde está esperando la otredad vertiginosa, sólo puede ser sentido y seguido por lectores dispuestos a renunciar a lo lineal, a la mera rareza de una narración donde suceden cosas insólitas. Si algo tienen los cuentos de Felisberto es que no son insólitos, en la medida en que su infaltable protagonista es también infaltablemente fiel a su propia visión y no hace el menor esfuerzo por explicarla, por tender puentes de palabras que ayuden a compartirla. La calificación de ?literatura fantástica? me ha parecido siempre falsa, incluso un poco perdonavidas (...). Releyendo a Felisberto he llegado al punto máximo de este rechazo de la etiqueta ?fantástica?; nadie como él para disolverla en un increíble enriquecimiento de la realidad total, que no sólo contiene lo verificable sino que lo apuntala en el lomo del misterio como el elefante apuntala al mundo en la cosmogonía hindú. (...).
Siempre secretamente angustiada, la crítica literaria llamada a situar una obra como la de Felisberto tiende a sacar de su sombrero de copa el gran conejo blanco del surrealismo; es una manera de fijar la imagen antes de pasar a otra cosa, y además es cierto que el conejo está muy vivo y que se pasea continuamente sobre el piano de Felisberto. Basta leer La casa inundada o Las hortensias para que en el reverso de los párpados asomen las pinturas de Leonora Carrington, de Remedios Varo, de Hans Bellmer, de Paul Delvaux y de Magritte, sin hablar de queridas sombras más remotas, Nerval o Von Arnim. Pero también aquí opera la maniobra discriminatoria que Felisberto hubiera sido el primero en rechazar. ¿Hasta cuándo se insistirá en situar al surrealismo en un terreno falsamente privilegiado, lo que es una manera de marginarlo frente a una realidad supuestamente más imperiosa e importante? ¿Hasta cuándo el absurdo magisterio surrealista, fomentado antaño por Breton, más tarde por sus epígonos, y siempre por una cierta crítica ávida de etiquetas simplificadoras? Es bueno recordar que Felisberto vino una vez a París, donde probablemente no vio a nadie; a mí me gusta pensar, con evidente transgresión de la cronología, que si le hubiera dado la gana de encontrarse con sus semejantes, no hubiera buscado la Iglesia del surrealismo sino a Jarry y a Raymond Roussel. Y este último, gran inventor de cuadros vivos, hubiera amado como nadie las muñecas de Las hortensias y las flotantes budineras de La casa inundada, bellas como las altas creaciones de su taumaturgo Canterel.
Para algunos de nosotros, gentes del Río de la Plata, los relatos de Felisberto no cuentan por esas coexistencias que poco le hubieran interesado a él, pero que me parece justo citar para aquellos que van a leerlo por primera vez en España. Lo que amamos en Felisberto es la llaneza, la falta total del empaque que tanto almidonó la literatura de su tiempo. Totalmente entregado a una visión que lo desplaza de la circunstancia ordinaria y lo hace acceder a otra ordenación de los seres y de las cosas, a Felisberto no se le ocurre nunca reflexionar sobre su país, sobre lo que está sucediendo en el plano histórico, y se diría que su mirada se detiene en las paredes que le rodean, sin esforzarse por extrapolar sus experiencias, por entrar en una estructura de paisaje o de sociedad. Entonces, no paradójicamente aunque algunos puedan pensarlo así, cada uno de sus relatos tiene la terrible fuerza de instalar al lector en el Uruguay de su tiempo, y a mí me basta releerlos para sentirme otra vez en las calles montevideanas, en los cafés y los hoteles y los pueblos del interior donde todo se da como a desgano, como él daría esos conciertos de piano llenos de polillas y cuentas sin pagar y trajes alquilados. ¿Debe pedírsele más a un narrador capaz de aliar lo cotidiano con lo excepcional al punto de mostrar que pueden ser la misma cosa?
El drama actual del Uruguay está prefigurado en Felisberto (...). Nuestras falencias ?hablo del Uruguay y de la Argentina como de un mismo país, porque lo son mal que les pese a los nacionalistas?, nuestra fuerza secreta o desaforada, nuestra lenta, perezosa manera de ser frente al destino planetario, toda la hermosura y la tristeza de un patio de casa pobre o de un partido de naipes entre amigos, asoman en esa especie de invencible desencanto que nace de los relatos de Felisberto. Testigo sin ganas, espectador al sesgo, él toca sus tangos para mujeres nostálgicas y cursis; como todos nuestros grandes escritores, nos denuncia sin énfasis y a la vez nos alcanza una llave para abrir las puertas del futuro y salir al aire libre.


*De letras-uruguay.espaciolatino.com/hernandez/


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lunes, julio 02, 2007

Parker y Davis, Melón, mano

En el anaquel de novedades discográficas esplende un tesoro: Charlie Parker and Miles Davis. Bluebird. Legendary Savoy Sessions (Definitive Records), que nos remite de inmediato a nuestro maestro Julio Cortázar, autor del método científico cuyo procedimiento es el siguiente: si Bud Powell está en el piano es porque Max Roach está en la batería, Charlie Parker en el sax tenor (tener sex) y Miles Davis está en la trompeta: jazzología, ciencia deductiva. Además de recomendar esta joya discográfica, vale viajar en paralelo con la lectura de El perseguidor, donde Cortázar define la otra parte de la creación musical, que corresponde a quien escucha, pues don Perogrullo mismo sabe que la música no existe sin alguien que la escuche y este es un trabajo de privilegio, el escuchar música.

Así que el protagonista de El perseguidor es Charlie Parker y su interlocutor es Bruno, es decir Cortázar, uno de los mejores melómanos de la historia. A él también le gustaba pulsar un melón en cada mano.

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sábado, junio 30, 2007

La Fundación March expone en Barcelona 4.000 documentos de la biblioteca de Julio Cortázar

(Lugar: i. d. | barcelona)
Libros de Pablo Neruda o García Márquez dedicados, poemarios con garabatos en español y en francés, o volúmenes que conservan sorpresas en su interior son algunos de los objetos que se muestran desde ayer en la exposición Los libros de Cortázar, en la Fundación Círculo de Lectores de Barcelona. Formada por más de cuatro mil documentos, fundamentalmente libros y revistas, la biblioteca de Cortázar fue donada en 1993 por su viuda a la Fundación March. En la exposición figuran dos curiosas separatas: una que contiene un breve poema visual, titulado 720 círculos, con las instrucciones para poder leerlo, y otra en la que se recoge el capítulo 126 de Rayuela, que su autor nunca incluyó en la novela.

fuente: La Voz de Galicia

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martes, junio 26, 2007

El Festival Jazzetania y Rayuela

El Ayuntamiento de Canfranc (Huesca) organiza, del 8 al 22 de julio de 2007, el I Festival Internacional de Jazz en el Pirineo Aragonés, Jazzetania

26/06/2007 EUROPA PRESS

Este evento musical, que ha sido presentado hoy en rueda de prensa en el "Espacio Ambar" de Zaragoza, reunirá a grandes figuras y reconocidos intérpretes del jazz nacional, si bien también habrá un espacio para la participación de los músicos extranjeros.

Todos los conciertos son gratuitos hasta completar el aforo y están patrocinados por la Diputación Provincial de Huesca y el Departamento de Educación, Cultura y Deporte del Gobierno de Aragón, entre otras entidades tanto públicas como privadas. El Festival toma su nombre de la Comarca de la Jacetania.

"Esta iniciativa surgió el año pasado cuando intercalamos conciertos de jazz en el Festival Pirineos Classic" --que se celebra desde el año 2002 en la Comarca de la Jacetania, con sedes este año en Canfranc, Castiello de Jaca, San Juan de la Peña y Villanúa--, "que tuvieron muy buena acogida", manifestó el alcalde de Canfranc, Fernando Sánchez. El gran éxito de público obtenido por los conciertos de jazz animó a programar un festival independiente, dedicado específicamente a esta especialidad musical.

El presidente de la Comarca de La Jacetania, Alfredo Terrén, manifestó que "se ha visto con buenos ojos las inquietudes musicales del Ayuntamiento de Canfranc" y animó "a que siga en esa línea y que sea el inicio de otros festivales".

La directora artística del Festival, Carmen Martínez, desglosó las actuaciones con las que esta primera edición va a contar. El festival comienza con el espectáculo "La música secreta de las palabras", en el que se va a escuchar música de jazz inspirada en textos literarios y viceversa, como 'Rayuela', de Julio Cortázar, "una las novelas inspiradas en el jazz". Asimismo, señaló que esta actividad, que se celebrará el día 8 de julio, a las 22:30 horas, en el hotel Santa Cristina de Canfranc, "tiene un concepto pedagógico".

En la siguiente jornada, Manel Camp Quartet presentará su disco 'Tornassol'. "Es un cuarteto integrado por cuatro músicos fantásticos, como Horacio Fumero, que durante 19 años fue contrabajista de Tete Montoliu", explicó Martínez. La actuación será en la Carpa de Fiestas de Canfranc-Estación, a las 22:30 horas del 11 de julio.

'Jazz on Bach' es la propuesta que presentarán Francesc Capella Septet & Friends, en el mismo recinto el día 12 de julio. Estos músicos "cogen temas de Johann Sebastian Bach y los trabajan con forma de jazz; es de los pocos conjuntos que hacen este trabajo en España", indicó la directora artística de Jazzetania, Carmen Martínez, al tiempo que añadió que "en esta actuación colaborarán dos músicos clásicos, Joan Enric Lluna al clarinete y Toni García Araque al contrabajo".

Por otra parte, Martínez resaltó la actuación de Víctor Mendoza & BCN Percussion Project, "uno de los tres vibrafonistas más importantes americanos", que actuará el 19 de julio en la Carpa de Fiestas de Canfranc-Estación; y la actuación de "Cajonmanía", que realizan jazz-flamenco fusión, el día anterior.

Además, están programados varios conciertos de los alumnos de los cursos de Pirineos Classic & Jazz. Se trata de conciertos pedagógicos que pretenden difundir el jazz desde una vertiente formativa, protagonizados por los profesores y alumnos de los Cursos Internacionales de Música que se celebran en paralelo al festival.

ACTIVIDADES PARALELAS
En paralelo al Festival, tendrán lugar en Canfranc dos actividades de orden pedagógico, centradas en el mundo del jazz y la música moderna. Entre ellas está el III Curso Internacional de Jazz --del 9 al 15 de julio--, que lleva celebrándose en Canfranc desde el año 2005.

Además, se impartirá el I Curso Internacional de Percusión en los Pirineos --del 17 al 21 de julio--, un nuevo curso íntegramente dedicado a la percusión en todas sus facetas, "incluida la terapéutica para mejorar la energía personal", matizó Martínez. La mayoría de los músicos que actuarán en el festival Jazzetania impartirán clases en estos cursos.

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martes, junio 19, 2007

El puente sobe el río del Búho

AMBROSE BIERCE (seleccionado entre los "cuentos inolvidables" para Julio Cortázar)



Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldadados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber sido agente de la ley.
No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán. En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, postura forzada que determina al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del entarimado.
Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas encima de la caja. A la derecha de la hilera de soldados había un teniente; la punta de su sable tocaba tierra, la mano derecha
reposaba encima de la izquierda. Sin contar con los verdugos y el reo en el medio del puente, nadie se movía.
La compañía de soldados, delante del puente, miraba fijamente, hierático. Los vigías, en frente de los límites del río, podrían haber sido esculturas que engalanaban el puente. El capitán, con los brazos entrelazados y mudo, examinaba el trabajo de sus auxiliares sin hacer ningún gesto.
Cuando la muerte se presagia, se debe recibir con ceremonias respetuosas, incluso por aquéllos más habituados a ella. Para este mandatario, según el código castrense, el silencio y la inmovilidad son actitudes de respeto.
El hombre cuya ejecución preparaban tenía unos treinta y cinco años. Era civil, a juzgar por su ropaje de cultivador. Poseía elegantes rasgos: una nariz vertical, boca firme, ancha frente, cabello negro y ondulado peinado hacia atrás, inclinándose hacia el cuello de su bien terminada levita. Llevaba bigote y barba en punta, pero sin patillas; sus grandes ojos de color grisáceo desprendían un gesto de bondad imposible de esperar en un hombre a punto de morir. Evidentemente, no era un criminal común. El liberal código castrense establece la horca para todo el mundo, sin olvidarse de las personas decentes.
Finalizados los preparativos, los dos soldados se apartaron a un lado y cada uno retiró la madera sobre la que había estado de pie. El sargento se volvió hacia el oficial, le saludó y se colocó detrás de éste. El oficial, a su vez, se desplazó un paso. Estos movimientos dejaron al reo y al suboficial en los límites de la misma tabla que cubría tres durmientes del puente. El extremo donde se situaba al civil casi llegaba, aunque no del todo, a un cuarto durrniente. La tabla se mantenía en su sitio por el peso del capitán; ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su mando, el sargento se apartaría, se balancearía la madera, y el reo caería entre dos durmientes. Consideró que esta acción, debido a su simplicidad, era la más eficaz.
No le habían cubierto el rostro ni vendado los ojos. Observó por un instante su inseguro punto de apoyo y miró vagamente el agua que corría por debajo de sus pies formando furiosos torbellinos. Una madera que flotaba en la superficie le llamó la atención y la siguió con la vista. Apenas avanzaba, ¡qué indolente corriente!
Cerró sus ojos para recordar, en estos últimos instantes, a su mujer y a sus hijos. El agua brillante por el resplandor del sol, la niebla que se cernía sobre el río contra las orillas escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, la madera que flotaba, todo en conjunto le había distraído. Y en este momento tenía plena conciencia de un nuevo motivo de distracción. Al dejar el recuerdo de sus seres queridos, escuchaba un ruido que no comprendía ni podía ignorar, un ruido metálico, como los martillazos de un herrero sobre el yunque. El hombre se preguntó qué podía ser este ruido, si procedía de una distancia cercana o alejada: ambas hipótesis eran posibles. Se reproducía en regulares plazos de tiempo, tan pausadamente como las campanas que doblan a muerte. Esperaba cada llamada con impaciencia, sin comprender por qué, con recelo. Los silencios eran cada vez más largos; las demoras, enloquecedoras. Los sonidos eran menos frecuentes, pero aumentaba su contundencia y su nitidez, molestándole los oídos. Tuvo pánico de gritar? Oía el tictac de su reloj.
Abrió los ojos y escuchó cómo corría el agua bajo sus pies. «Si lograra desatar mis manos - pensó-, podría soltarme del nudo corredizo y saltar al río; esquivaría las balas y nadaría con fuerza, hasta alcanzar la orilla; después me internaría en el bosque y huiría hasta llegar a casa. A Dios gracias, todavía permanece fuera de sus líneas; mi familia está fuera del alcance de la Posición más avanzada de los invasores.»
Mientras se sucedían estos pensamientos, reproducidos aquí por escrito, el capitán inclinó la cabeza y miró al sargento. El suboficial se colocó en un extremo.
Peyton Farquhar, cultivador adinerado, provenía de una respetable familia de Alabama. Propietario de esclavos, político, como todos los de su clase, fue, por supuesto, uno de los primeros secesionistas y se dedicó, en cuerpo y alma, a la causa de los Estados del Sur. Determinadas condiciones, que no podemos divulgar aquí, impidieron que se alistara en el valeroso ejército cuyas nefastas campañas finalizaron con la caída de Corinth, y se enojaba de esta trabazón sin gloria, anhelando conocer la vida del soldado, encontrar la ocasión de distinguirse.
Estaba convencido de que esta ocasión llegaría para él, como llega a todo el mundo en tiempo de guerra. Entre tanto, hacía lo que podía. Ninguna acción le parecía demasiado modesta para la causa del Sur, ninguna aventura lo suficientemente temeraria si era compatible con la vida de un ciudadano con alma de soldado, que con buena voluntad y sin apenas escrúpulos admite en buena parte este refrán poco caballeroso: en el amor y en la guerra, todos los medios son buenos.
Una tarde, cuando Farquhar y su mujer estaban descansando en un rústico banco, próximo a la entrada de su parque, un soldado confederado detuvo su corcel en la verja y pidió de beber. La señora Farquhar sólo deseaba servirle con sus níveas manos. Mientras fue a buscar un vaso de agua, su esposo se aproximó al polvoriento soldado y le pidió ávidamente información del frente.
-Los yanquis están reparando las vías del ferrocarril- dijo el hombre -porque se preparan para avanzar. Han llegado hasta el puente del Búho, lo han reparado y han construido una empalizada en la orilla norte. Por una orden, colocada en carteles por todas partes, el comandante ha dictaminado que cualquier civil a quien se le sorprenda en intento de sabotaje a las líneas férreas será ejecutado sin juicio previo. Yo he visto la orden.
-¿A qué distancia está el puente del Búho?- preguntó Faquhar.
-A unos cincuenta kilómetros.
-¿No hay tropas a este lado del río?
-Un solo piquete de avanzada a medio kilómetro, sobre la vía férrea, y un solo vigía de este lado del puente.
-Suponiendo que un hombre -un ciudadano aficionado a la horca- pudiera despistar la avanzadilla y lograse engañar al vigía -dijo el plantador sonriendo-, ¿qué podría hacer?
El militar pensó:
-Estuve allí hace un mes. La creciente de este invierno pasado ha acumulado una enorme cantidad de troncos contra el muelle, en esta parte del puente. En estos momentos los troncos están secos y arderían con mucha facilidad.
En ese mismo instante, la mujer le acercó el vaso de agua. Bebió el soldado, le dio las gracias, saludó al marido y se alejó con su cabalgadura. Una hora después, ya de noche, volvió a pasar frente a la plantación en dirección al norte, de donde había venido. Aquella tarde había salido a reconocer el terreno. Era un soldado explorador del ejército federal.
Al caerse al agua desde el puente, Peyton Farquhard perdió la conciencia, como si estuviera muerto. De este estado salió cuando sintió una dolorosa presión en la garganta, seguida de una sensación de ahogo. Dolores terribles, fulgurantes, cruzaban todo su cuerpo, de la cabeza a los pies. Parecía que recorrían líneas concretas de su sistema nervioso y latían a un ritmo rápido. Tenía la sensación de que un enorme torrente de fuego le subía la temperatura insoportablemente. La cabeza le parecía a punto de explotar. Estas sensaciones le impedían cualquier tipo de raciocinio, sólo podía sentir, y esto le producía un enorme dolor. Pero se daba cuenta de que podía moverse, se balanceaba como un péndulo de un lado para otro. Después, de un solo golpe, muy brusco, la luz que le rodeaba se alzó hasta el cielo.
Hubo un chapoteo en el agua, un rugido aterrador en sus oídos y todo fue oscuridad y frío. Al recuperar la conciencia supo que la cuerda se había roto y él había caído al río. Ya no tenía la sensación de estrangulamiento: el nudo corredizo alrededor de su garganta, además de asfixiarle, impedía que entrara agua en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo
de un río! Esta idea le parecía absurda. Abrió los ojos en la oscuridad y le pareció ver una luz por encima de él, ¡tan lejana, tan inalcanzable! Se hundía siempre, porque la luz desaparecía cada vez más hasta convertirse en un efímero resplandor. Después creció de intensidad y comprendió a su pesar que subía de nuevo a la superficie, porque se sentía muy cómodo. «Ser ahogado y ahorcado -pensó- no está tan mal. Pero no quiero que me fusilen. No, no habrán de
fusilarme. Eso no sería justo.»
Aunque inconsciente del esfuerzo, el vivo dolor de las muñecas le comunicaba que trataba de deshacerse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como si fuera un tranquilo espectador que podía observar las habilidades de un malabarista sin demostrar interés alguno por el resultado. Qué prodigioso esfuerzo. Qué magnífica, sobrehumana energía. ¡Ah, era una tentativa admirable! ¡Bravo! Se desató la cuerda: sus brazos se separaron y flotaron hasta la superficie.
Pudo discernir sus manos a cada lado, en la creciente luz. Con nuevo interés las vio agarrarse al nudo corredizo.
Quitaron salvajemente la cuerda, la lanzaron lejos, con rabia, y sus ondulaciones parecieron las de una culebra de agua.
« ¡Ponedla de nuevo, ponedla de nuevo! » Creyó gritar estas palabras a sus manos, porque después de liberarse de la soga sintió el dolor más inhumano hasta entonces.
El cuello le hacía sufrir increíblemente, la cabeza le ardía; el corazón, que apenas latía, estalló de inmediato como si fuera a salírsele por la boca. Una angustia incomprensible torturó y retorció todo su cuerpo. Pero sus manos no le respondieron a la orden. Golpeaban el agua con energía, en rápidas brazadas de arriba hacia abajo, y le sacaron a flote. Sintió emerger su cabeza. El resplandor del sol le cegó; su pecho se expandió con fuertes convulsiones. Después, un dolor espantoso y sus pulmones aspiraron una gran bocanada de oxígeno, que al instante exhalaron en un grito.
Ahora tenía plena conciencia de sus facultades; eran, verdaderamente, sobrenaturales y sutiles. La terrible perturbación de su organismo las había definido y despertado de tal manera que advertían cosas nunca percibidas hasta ahora. Sentía los movimientos del agua sobre su cara, escuchaba el ruido que hacían las diminutas olas al golpearle. Miraba el bosque en una de las orillas y conocía cada árbol, cada hoja con todos sus nervios y con los insectos que alojaba: langostas, moscas de brillante cuerpo, arañas grises que tendían su tela de ramita en ramita. Contempló los colores del prisma en cada una de las gotas de rocío sobre un millón de briznas de hierba. El zumbido de los moscardones que volaban sobre los remolinos, el batir de las alas de las libélulas, las pisadas de las arañas acuáticas, como remos que levanta una barca, todo eso era para él una música totalmente perceptible. Un pez saltó ante su vista y escuchó el deslizar de su propio cuerpo que surcaba la corriente.
Vio el puente, el fortín, vio a los vigías, al capitán, a los dos soldados rasos, sus verdugos, cuyas figuras se distinguían contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, señalándole con el dedo; el oficial le apuntaba con su revólver, pero no disparaba; los otros carecían de armamento. Sus movimientos a simple vista resultaban extravagantes y terribles; sus siluetas, grandiosas.
De pronto escuchó un fuerte estampido y un objeto sacudió fuertemente el agua a muy poca distancia de su cabeza, salpicando su cara. Escuchó un segundo estampido y observó que uno de los vigías tenía aún el fusil al hombro; de la boca del cañón ascendía una nube de color azul. El hombre del río vio cómo le apuntaba a través de la mirilla del fusil. Al mirar a los ojos del vigía, se dio cuenta de su color grisáceo y recordó haber leído que todos los tiradores famosos tenían los ojos de ese color; sin embargo, éste falló el tiro.
Un remolino le hizo girar en sentido contrario; nuevamente tenía a la vista el bosque que cubría la orilla opuesta al fortín. Escuchó una voz clara detrás de él, en un ritmo monótono, llegó con una extremada claridad anulando cualquier otro sonido, hasta el chapoteo de las olas en sus oídos. A pesar de no ser soldado, conocía bastante bien los campamentos y lo que significaba esa monserga en la orilla: el oficial cumplía con sus quehaceres matinales. Con qué frialdad, con qué pausada voz, que calmaba a los soldados e imponía la suya, con qué certeza en los intervalos de tiempo, se escucharon estas palabras crueles:
-¡Atención, compañía ... ! ¡Armas al hombro ... ! ¡Listos ... ! ¡Apunten ... ! ¡Fuego ... !
Farquhar pudo sumergirse tan profundamente como era necesario. El agua le resonaba en los oídos como la voz del Niágara. Sin embargo, oyó la estrepitosa descarga de la salva y, mientras emergía a la superficie, encontró trozos de metal brillante, extremadamente chatos, bajando con lentitud. Algunos le alcanzaron la cara y las manos, después siguieron descendiendo. Uno se situó entre su cuello y la camisa: era de un color desagradable, y Farquhar lo sacó con energía. Llegó a la superficie, sin aliento, después de permanecer mucho tiempo debajo del agua. La corriente le había arrastrado muy lejos, cerca de la salvación. Mientras tanto, los soldados volvieron a cargar sus fusiles sacando las baquetas de sus cañones. Otra vez dispararon y, de nuevo, fallaron el tiro. El perseguido vio todo esto por encima de su hombro. En ese momento nadaba enérgicamente a favor de la corriente. Todo su cuerpo estaba activo, incluyendo la cabeza, que razonaba muy rápidamente.
«El teniente -pensó- no cometerá un segundo error. Esto era un error propio de un oficial demasiado apegado a la disciplina. ¿Acaso no es más fácil eludir una salva como si fuese un solo tiro? En estos momentos, seguramente, ha dado la orden de disparar como les plazca. ¡Qué Dios me proteja, no puedo esquivar a todos!»
A dos metros de allí se escuchó el increíble estruendo de una caída de agua seguido de un estrepitoso escándalo, impetuoso, que se alejaba disminuyendo, y parecía propasarse en el aire en dirección al fortín, donde sucumbió en una explosión que golpeó las profundidades mismas del río. Se levantó una empalizada líquida, curvándose por encima de él, le cegó y le ahogó. ¡Un cañón se había unido a las demás armas! El obús sacudió el agua, oyó el proyectil, que zumbó delante de él despedazando las ramas de los árboles del bosque cercano.
«No empezarán de nuevo -pensó-. La próxima vez cargarán con metralla. Debo fijarme en la pieza de artillería, el humo me dirigirá. La detonación llega demasiado tarde: se arrastra detrás del proyectil. Es un buen cañón.»
De inmediato comenzó a dar vueltas y más vueltas en el mismo punto: giraba como una peonza. El agua, las orillas, el bosque, el puente, el fortín y los hombres ahora distantes, todo se mezclaba y desaparecía. Los objetos ya no eran sino sus colores; todo lo que veía eran banderas de color. Atrapado por un remolino, marchaba tan rápidamente que tenía vértigo y náuseas. Instantes después se encontraba en un montículo, en el lado izquierdo del río, oculto de sus enemigos. Su inmovilidad inesperada, el contacto de una de sus manos contra la pedriza le hizo tornar los sentidos y lloró de alegría. Sus dedos penetraron la arena, que se echó encima, bendiciéndola en voz alta. Para su parecer era la cosa más preciosa que podría imaginar en esos momentos. Los árboles de la orilla eran gigantescas plantas de jardinería; le llamó la atención el orden determinado en su disposición, respiró el aroma de sus flores. La luz brillaba entre los troncos de una forma extraña y el viento entonaba en sus hojas una armoniosa música interpretada por una arpa eólica. No quería seguir huyendo, le bastaba permanecer en aquel lugar perfecto hasta que le capturaran.
El silbido estrepitoso de la metralla en las hojas de los árboles le despertaron de su sueño. El artillero, decepcionado, le había enviado una descarga al azar como despedida. Se alzó de un brinco, subió la cuesta del río con rapidez y se adentró en el bosque.
Caminó todo el día, guiándose por el sol. El bosque era interminable; no aparecía por ningún sitio el menor claro, ni siquiera un camino de leñador. Ignoraba vivir en una región tan salvaje, y en este pensamiento había algo de sobrenatural.
Al anochecer continuó avanzando, hambriento y fatigado, con los pies heridos. Continuaba vivo por el pensamiento de su familia. Al final encontró un camino que le llevaba a buen puerto. Era ancho y recto como una calle de ciudad. Y, sin embargo, no daba la impresión de ser muy conocido. No colindaba con ningún campo; por ninguna parte aparecía vivienda alguna. Nada, ni siquiera el ladrido de un perro, sugería un indicio de humanidad próxima.
Los cuerpos de los dos enormes árboles parecían dos murallas rectilíneas; se unían en un solo punto del horizonte, como un diagrama de una lección de perspectiva. Por encima de él, levantó la vista a través de una brecha en el bosque, vio enormes estrellas áureas que no conocía, agrupadas en extrañas constelaciones. Supuso que la disposición de estas estrellas escondía un significado nefasto. De cada lado del bosque percibía ruidos en una lengua desconocida. Le dolía el cuello; al tocárselo lo encontró inflamado. Sabía que la soga le había marcado con un destino trágico. Tenía los ojos congestionados, no podía cerrarlos. Su lengua estaba hinchada por la sed; sacándola entre los dientes apaciguaba su fiebre. La hierba cubría toda aquella avenida virgen. Ya no sentía el suelo a sus pies.
Dejando a un lado sus sufrimientos, seguramente se ha dormido mientras caminaba, porque contempla otra nueva escena; quizá ha salido de una crisis delirante. Se encuentra delante de las rejas de su casa. Todo está como lo había dejado, todo rezuma belleza bajo el sol matinal. Ha debido caminar, sin parar, toda la noche. Mientras abre las puertas de la reja y sube por la gran avenida blanca, observa unas vestiduras flotar ligeramente: su esposa, con la faz fresca y dulce, sale a su encuentro bajando de la galería, colocándose al pie de la escalinata con una sonrisa de inenarrable alegría, en una actitud de gracia y dignidad incomparables. ¡Qué bella es! Él se lanza para abrazarla. En el momento en que se dispone a hacerlo, siente en su nuca un golpe que le atonta. Una luz blanca y enceguecedora clama a su alrededor con un estruendo parecido al del cañón... y después absoluto silencio y absoluta oscuridad.
Peyton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba de un lado a otro del puente del Búho.

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domingo, junio 10, 2007

La cucharada estrecha


(de Historias de Cronopios y de Famas)

Un fama descubrió que la virtud era un microbio redondo y lleno de patas. Instantáneamente dio a beber una gran cucharada de virtud a su suegra. El resultado fue horrible: Esta señora renunció a sus comentarios mordaces, fundó un club para la protección de alpinistas extraviados y en menos de dos meses se condujo de manera tan ejemplar que los defectos de su hija, hasta entonces inadvertidos, pasaron a primer plano con gran sobresalto y estupefacción del fama. No le quedó más remedio que dar una cucharada de virtud a su mujer, la cual lo abandonó esa misma noche por encontrarlo grosero, insignificante, y en un todo diferente de los arquetipos morales que flotaban rutilando ante sus ojos.
El fama lo pensó largamente, y al final se tomó un frasco de virtud. Pero lo mismo sigue viviendo solo y triste. Cuando se cruza en la calle con su suegra o su mujer, ambos se saludan respetuosamente y desde lejos. No se atreven ni siquiera a hablarse, tanta es su respectiva perfección y el miedo que tienen de contaminarse.

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miércoles, junio 06, 2007

La colección personal de cuentos de Cortázar



Este libro, 'Cuentos inolvidables según Julio Cortázar' (Alfaguara) reúne diez de los relatos preferidos del autor de 'Rayuela'.

Que el escritor argentino Julio Cortázar era un lector furibundo de cuentos es algo conocido. En muchas ocasiones -en conferencias y entrevistas- dejó ver cuáles eran sus razones para preferir ese género y enumeró algunos de sus relatos preferidos. En su texto Algunos aspectos del cuento, Cortázar escribió:


"... ¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía"... y siguió con una lista en la que estaban autores como Jorge Luis Borges, Truman Capote y Ernest Hemingway. Cortázar era lector de cuentos de temáticas diversas -con predilección por la ciencia ficción- y de estilos muy variados, aunque sentía preferencia por autores de habla inglesa.


Entre ellos los cuentos están Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius, de Borges; William Wilson, de Poe, y La casa inundada, de Felisberto Hernández. Completan la lista relatos de Ambrose Bierce, Truman Capote, Henry James, León Tolstoi, Juan Carlos Onetti, Leonora Carrington y Katherine Mansfield. Buenos cuentos, rec

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viernes, junio 01, 2007

Objetos Perdidos - Julio Cortázar

Por veredas de sueño y habitaciones sordas
tus rendidos veranos me aceleran con sus cantos.
Una cifra vigilante y sigilosa
va por los arrabales llamándome y llamándome,

pero qué falta, dime, en la tarjeta diminuta
donde están tu nombre, tu calle y tu desvelo,
si la cifra se mezcla con las letras del sueño,
si solamente estás donde ya no te busco.

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sábado, mayo 26, 2007

Una flor amarilla

JULIO CORTÁZAR

Parece una broma, pero somos inmortales. Lo sé por la negativa, lo sé porque conozco al único mortal. Me contó su historia en un bistró de la rue Cambronne, tan borracho que no le costaba nada decir la verdad aunque el patrón y los viejos clientes del mostrador se rieran hasta que el vino se les salía por los ojos. A mí debió verme algún interés pintado en la cara, porque se me apiló firme y acabamos dándonos el lujo de la mesa en un rincón donde se podía beber y hablar en paz. Me contó que era jubilado de la municipalidad y que su mujer se había vuelto con sus padres por una temporada, un modo como otro cualquiera de admitir que lo había abandonado. Era un tipo nada viejo y nada ignorante, de cara reseca y ojos tuberculosos. Realmente bebía para olvidar, y lo proclamaba a partir del quinto vaso de tinto. No le sentí ese olor que es la firma de París pero que al parecer sólo olemos los extranjeros. Y tenía las uñas cuidadas, y nada de caspa.

Contó que en un autobús de la línea 95 había visto a un chico de unos trece años, y que al rato de mirarlo descubrió que el chico se parecía mucho a él, por lo menos se parecía al recuerdo que guardaba de sí mismo a esa edad. Poco a poco fue admitiendo que se le parecía en todo, la cara y las manos, el mechón cayéndole en la frente, los ojos muy separados, y más aun en la timidez, la forma en que se refugiaba en una revista de historietas, el gesto de echarse el pelo hacia atrás, la torpeza irremediable de los movimientos. Se le parecía de tal manera que casi le dio risa, pero cuando el chico bajó en la rue de Rennes, él bajó también y dejó plantado a un amigo que lo esperaba en Montparnasse. Buscó un pretexto para hablar con el chico, le preguntó por una calle y oyó ya sin sorpresa una voz que era su voz de la infancia. El chico iba hacia esa calle, caminaron tímidamente juntos unas cuadras. A esa altura una especie de revelación cayó sobre él. Nada estaba explicado pero era algo que podía prescindir de explicación, que se volvía borroso o estúpido cuando se pretendía--como ahora--explicarlo.

Resumiendo, se las arregló para conocer la casa del chico, y con el prestigio que le daba un pasado de instructor de boy scouts se abrió paso hasta esa fortaleza de fortalezas, un hogar francés. Encontró una miseria decorosa y una madre avejentada, un tío jubilado, dos gatos. Después no le costó demasiado que un hermano suyo le confiara a su hijo que andaba por los catorce años, y los dos chicos se hicieron amigos. Empezó a ir todas las semanas a casa de Luc; la madre lo recibía con café recocido, hablaban de la guerra, de la ocupación, también de Luc. Lo que había empezado como una revelación se organizaba geométricamente, iba tomando ese perfil demostrativo que a la gente le gusta llamar fatalidad. Incluso era posible formularlo con las palabras de todos los días: Luc era otra vez él, no había mortalidad, éramos todos inmortales.
-Todos inmortales, viejo. Fíjese, nadie había podido comprobarlo y me toca a mí, en un 95. Un pequeño error en el mecanismo, un pliegue del tiempo, un avatar simultáneo en vez de consecutivo, Luc hubiera tenido que nacer después de mi muerte, y en cambio... Sin contar la fabulosa casualidad de encontrármelo en el autobús. Creo que ya se lo dije, fue una especie de seguridad total, sin palabras. Era eso y se acabó. Pero después empezaron las dudas, por que en esos casos uno se trata de imbécil o toma tranquilizantes. Y junto con las dudas, matándolas una por una, las demostraciones de que no estaba equivocado, de que no había razón para dudar. Lo que le voy a decir es lo que más risa les da a esos imbéciles, cuando a veces se me ocurre contarles. Luc no solamente era yo otra vez, sino que iba a ser como yo, como este pobre infeliz que le habla. No había más que verlo jugar, verlo caerse siempre mal, torciéndose un pie o sacándose una clavícula, esos sentimientos a flor de piel, ese rubor que le subía a la cara apenas se le preguntaba cualquier cosa. La madre, en cambio, cómo les gusta hablar, cómo le cuentan a uno cualquier cosa aunque el chico esté ahí muriéndose de vergüenza, las intimidades más increíbles, las anécdotas del primer diente, los dibujos de los ocho años, las enfermedades... La buena señora no sospechaba nada, claro, y el tío jugaba conmigo al ajedrez, yo era como de la familia, hasta les adelanté dinero para llegar a un fin de mes. No me costó ningún trabajo conocer el pasado de Luc, bastaba intercalar preguntas entre los temas que interesaban a los viejos: el reumatismo del tío, las maldades de la portera, la política. Así fui conociendo la infancia de Luc entre jaques al rey y reflexiones sobre el precio de la carne, y así la demostración se fue cumpliendo infalible. Pero entiéndame, mientras pedimos otra copa: Luc era yo, lo que yo había sido de niño, pero no se lo imagine como un calco. Más bien una figura análoga, comprende, es decir que a los siete años yo me había dislocado una muñeca y Luc la clavícula, y a los nueve habíamos tenido respectivamente el sarampión y la escarlatina, y además la historia intervenía, viejo, a mí el sarampión me había durado quince días mientras que a Luc lo habían curado en cuatro, los progresos de la medicina y cosas por el estilo. Todo era análogo y por eso, para ponerle un ejemplo al caso, bien podría suceder que el panadero de la esquina fuese un avatar de Napoleón, y él no lo sabe porque el orden no se ha alterado, porque no podrá encontrar se nunca con la verdad en un autobús; pero si de alguna manera llegara a darse cuenta de esa verdad, podría comprender que ha repetido y que está repitiendo a Napoleón, que pasar de lavaplatos a dueño de una buena panadería en Montparnasse es la misma figura que saltar de Córcega al trono de Francia, y que escarbando despacio en la historia de su vida encontraría los momentos que corresponden a la campaña de Egipto, al consulado y a Austerlitz, y hasta se daría cuenta de que algo le va a pasar con su panadería dentro de unos años, y que acabará en una Santa Helena que a lo mejor es una piecita en un sexto piso, pero también vencido, también rodeado por el agua de la soledad, también orgulloso de su panadería que fue como un vuelo de águilas. Usted se da cuenta, ¿no?.

Yo me daba cuenta, pero opiné que en la infancia todos tenemos enfermedades típicas a plazo fijo, y que casi todos nos rompemos alguna cosa jugando al fútbol.

-Ya sé, no le he hablado más que de las coincidencias visibles. Por ejemplo, que Luc se pareciera a mí no tenía importancia, aunque sí la tuvo para la revelación en el autobús. Lo verdaderamente importante eran las secuencias, y eso es difícil de explicar porque tocan al carácter, a recuerdos imprecisos, a fábulas de la infancia. En ese tiempo, quiero decir cuando tenía la edad de Luc, yo había pasado por una época amarga que empezó con una enfermedad interminable, después en plena convalecencia me fui a jugar con los amigos y me rompí un brazo, y apenas había salido de eso me enamoré de la hermana de un condiscípulo y sufrí como se sufre cuando se es incapaz de mirar en los ojos a una chica que se está burlando de uno. Luc se enfermó también, apenas convaleciente lo invitaron al circo y al bajar de las graderías resbaló y se dislocó un tobillo. Poco después su madre lo sorprendió una tarde llorando al lado de la ventana, con un pañuelito azul estrujado en la mano, un pañuelo que no era de la casa.

Como alguien tiene que hacer de contradictor en esta vida, dije que los amores infantiles son el complemento inevitable de los machucones y las pleuresías. Pero admití que lo del avión ya era otra cosa. Un avión con hélice a resorte, que él había traído para su cumpleaños.

-Cuando se lo di me acordé una vez más del Meccano que mi madre me había regalado a los catorce años, y de lo que me pasó. Pasó que estaba en el jardín, a pesar de que se venía una tormenta de verano y se oían ya los truenos, y me había puesto a armar una grúa sobre la mesa de la glorieta, cerca de la puerta de calle. Alguien me llamó desde la casa, y tuve que entrar un minuto. Cuando volví, la caja del Meccano había desaparecido y la puerta estaba abierta. Gritando desesperado corrí a la calle donde ya no se veía a nadie, y en ese mismo instante cayó un rayo en el chalet de enfrente. Todo eso ocurrió como en un solo acto, y yo lo estaba recordando mientras le daba el avión a Luc y él se quedaba mirándolo con la misma felicidad con que yo había mirado mi Meccano. La madre vino a traerme una taza de café, y cambiábamos las frases de siempre cuando oímos un grito. Luc había corrido a la ventana como si quisiera tirarse al vacío. Tenía la cara blanca y los ojos llenos de lágrimas, alcanzó a balbucear que el avión se había desviado en su vuelo, pasando exactamente por el hueco de la ventana entreabierta. «No se lo ve más, no se lo ve más», repetía llorando. Oímos gritar más abajo, el tío entró corriendo para anunciar que había un incendio en la casa de enfrente. ¿Comprende, ahora? Sí, mejor nos tomamos otra copa.

Después, como yo me callaba, el hombre dijo que había empezado a pensar solamente en Luc, en la suerte de Luc. Su madre lo destinaba a una escuela de artes y oficios, para que modestamente se abriera lo que ella llamaba su camino en la vida, pero ese camino ya estaba abierto y solamente él, que no hubiera podido hablar sin que lo tomaran por loco y lo separaran para siempre de Luc, podía decirle a la madre y al tío que todo era inútil, que cualquier cosa que hicieran el resultado sería el mismo, la humillación, la rutina lamentable, los años monótonos, los fracasos que van royendo la ropa y el alma, el refugio en una soledad resentida, en un bistró de barrio. Pero lo peor de todo no era el destino de Luc; lo peor era que Luc moriría a su vez y otro hombre repetiría la figura de Luc y su propia figura, hasta morir para que otro hombre entrara a su vez en la rueda. Luc ya casi no le importaba; de noche, su insomnio se proyectaba más allá hasta otro Luc, hasta otros que se llamarían Robert o Claude o Michel, una teoría al infinito de pobres diablos repitiendo la figura sin saberlo, convencidos de su libertad y su albedrío. El hombre tenía el vino triste, no había nada que hacerle.

-Ahora se ríen de mí cuando les digo que Luc murió unos meses después, son demasiado estúpidos para entender que... Sí, no se ponga usted también a mirarme con esos ojos. Murió unos meses después, empezó por una especie de bronquitis, así como a esa misma edad yo había tenido una infección hepática. A mí me internaron en el hospital, pero la madre de Luc se empeñó en cuidarlo en casa, y yo iba casi todos los días, y a veces llevaba a mi sobrino para que jugara con Luc. Había tanta miseria en esa casa que mis visitas eran un consuelo en todo sentido, la compañía para Luc, el paquete de arenques o el pastel de damascos. Se acostumbraron a que yo me encargara de comprar los medicamentos, después que les hablé de una farmacia donde me hacían un descuento especial. Terminaron por admitirme como enfermero de Luc, y ya se imagina que en una casa como ésa, donde el médico entra y sale sin mayor interés, nadie se fija mucho si los síntomas finales coinciden del todo con el primer diagnóstico... ¿Por qué me mira así? ¿He dicho algo que no esté bien?

No, no había dicho nada que no estuviera bien, sobre todo a esa altura del vino. Muy al contrario, a menos de imaginar algo horrible la muerte del pobre Luc venía a demostrar que cualquiera dado a la imaginación puede empezar un fantaseo en un autobús 95 y terminarlo al lado de la cama donde se está muriendo calladamente un niño. Para tranquilizarlo, se lo dije. Se quedó mirando un rato el aire antes de volver a hablar.

-Bueno, como quiera. La verdad es que en esas semanas después del entierro sentí por primera vez algo que podía parecerse a la felicidad. Todavía iba cada tanto a visitar a la madre de Luc, le llevaba un paquete de bizcochos, pero poco me importaba ya de ella o de la casa, estaba como anegado por la certidumbre maravillosa de ser el primer mortal, de sentir que mi vida se seguía desgastando día tras día, vino tras vino, y que al final se acabaría en cualquier parte y a cualquier hora, repitiendo hasta lo último el destino de algún desconocido muerto vaya a saber dónde y cuándo, pero yo sí que estaría muerto de verdad, sin un Luc que entrara en la rueda para repetir estúpidamente una estúpida vida. Comprenda esa plenitud, viejo, envídieme tanta felicidad mientras duró.

Porque, al parecer, no había durado. El bistró y el vino barato lo probaban, y esos ojos donde brillaba una fiebre que no era del cuerpo. Y sin embargo había vivido algunos meses saboreando cada momento de su mediocridad cotidiana, de su fracaso conyugal, de su ruina a los cincuenta años, seguro de su mortalidad inalienable. Una tarde, cruzando el Luxemburgo, vio una flor.

-Estaba al borde de un cantero, una flor amarilla cualquiera. Me había detenido a encender un cigarrillo y me distraje mirándola. Fue un poco como si también la flor me mirara, esos contactos, a veces... Usted sabe, cualquiera los siente, eso que llaman la belleza. Justamente eso, la flor era bella, era una lindísima flor. Y yo estaba condenado, yo me iba a morir un día para siempre. La flor era hermosa, siempre habría flores para los hombres futuros. De golpe comprendí la nada, eso que había creído la paz, el término de la cadena. Yo me iba a morir y Luc ya estaba muerto, no habría nunca más una flor para alguien como nosotros, no habría nada, no habría absolutamente nada, y la nada era eso, que no hubiera nunca más una flor. El fósforo encendido me abrasó los dedos. En la plaza salté a un autobús que iba a cualquier lado y me puse absurdamente a mirar, a mirar todo lo que se veía en la calle y todo lo que había en el autobús. Cuando llegamos al término mino, bajé y subí a otro autobús que llevaba a los suburbios. Toda la tarde, hasta entrada la noche, subí y bajé de los autobuses pensando en la flor y en Luc, buscando entre los pasajeros a alguien que se pareciera a Luc, a alguien que se pareciera a mí o a Luc, a alguien que pudiera ser yo otra vez, a alguien a quien mirar sabiendo que era yo, y luego dejarlo irse sin decirle nada, casi protegiéndolo para que siguiera por su pobre vida estúpida, su imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra...
Pagué.

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domingo, mayo 20, 2007

Julio Cortázar: Los pasos tras las huellas

"París Marsella", de Sebastián Martínez, recrea una travesía casi surrealista hecha por Cortázar y su mujer.

Autor del artículo: Miguel Frías ( mfrias@clarin.com )
publicado originalmente en clarin.com


En mayo del 82, Julio Cortázar y Carol Dunlop, ambos muy cerca de sus muertes, emprendieron lo que él llamó una expedición surrealista: un viaje, con reglas estrictas, hacia la irrestricta libertad del no lugar, la fantasía, el no tiempo. El juego: cubrir el trayecto París?Marsella, no más de nueve horas de auto, en 33 días; sin salirse de la autopista, deteniéndose a "hacer noche" cada dos paradores, escribiendo un cuaderno de bitácora que sería la novela Los autonautas de la cosmopista.
Veinte años después, Sebastián Martínez y su mujer, Victoria Simón, embarazada de dos meses, repitieron la travesía lúdico-metafísica, pero registrándola no en un collage literario sino fílmico: la bella, delicada, melancólica París Marsella. Trabajaron (disfrutaron) en dos dimensiones: en una registraron personajes fugaces, instantes perdurables, bordes de camino, quiebres cortazarianos de la realidad; en otra, rastrearon, versión ilustrada de Los autonautas... en mano, qué quedaba de un paisaje tan transitorio como la existencia.

Con imágenes de texturas cambiantes, sutileza visual, buen humor y homenajes variados (el filme empieza con el plano de una suerte de Axolotl), la pareja combinó la narración en off de Martínez con una voz anónima leyendo fragmentos de Cortázar en francés. En un pasaje, el escritor comenta que él y Dunlop van escuchando noticias sobre Malvinas en la BBC.

Escribe Cortázar: "Cuando usted lea estas páginas, paciente lector, no serán más que una hoja de alcaucil del tiempo. Cosas y cosas habrán sucedido. Y, como cantaba Jean Sablon: Todo pasa, todo se quiebra, todo se desgasta. Ya habrá otro en mi lugar. Otra guerra arderá en otros horizontes".

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lunes, mayo 14, 2007

«Me preocupa que se esté poniendo en duda la vigencia de Julio Cortázar»

Fernando Iwasaki y el bilbaíno Pedro Ugarte, protagonizan mañana una mesa redonda en la que se analizará la obra del creador argentino. El escritor peruano parangona a Cortázar con Allan Poe o Stendhal
J. DÍAZ DE ALDA/Cultura/El Diario Vasco / 11-mayo-2007


SAN SEBASTIÁN. DV. Fotografías, cartas, libros, objetos, músicas, viajes. El mundo del ya mítico escritor Julio Cortázar (Bruselas, 26 de agosto de 1914 - París 12 de febrero de 1984) -expuesto en el Centro Cultural Okendo-, va a ser el escenario, mañana, de una mesa redonda en la que dos prestigiosos escritores, el peruano Fernando Iwasaki y el bilbaíno Pedro Ugarte analizarán la obra del autor de Rayuela, La vuelta al día en ochenta mundos, Historias de cronopios y de famas y tantas otras obras que han convertido al escritor argentino en un inexcusable punto de referencia de la literatura latinoamericana.

Tanto Iwasaki como Ugarte son reconocidos apasionados de la obra de Cortázar. La obra de Pedro Ugarte (Bilbao,1963) constituye una de las referencias fundamentales de la literatura vasca contemporánea. Premio Nervión de Poesía con su primer libro, Incendios y amenazas (1989), su siguiente poemario fue El falso fugitivo (1991). Dentro del genero narrativo ha publicado varios libros de cuentos: Los traficantes de palabras, Noticia de tierras improbables, Manual para extranjeros y La isla de Komodo, su primera novela, Los cuerpos de las nadadoras (1996) fue finalista del Premio Herralde y Premio Euskadi de Literatura. También es autor de una Historia de Bilbao y colaborador habitual en varios medios de la prensa vasca.

Fernando Iwasaki (Lima, 1961), fue director del área de cultura de la Fundación San Telmo de Sevilla (1991-1994) y profesor de la Universidad del Pacífico de Lima (1988-1989). Es autor de libros como El ajuar funerario, Un milagro informal y El sentimiento trágico de la liga. Ha sido colaborador de Diario de Sevilla (1999-2000), La Razón (1998-2000), El País (1997-1998), Diario 16 (1991-1996), Expreso (1986-1989) y La Prensa (1983-1984). Actualmente es columnista del diario ABC.

La condición latinoamericana de Iwasaki confiere probablemente al escritor peruano una especial cercanía y sintonía a la hora de analizar la obra de Julio Cortázar, un escritor que, para Iwasaki «convierte el lenguaje mismo y la literatura en un laboratorio. Cortázar -asegura el escritor peruano- es alguien que está constantemente experimentando y además muchos de sus títulos y de sus obsesiones tienen que ver con esos experimentos. Los juegos, los ritos... todo ello forma parte de un todo coherente que hacen a Cortázar tan universal». Pero Iwasaki, que se declara lector y pensador apasionado de Cortázar hace sin embargo una advertencia y constata un hecho que le «preocupa». «En los últimos años y en las últimas generaciones de lectores, no sólamente en España sino en Argentina, están proliferando muchas voces que aseguran que el tiempo de Cortázar ya pasó. Están asegurando que es un autor que ha envejecido mal y yo soy -dice Iwasaki- un resuelto detractor de esas aseveraciones. Para mí, hoy más que nunca hace falta Cortázar».

Iwasaki hace también un análisis sobre la forma de entender al escritor argentino por parte de los propios literatos latinoamericanos. «Hay muchos latinoamericanos que se sienten más vinculados a su DNI nacional que a su ADN literario. Yo desde luego prefiero mi ADN literario. Para mí, cualquier escritor en mi lengua sea de donde sea forma parte de mi ADN literario. A mi me gustaría -dice con énfasis Iwasaki- que de cualquier libro mío, si esto fuera una célula madre, pues saliera hasta Homero. Todo lo que he leído. Yo rebaso mi lengua pero comprendo que haya personas que se sientan muy orgullosas de presumir que de su genoma literario sólamente sale gente de su propio país. Hecha esta aclaración -precisa el escritor peruano- yo a Cortázar lo veo no sólo cómo un escritor latinoamericano sino mucho más. Lo veo como puedo ver a Edgar Allan Poe, a Stendhal y a tantos otros».

Iwasaki es también muy directo cuando se le pregunta sobre el «mito Cortázar». Para el autor de El ajuar funerario, existe realmente ese mito entre otras cosas «porque a la generación de los sesenta e incluso bastante antes nos encantaba crear estos mitos en los escritores y, la verdad, yo no veo que hoy en día haya esta misma ambición mítica. A la hora de leer la gente es hoy un poquito más pragmática. Se habla mucho más de las ventas que de los resultados. Yo pertenezco a una generación en la que no nos dábamos cuenta de los resultados. A mí me deslumbraba Cortázar y eso ya era suficiente. Yo sentía que con la lectura de las primeras páginas de las Historias de cronopios y de famas ya había amortizado el libro».

Fernando Iwasaki es también conciso cuando se le pregunta por las «lagunas» que dejó el autor argentino. «A Cortázar -dice-, para lo que lo necesito es para la complicidad. Para que su magisterio en el relato breve siga funcionando. Para siempre sorprenderme con la irrupción de lo fantástico. Pero nunca pediré a Cortázar más de lo que ya me dio. Lo releo a menudo y no tengo necesidad de más. Del mismo modo nunca pediré a Vargas Llosa o a Carlos Fuentes sentido del humor; en cambio Cabrera Infante, aunque esté ya fallecido, me sigue haciendo reir. A los autores hay que pedirles aquello que te pueden dar y no hay que pedirles todo porque todo nunca lo va a dar nadie».

El escritor peruano se refiere finalmente al hecho de cómo los lugares «marcan» a los autores. Un aspecto al que el propio Cortázar se refirió en varias ocasiones, sobre todo en sus cartas. En el caso de Iwasaki ese lugar es Sevilla. «Es una ciudad en la que prácticamente he vivido la mitad de mi vida. En este momento puedo escribir ficción ambientada en Sevilla pero advirtiendo que uno debe siempre escribir sobre lugares donde ha sido feliz y donde ha acumulado vivencias. Distinto es cuando uno dice que va a escribir una novela sobre San Sebastián, por ejemplo, y su conocimiento de San Sebastián es sólo literario. Eso, más tarde o más temprano hace aguas».

CASA DE CULTURA DE OKENDO I Mañana, jueves, Mesa redonda con los escritores Fernando Iwasaki y Pedro Ugarte. 19:30 h. I Entrada libre



El encanto de 'Rayuela'



Si hay algún libro que ha inmortalizado al genial escritor argentino ha sido Rayuela, obra a la que Iwasaki considera que es «consecuencia del fenómeno Cortázar y además es un libro escrito con una idea fragmentaria de la literatura y los fragmentos de este libro siguen funcionando». Iwasaki refiere cómo cada vez que le invitan a dar una charla en colegios para incitar al fomento de la lectura en los más jóvenes siempre les lee el comienzo del capítulo 68 «y los chavales se matan de la risa. Las palabras no son reales, su mezcla resulta chocante pero los chicos entienden que allí está pasando algo y además entran al trapo de la celebración del lenguaje de Cortázar». Es un mensaje que funciona «aunque haya otros -dice- de más difícil comprensión. Otros capítulos que, indudablemente son más heavys». Pero los capítulos sueltos de Rayuela -subraya Iwasaki- «siguen funcionando de una manera brillante». La relectura de este libro es uno de los ejercicios más apasionantes para cualquier seguidor del creador argentino.

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lunes, mayo 07, 2007

Estrenaron el documental "Paris Marsella"

Las experiencias que Julio Cortázar volcó en su libro "Los autonautas de la cosmopista", que escribió en 1982 durante un viaje por una autopista francesa, fueron reeditadas por Sebastián Martínez en el documental "París Marsella", que se estrenó ayer en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba).



Inspirado en aquel libro que Córtazar escribió durante un viaje de 33 días por una autopista francesa junto a su mujer, Carol Dunlop, Martínez repitió 20 años después -también en compañía de su esposa, Victoria Simon, que estaba embarazada- el mismo recorrido entre París y Marsella. Esta road-movie documental que Martínez realizó como una suerte de homenaje y continuación de aquella aventura lúdica emprendida por Cortázar, se estrenó el sábado y se verá todos los sábados y domingos de mayo, y el primer fin de semana de junio, siempre a las 17, en la avenida Figueroa Alcorta 3415 de la Capital Federal. "Al principio quería armar un testimonio de lo que había sido ese viaje, pero luego empezamos a trabajar en el proyecto y surgió la idea de ponerse la mochila al hombro y repetir la experiencia.
De un mero testimonio se convirtió en una aventura al repetir el mismo viaje 20 años más tarde", indicó a el realizador. Martínez, que en aquel momento vivía en Europa -estudiaba cine en Francia en París 8 y en España en la Universidad Pompeu Fabra-, comenzó el rodaje en agosto de 2002 con la idea de seguir al pie de la letra las mismas reglas que Cortázar y su mujer se habían impuesto antes de viajar. Según ese manual de aventura, él y su esposa debían recorrer -al igual que Cortázar y Dunlop 20 años antes- los 800 kilómetros que separan París de Marsella en 33 días, deteniéndose en todos los paraderos, sin salir ni una sola vez de la autopista.
"Queríamos cumplir con esas reglas, pero debimos romperlas por distintas circunstancias. Primero, por un intento de robo que nos obligó a buscar un hotel fuera de la carretera, y luego por la fatiga, que nos obligó a terminar la experiencia unos días antes", confesó Martínez.
"Nos lo tomamos bastante en serio, pero como buenos copiones no haberlo podido realizar me parece que es justo. Intentar hacerlo y casi lograrlo fue mejor homenaje que haberlo hecho al pie de la letra", agregó el cineasta, que se ocupó junto a su mujer de la imagen y el sonido.
Lo que ambos se proponían, recordó, era "tratar de capturar ciertas situaciones con personajes en un ámbito tan especial como una autopista, un lugar no habitual para conocer gente, y obligarse a estar en un territorio inhóspito y hostil". "Queríamos trabajar con lo cotidiano y con esos encuentros fugaces que no duraban más de diez o quince minutos", señaló el realizador, que entrevistó a camioneros, hombres solitarios, empleados de la autopista y otras personas que transitaban por allí.
Según Martínez, el libro de Cortázar "es un juego permanente, es un libro documental. Algo muy interesante es que él y su mujer son protagonistas, pero también hay lugar donde Cortázar le abre las puertas a la ficción". "Mientras para ellos fue un momento de ocio, una celebración y unas vacaciones que llevaron a cabo y tenían planeadas desde hace mucho tiempo, para nosotros fue en muchos momentos un trauma, porque viajábamos embarazados -de Mora, su hija de cuatro años- y no podíamos sentirnos a gusto", recordó.
La aventura que Cortázar y Dunlop realizaron por esa autopista francesa posee también el carácter de una despedida, ya que ella falleció 4 meses después del viaje y Cortázar lo hizo 10 meses después de la muerte de su esposa.

fuente: infoRegion

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jueves, abril 19, 2007

Los libros y Cortázar

"Los libros no se agotan en el análisis: hay que vivirlos"
(Julio Cortázar)

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viernes, abril 06, 2007

El Río

Por Julio Cortazar
De Final de Juego

Y sí, parece que es así, que te has ido diciendo no sé qué cosa, que te ibas a tirar al Sena, algo por el estilo, una de esas frases de plena noche, mezcladas de sábana y boca pastosa, casi siempre en la oscuridad o con algo de mano o de pie rozando el cuerpo del que apenas escucha, porque hace tanto que apenas te escucho cuando dices cosas así, eso viene del otro lado de mis ojos cerrados, del sueño que otra vez me tira hacia abajo. Entonces está bien, qué me importa si te has ido, si te has ahogado o todavía andas por los muelles mirando el agua, y además no es cierto porque estás aquí dormida y respirando entrecortadamente, pero entonces no te has ido cuando te fuiste en algún momento de la noche antes de que yo me perdiera en el sueño, porque te habías ido diciendo alguna cosa, que te ibas a ahogar en el Sena, o sea que has tenido miedo, has renunciado y de golpe estás ahí casi tocándome, y te mueves ondulando como si algo trabajara suavemente en tu sueño, como si de verdad soñaras que has salido y que después de todo llegaste a los muelles y te tiraste al agua. Así una vez más, para dormir después con la cara empapada de un llanto estúpido, hasta las once de la mañana, la hora en que traen el diario con las noticias de los que se han ahogado de veras.
Me das risa, pobre. Tus determinaciones trágicas, esa manera de andar golpeando las puertas como una actriz de tournées de provincia, uno se pregunta si realmente crees en tus amenazas, tus chantajes repugnantes, tus inagotables escenas patéticas untadas de lágrimas y adjetivos y recuentos. Merecerías a alguien más dotado que yo para que te diera la réplica, entonces se vería alzarse a la pareja perfecta, con el hedor exquisito del hombre y la mujer que se destrozan mirándose en los ojos para asegurarse el aplazamiento más precario, para sobrevivir todavía y volver a empezar y perseguir inagotablemente su verdad de terreno baldío y fondo de cacerola. Pero ya ves, escojo el silencio, enciendo un cigarrillo y te escucho hablar, te escucho quejarte (con razón, pero qué puedo hacerle), o lo que es todavía mejor me voy quedando dormido, arrullado casi por tus imprecaciones previsibles, con los ojos entrecerrados mezclo todavía por un rato las primeras ráfagas de los sueños con tus gestos de camisón ridículo bajo la luz de la araña que nos regalaron cuando nos casamos, y creo que al final me duermo y me llevo, te lo confieso casi con amor, la parte más aprovechable de tus movimientos y tus denuncias, el sonido restallante que te deforma los labios lívidos de cólera. Para enriquecer mis propios sueños donde jamás a nadie se le ocurre ahogarse, puedes creerme.
Pero si es así me pregunto qué estás haciendo en esta cama que habías decidido abandonar por la otra más vasta y más huyente. Ahora resulta que duermes, que de cuando en cuando mueves una pierna que va cambiando el dibujo de la sábana, pareces enojada por alguna cosa, no demasiado enojada, es como un cansancio amargo, tus labios esbozan una mueca de desprecio, dejan escapar el aire entrecortadamente, lo recogen a bocanadas breves, y creo que si no estaría tan exasperado por tus falsas amenazas admitiría que eres otra vez hermosa, como si el sueño te devolviera un poco de mi lado donde el deseo es posible y hasta reconciliación o nuevo plazo, algo menos turbio que este amanecer donde empiezan a rodar los primeros carros y los gallos abominablemente desnudan su horrenda servidumbre. No sé, ya ni siquiera tiene sentido preguntar otra vez si en algún momento te habías ido, si eras tú la que golpeó la puerta al salir en el instante mismo en que yo resbalaba al olvido, y a lo mejor es por eso que prefiero tocarte, no porque dude de que estés ahí, probablemente en ningún momento te fuiste del cuarto, quizá un golpe de viento cerró la puerta, soñé que te habías ido mientras tú, creyéndome despierto, me gritabas tu amenaza desde los pies de la cama. No es por eso que te toco, en la penumbra verde del amanecer es casi dulce pasar una mano por ese hombro que se estremece y me rechaza. La sábana te cubre a medias, mis manos empiezan a bajar por el terso dibujo de tu garganta, inclinándome respiro tu aliento que huele a noche y a jarabe, no sé cómo mis brazos te han enlazado, oigo una queja mientras arqueas la cintura negándote, pero los dos conocemos demasiado ese juego para creer en él, es preciso que me abandones la boca que jadea palabras sueltas, de nada sirve que tu cuerpo amodorrado y vencido luche por evadirse, somos a tal punto una misma cosa en ese enredo de ovillo donde la lana blanca y la lana negra luchan como arañas en un bocal. De la sábana que apenas te cubría alcanzo a entrever la ráfaga instantánea que surca el aire para perderse en la sombra y ahora estamos desnudos, el amanecer nos envuelve y reconcilia en una sola materia temblorosa, pero te obstinas en luchar, encogiéndote, lanzando los brazos por sobre mi cabeza, abriendo como en un relámpago los muslos para volver a cerrar sus tenazas monstruosas que quisieran separarme de mí mismo. Tengo que dominarte lentamente (y eso, lo sabes, lo he hecho siempre con una gracia ceremonial), sin hacerte daño voy doblando los juncos de tus brazos, me ciño a tu placer de manos crispadas, de ojos enormemente abiertos, ahora tu ritmo al fin se ahonda en movimientos lentos de muaré, de profundas burbujas ascendiendo hasta mi cara, vagamente acaricio tu pelo derramado en la almohada, en la penumbra verde miro con sorpresa mi mano que chorrea, y antes de resbalar a tu lado sé que acaban de sacarte del agua, demasiado tarde, naturalmente, y que yaces sobre las piedras del muelle rodeada de zapatos y de voces, desnuda boca arriba con tu pelo empapado y tus ojos abiertos.

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jueves, marzo 29, 2007

Cortázar en el anuncio publicitario II

Nos llama la atención uno de nuestros lectores sobre la circunstancia de que el mensaje anterior sea meramente expositivo y no hayamos hecho un comentario crítico (pues se muestra tan sólo el anuncio que está publicitando una empresa de automóviles con la voz de Cortázar y el texto original del relato).

Lamentablemente el editor de este blog junto con otros muchos colaboradores disponemos de premura que en ocasiones puede llevar a mostrar mensajes tal y como se producen en la realidad sin establecer en ese momento un comentario.

Ciertamente se plantea que en este caso es bastante ilegítimo usar el trabajo artístico de una persona que de hecho se habría opuesto a este uso, en esta línea se han publicado algunos artículos de opinión en la prensa, elogiosos para con los cronopios y famas de Julio y críticos respecto del uso utilitarista y trivializador en un anuncio de un simple auto.

Como bien dice Carlos Hugo, el lector que nos remite el mensaje, "tales manipulaciones no forman parte de la historia del arte". Ciertamente, una cuestión es el ejercicio de la cita, legítimo en cualquier acción de comunicación, especialmente si es artística y otra muy distinta el uso a las llanas del discurso completo y de la voz del artista. Tomando el ejemplo del lector sería lo mismo que poner el texto de uno de estos relatos en una caja de condones, algo en definitiva sórdido y más bien irrespetuoso al utilizar algo de un artista que entre sus muchas cualidades destacó, a diferencia de otros autores por su independencia y honestidad. Hemos incluido aquí en alguna que otra ocasión escritos acerca del compromiso social de Cortázar, obviamente muy distante de esta cuestión.

Tómese el lector la publicación del pasado mensaje como una ventana que muestra la perspectiva que en ocasiones se adopta en la sociedad sobre los escritores y no tanto como una mera "transmisión" del mensaje publicitario, que obviamente no merece en absoluto.

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martes, marzo 27, 2007

Instrucciones para dar cuerda al reloj

Un anuncio de autos ha "resucitado" la voz de Cortázar, que aparece como voz en off, leyendo sus "instrucciones para dar cuerda al reloj".

A continuación mostramos el anuncio y el texto que es leído:



Instrucciones para dar cuerda al reloj (Julio Cortázar)

Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

Instrucciones para dar cuerda al reloj

Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.

¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.

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miércoles, marzo 21, 2007

Julio Cortázar en el cementerio de Montparnasse

La tumba de Julio Cortázar en el cementerio de Montparnasse en París.




Por ser traidor hasta con la traición, lo amaban las gentes honorables.

JULIO CORTÁZAR, El poeta propone su epitafio.

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lunes, marzo 12, 2007

Comercio (Famas de Cortázar)


Los famas habían puesto una fábrica de mangueras, y emplearon a numerosos cronopios para el enrollado y depósito. Apenas los cronopios estuvieron en el lugar del hecho, una grandísima alegría. Había mangueras verdes, rojas, azules, amarillas y violetas. Eran transparentes y al ensayarlas se veía correr el agua con todas sus burbujas y a veces un sorprendido insecto. Los cronopios empezaron a lanzar grandes gritos, y querían bailar tregua y bailar catala en vez de trabajar. Los famas se enfurecieron y aplicaron en seguida los artículos 21, 22 y 23 del reglamento interno. A fin de evitar la repetición de tales hechos.
Como los famas son muy descuidados, los cronopios esperaron circunstancias favorables y cargaron muchísimas mangueras en un camión. Cuando encontraban una niña, cortaban un pedazo de manguera azul y se la obsequiaban para que pudiese saltar a la manguera. Así en todas las esquinas se vieron nacer bellísimas burbujas azules transparentes, con una niña adentro que parecía una ardilla en su jaula. Los padres de la niña aspiraban a quitarle la manguera para regar el jardín, pero se supo que los astutos cronopios las habían pinchado de modo que el agua se hacía pedazos en ellas y no servía para nada. Al final los padres se cansaban y la niña iba a la esquina y saltaba y saltaba.
Con las mangueras amarillas los cronopios adornaron diversos monumentos, y con las mangueras verdes tendieron trampas al modo africano en pleno rosedal, para ver cómo las esperanzas caían una a una. Alrededor de las esperanzas caídas los cronopios bailaban tregua y bailaban catala, y las esperanzas les reprochaban su acción diciendo así:
¡Crueles cronopios cruentos!. ¡Crueles!
Los cronopios, que no deseaban ningún mal a las esperanzas, las ayudaban a levantarse y les regalaban pedazos de manguera roja. Así las esperanzas pudieron ir a sus casas y cumplir el más intenso de sus anhelos: regar los jardines verdes con mangueras rojas.
Los famas cerraron la fábrica y dieron un banquete lleno de discursos fúnebres y camareros que servían el pescado en medio de grandes suspiros. Y no invitaron a ningún cronopio, y solamente a las esperanzas que no habían caído en las trampas del rosedal, porque las otras se habían quedado con pedazos de manguera y los famas estaban enojados con esas esperanzas.

De Historias de Cronopios y de Famas, Julio Cortázar (1962)

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viernes, marzo 02, 2007

Los exploradores


Tres cronopios y un fama se asocian espeleológicamente para descubrir las fuentes subterráneas de un manantial. Llegados a la boca de la caverna, un cronopio desciende sostenido por los otros, llevando a la espalda un paquete con sus sandwiches preferidos (de queso). Los dos cronopios-cabrestante lo dejan bajar poco a poco, y el fama escribe en un gran cuaderno los detalles de la expedición. Pronto llega un primer mensaje del cronopio: furioso porque se han equivocado y le han puesto sandwiches de jamón. Agita la cuerda y exige que lo suban. Los cronopios-cabrestante se consultan afligidos, y el fama se yergue en toda su terrible estatura y dice: NO, con tal violencia que los cronopios sueltan la soga y acuden a calmarlo. Están en eso cuando llega otro mensaje, porque el cronopio ha caído justamente sobre las fuentes del manantial, y desde ahí comunica que todo va mal, entre injurias y lágrimas informa que los sandwiches son todos de jamón, que por más que mira y mira, entre los sandwiches de jamón no hay ni uno solo de queso.

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sábado, febrero 24, 2007

Cuentos inolvidables, según Julio Cortázar

En una publicación reciente, Alfaguara reunió una antología con los relatos que fascinaron al gran escritor

Julio Cortázar. La lista de cuentos favoritos de Cortázar incluye autores como Edgar Alan Poe, Jorge Luis Borges y Tolstoi.

"¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía...". Así se pronunció Julio Cortázar en una conferencia que llamó "Algunos aspectos del cuento" y en muchas otras oportunidades manifestó su admiración por ciertos cuentos que le resultaban inolvidables.

Esas declaraciones inspiraron una antología: Cuentos inolvidables según Julio Cortázar (Ed. Alfaguara), que reúne un variado grupo de magníficos relatos.
Frente a aquel público, el autor de Rayuela confesó: "Muchas veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el momento los leímos junto con muchos otros, que incluso podían ser de los mismos autores. Y he aquí que los años han pasado y hemos vivido y olvidado tanto; pero esos pequeños, insignificantes cuentos, esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo en nosotros".


Es fácil imaginar la escena: Cortázar sentado en un escenario formalmente engalanado para la ocasión, hablando pausadamente y tratando de encontrarle postura a sus larguísimas piernas debajo de la mesa. Todo frente a un público silencioso y ansioso por escuchar esa fabulosa lista que todos veían venir. Y llegó: "Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres", dijo Cortázar. Y los dio. Fueron diez. Pero al final de la enumeración agregó: "y así podría seguir y seguir".


Carles Alvarez Garriga, prologador de la obra, sostiene que es plausible suponer que si Cortázar decidió no cerrar la lista de cuentos inolvidables que enunció en su conferencia, fue porque sabía que las listas entrañan provisionalidad, y un lector abierto a las novedades en casi todos los géneros no iba a atarse al compromiso de una nómina excluyente.

En torno a finales de la década de 1960, Cortázar dejó de ser el autor secreto que se había ido de Buenos Aires tras publicar un volumen de relatos que apenas leyeron cuatro afines al Surrealismo. Dejó de ser ese desconocido del gran público que pudo encerrarse a escribir su más célebre novela en el primer piso de una casa de París que había sido una caballeriza, al fondo de un patio arbolado que aún visita un pájaro migratorio, un día al año y todos los años. Cuando la fama lo alcanzó -está por verse si, como indicó Piglia, ése no fue su gran drama-, su parecer empezó a ser requerido en todos los debates. También -y he ahí el aspecto negativo- lo interrogaban día y noche sobre nimiedades, a tal punto que él mismo llegó a bromear diciendo que, de ir al cielo cuando muriera, seguramente San Pedro estaría esperándolo en la puerta con las mismas preguntas.

La lista de cuentos que publica Alfaguara en su antología fue conciliada a partir de lo mencionado en aquella famosa conferencia y en otras ofrecidas por Cortázar en el "apogeo de su autoridad intelectual". Por ejemplo, "Del cuento breve y sus alrededores", "Notas sobre lo gótico en el Río de la Plata" y "El estado actual de la narrativa Hispanoamericana".
Este lluvioso verano salteño, que se parece más a un cuento "macondiano" que a una cálida pintura de Gauguin, podría ser el tiempo propicio para acercarnos a la buena literatura recomendada por este genial autor. Pase sin golpear.


La lista recomendada


Tlön, Uqbar, Orbis Tertius - Jorge Luis Borges
William Wilson - Edgar Allan Poe
Un recuerdo navideño - Truman Capote
El puente sobre el río del Búho - Ambrose Bierce
La lección del maestro - Henry James
La muerte de Iván Ilich - León Tolstoi
Un sueño realizado - Juan Carlos Onetti
La casa inundada - Felisberto Hernández
Conejos blancos - Leonora Carrington
Extasis - Katherine Mansfield

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lunes, febrero 12, 2007

A 23 años de la partida de Julio Cortázar, el más grande cronopio

El 12 de febrero de 1984 partió a la inmortalidad, en París, Julio Florencio Cortázar, uno de los más grandes escritores del siglo XX. A pesar de todos y de nadie, de los cronopios y su querido Buenos Aires. Sin importarle aquella leyenda que decía que él nunca moriría, que era un eterno niño, y de la cual incluso Gabo y Carlos Fuentes habían sido partícipes. Han pasado 23 años desde ese día y la promesa de recordarle con una sonrisa en el rostro sigue vigente.


"Es tan difícil ser justo con la felicidad", decía Julito en Rayuela, con la inconmensurable certeza de que ni Oliveira, ni la Maga ni incluso Racamadour disentirían de eso que se puede llamar una verdad del día a día y, por lo tanto, una sentencia que suele pasar inadvertida.


Tal vez ahí, el más exquisito valor del creador de Historias de cronopios y de famas, ya que a raíz de esa severa visión del mundo, ausente de indulgencia y liviandad, Cortázar podía darle el sitial que se merece a tamaño sentimiento. Eso sí, sin cursilerías -a veces hermosas- pero con mucha consecuencia en su lugar.


Alguna vez dijo que no todo estaba perdido si aceptábamos que así era, si a pesar de esa terrible certeza tragábamos saliva y certificábamos la realidad y, luego de unos instantes de angustia, de duelo, empezábamos la búsqueda de una nueva salida, hacia la esperanza.


Quizá por eso el autor de Bestiario observaba atentamente el dolor del mundo y contestaba con una sonrisa, para no hacer las cosas más trágicas, para decirle adiós a la solemnidad. Porque en el humor encontró esa gran llave que necesitaba, no solo él sino, América Latina para reinventarse.


Esa forma tan dulce e irónica de transgredir, literatura en la que incluso las máquinas podían hacer huelga, los conejitos multiplicarse como si saliesen del sombrero de un mago, el mundo, sí el Mundo (la rayuela) convertirse en un gran juego, en esa espléndida excusa para saltar, perder, vivir y morir, y reinventar el planeta y a uno mismo. Comenzar desde el final, el principio o en algún rincón perdido de la razón, porque como mencionaría Beckett en Esperando a Godot: "A veces es necesario perderse para encontrarse".


Cortázar inició la magia de la complicidad, le dijo al lector 'dale y contéstame, dime lo que piensas' para que miles de jóvenes en todo el globo le dijeran que la obra les fascinaba o que les era abyecta.


Ese era Julito, quien con Octaedro y La vuelta al día en ochenta mundos hizo del arte una viñeta y de la literatura una excusa, para encantar y cavalgar a bordo de una París que no acaba nunca, de una fantasía, en cofradía.


TANTAS VECES JULIO. "Acababa de terminar mi primer libro de cuentos, me sentía lleno de ciertas ataduras, con ciertos temores de infringir la regla, el academicismo, la sintaxis, la gramática, y Cortázar fue para mí una especie de ventarrón de libertad con su manera deshilachada, rota, de crear un párrafo, sobre todo en sus relatos, que es lo que yo leí en ese momento", contaba Alfredo Bryce Echenique en una entrevista, hace ya varios años.


Pero no solo a él lo conmovió el gran maestro del cuento que era Cortázar, sino al mismo Jorge Luis Borges, quien de alguna forma había implantado las reglas de una literatura mucho más solemne, sombría, intelectual.


Cuenta el creador de El Aleph que, una tarde de mil novecientos cuarenta y tantos, cuando este se desempeñaba como secretario de redacción de una revista literaria, se presentó un muchacho muy alto trayéndole un manuscrito. Ante esto, Borges le pidió regresar en diez días, luego de los cuales le daría su opinión. Honda -y grata- fue la sorpresa al verlo entrar tres días antes por la misma puerta.


"Le dije que su cuento me gustaba y que ya había sido entregado a la imprenta. Poco después, Julio Cortázar leyó en letras de molde Casa Tomada con dos ilustraciones a lápiz de (mi hermana) Norah Borges. Pasaron los años y me confió una noche, en París, que ésa había sido su primera publicación. Me honra haber sido su instrumento", sentenció el maestro.


MATASANOS, AUTOPISTAS Y OTRAS SALSAS. Julio Cortázar parecía ir en contra todo, incluso de la lógica misma. Años antes, había empezado su gusto por la lectura y, dado que era un niño muy enfermizo y pasaba grandes temporadas en la cama, devoraba cada ejemplar que su madre le suministraba. Tanto así que un 'médico' le aconsejó dejar de leer por un tiempo.


Esto no fue así y siguió leyendo y escribiendo, poemas, cuentos e incluso una novela que su madre siempre escondió, para evitar que este la incinere. Pero antes de este feliz episodio ocurriría lo elemental, la duda de su madre ante tamaña creación artística de su vástago y, pese a que este le aseguró que los escritos eran suyos, ella pensó que no era así.


Esa fue la primera gran decepción de Cortázar, algo que más tarde describiría como el "descubrimiento de la muerte".


Pasarían los años y, ya en Francia, publicaría Todos los fuegos el fuego, una de sus obras maestras. Precisamente uno de los cuentos de este volumen titulado "La autopista del sur" fue elogiado por gran parte de la crítica y llevado al cine más tarde.


Pero lo más interesante -y anecdótico- es que dos meses después de la presentación de la obra, viviría en carne propia en París, un atolladero de tamañas proporciones por un lapso de más de cinco horas.


La 'venganza del destino' podrían decir muchos, lo cierto es que el autor de Octaedro le recordó las madres a los funcionarios de la Municipalidad y del Gobierno, conversó durante horas con sus 'vecinos' de pista, socorrió con agua a alguna niño víctima del calor, pidió algún cigarro a sus compinches de asfalto.


Sí, vivió lo mismo que los personajes del cuento, por primera vez. Ahora entendía las grandes puteadas de sus amigos cada vez que lo recordaban por estar enfrascados en tamaña situación.


CORTÁZAR Y LOS GATOS. Cortázar amaba a los gatos, quizá porque se le parecían mucho en lo solitario y aparentemente inmortal, en lo exagerado y juguetón, en lo tiernamente flojo. La postal con Franela, tomada por Ulla Montan en París, en 1981 es entrañable.


Sin embargo, una foto tomada en 1976 en esa misma ciudad es todavía más elocuente en ese sentido y muestra a un Cortázar hogareño y muy juguetón, con la cámara de fotos en la mano, arregostado en un lado de la pared en un fascinante momento de comunión con un minino, quien sabe el mismo.


ARTE POÉTICA. Cortázar pudo haberse equivocado en algún momento al opinar políticamente de Cuba pero eso era y nada más, el error de un hombre, un hombre culto pero quizás algo ingenuo y soñador. Pese a esto, su obra está incólume, no solo por la majestuosidad de sus historias, por la capacidad de abstracción de sus personajes, por el diálogo con la realidad y la ficción.


Porque a diferencia de muchos otros tenía un trabajo finísimo con el lenguaje, convirtiéndolo en uno de esos escritores preciosistas por excelencia.


Para muestra un botón: "No pregunto por las glorias ni las nieves, quiero saber dónde se van juntando las golondrinas muertas".


Y es que el "argentino que se hizo querer por todos" es de aquellos genios que dan para llenar la libreta o subrayar a más no poder el libro.


"Los ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias. Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero inspiraba además otro menos frecuente: la devoción", comenta García Márquez en el prólogo homenaje del libro Todos los fuegos el fuego, de editorial Norma.


Ahí también menciona que se debe recordar a Cortázar sin solemnidad ni homenajes póstumos, pues este moriría de nuevo, esta vez de vergüenza, de solo verlos.


Desde ya, esta página le hace llegar sus disculpas por si llegara a incurrir en tamaño desencuentro y reitera, no sin antes levantar el volumen a Thelonious Monk, escuchar su piano como una piedra en la oreja y excomulgar a tanto indiferente, a tanto fama que anda por ahí.


Por eso desde ese día, Charlie Parker, Henry James y Fitzgerald -y más tarde Eielson- tocan junto al gran Cronopio en el más allá. Como siempre, como la vida en un eterno derruir que no dice basta, que no duerme, que se deshace en la tinta fiel de aquél Caballito de juguete que nos espera en algún lugar.


Y es que sí: "Hace muchos años nos citamos esta tarde. Es verdad. No importa cuando, porque ya ves que no pudimos olvidarlo y aquí estamos puntuales".



Artículo original de Rudy Torres Villegas para Peru.21

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domingo, febrero 04, 2007

Instrucciones para llorar

Instrucciones para llorar. Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.

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lunes, enero 29, 2007

Julio Cortázar en Televisión: A Fondo, 1977

En este fragmento de una larga entrevista hecha por TVE(Televisión Española), Julio Cortázar revela detalles del proceso creativo de sus cuentos y de cuáles eran sus hábitos de escritura. Durante la entrevista ("A fondo", 1977), el escritor argentino también habla sobre su familia, sus primeros escritos, sobre Argentina y el exilio, entre otros asuntos.

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martes, enero 23, 2007

El perseguidor

El perseguidor
(Las armas secretas, 1959)



In memorian Ch. P.



Sé fiel hasta la muerte
Apocalipsis, 2,10

O make me a mask
Dylan Thomas

Dédée me ha llamado por la tarde diciéndome que Johnny no estaba bien, y he ido en seguida al hotel. Desde hace unos días Johnny y Dédée viven en un hotel de la rue Lagrange, en una pieza del cuarto piso. Me ha bastado ver la puerta de la pieza para darme cuenta de que Johnny está en la peor de las miserias; la ventana da a un patio casi negro, y a la una de la tarde hay que tener la luz encendida si se quiere leer el diario o verse la cara. No hace frío, pero he encontrado a Johnny envuelto en una frazada, encajado en un roñoso sillón que larga por todos lados pedazos de estopa amarillenta. Dédée está envejecida, y el vestido rojo le queda muy mal; es un vestido para el trabajo, para las luces de la escena; en esa pieza del hotel se convierte en una especie de coágulo repugnante.
?El compañero Bruno es fiel como el mal aliento ?ha dicho Johnny a manera de saludo, remontando las rodillas hasta apoyar en ellas el mentón. Dédée me ha alcanzado una silla y yo he sacado un paquete de Gauloises. Traía un frasco de ron en el bolsillo, pero no he querido mostrarlo hasta hacerme una idea de lo que pasa. Creo que lo más irritante era la lamparilla con su ojo arrancado colgando del hilo sucio de moscas. Después de mirarla una o dos veces, y ponerme la mano como pantalla, le he preguntado a Dédée si no podíamos apagar la lamparilla y arreglarnos con la luz de la ventana. Johnny seguía mis palabras y mis gestos con una gran atención distraída, como un gato que mira fijo pero que se ve que está por completo en otra cosa; que es otra cosa. Por fin Dédée se ha levantado y ha apagado la luz. En lo que quedaba, una mezcla de gris y negro, nos hemos reconocido mejor. Johnny ha sacado una de sus largas manos flacas de debajo de la frazada, y yo he sentido la fláccida tibieza de su piel. Entonces Dédée ha dicho que iba a preparar unos nescafés. Me ha alegrado saber que por lo menos tienen una lata de nescafé. Siempre que una persona tiene una lata de nescafé me doy cuenta de que no está en la última miseria; todavía puede resistir un poco.
?Hace rato que no nos veíamos ?le he dicho a Johnny?. Un mes por lo menos.
?Tú no haces más que contar el tiempo ?me ha contestado de mal humor?. El primero, el dos, el tres, el veintiuno. A todo le pones un número, tú. Y ésta es igual. ¿Sabes por qué está furiosa? Porque he perdido el saxo. Tiene razón, después de todo.
?¿Pero cómo has podido perderlo? ?le he preguntado, sabiendo en el mismo momento que era justamente lo que no se le puede preguntar a Johnny.
?En el métro ?ha dicho Johnny?. Para mayor seguridad lo había puesto debajo del asiento. Era magnífico viajar sabiendo que lo tenía debajo de las piernas, bien seguro.
?Se dio cuenta cuando estaba subiendo la escalera del hotel ?ha dicho Dédée, con la voz un poco ronca?. Y yo tuve que salir como una loca a avisar a los del métro, a la policía.
Por el silencio siguiente me he dado cuenta de que ha sido tiempo perdido. Pero Johnny ha empezado a reírse como hace él, con una risa más atrás de los dientes y de los labios.
?Algún pobre infeliz estará tratando de sacarle algún sonido ?ha dicho?. Era uno de los peores saxos que he tenido nunca; se veía que Doc Rodríguez había tocado en él, estaba completamente deformado por el lado del alma. Como aparato en sí no era malo, pero Rodríguez es capaz de echar a perder un Stradivarius con solamente afinarlo.
?¿Y no puedes conseguir otro?
?Es lo que estamos averiguando ?ha dicho Dédée?. Parece que Rory Friend tiene uno. Lo malo es que el contrato de Johnny...
?El contrato ?ha remedado Johnny?. Qué es eso del contrato. Hay que tocar y se acabó, y no tengo saxo ni dinero para comprar uno, y los muchachos están igual que yo.
Esto último no es cierto, y los tres lo sabemos. Nadie se atreve ya a prestarle un instrumento a Johnny, porque lo pierde o acaba con él en seguida. Ha perdido el saxo de Louis Rolling en Bordeaux, ha roto en tres pedazos, pisoteándolo y golpeándolo, el saxo que Dédée había comprado cuando lo contrataron para una gira por Inglaterra. Nadie sabe ya cuántos instrumentos lleva perdidos, empeñados o rotos. Y en todos ellos tocaba como yo creo que solamente un dios puede tocar un saxo alto, suponiendo que hayan renunciado a las liras y a las flautas.
?¿Cuándo empiezas, Johnny?
?No sé. Hoy, creo, ¿eh, Dé?
?No, pasado mañana.
?Todo el mundo sabe las fechas menos yo ?rezonga Johnny, tapándose hasta las orejas con la frazada?. Hubiera jurado que era esta noche, y que esta tarde había que ir a ensayar.
?Lo mismo da ?ha dicho Dédée?. La cuestión es que no tienes saxo.
?¿Cómo lo mismo da? No es lo mismo. Pasado mañana es después de mañana, y mañana es mucho después de hoy. Y hoy mismo es bastante después de ahora, en que estamos charlando con el compañero Bruno y yo me sentiría mucho mejor si me pudiera olvidar del tiempo y beber alguna cosa caliente.
?Ya va a hervir el agua, espera un poco.
?No me refería al calor por ebullición ha dicho Johnny. Entonces he sacado el frasco de ron y ha sido como si encendiéramos la luz, porque Johnny ha abierto de par en par la boca, maravillado, y sus dientes se han puesto a brillar, y hasta Dédée ha tenido que sonreírse al verlo tan asombrado y contento. El ron con el nescafé no estaba mal del todo, y los tres nos hemos sentido mucho mejor después del segundo trago y de un cigarrillo. Ya para entonces he advertido que Johnny se retraía poco a poco y que seguía haciendo alusiones al tiempo, un tema que le preocupa desde que lo conozco. He visto pocos hombres tan preocupados por todo lo que se refiere al tiempo. Es una manía, la peor de sus manías, que son tantas. Pero él la despliega y la explica con una gracia que pocos pueden resistir. Me he acordado de un ensayo antes de una grabación, en Cincinnati, y esto era mucho antes de venir a París, en el cuarenta y nueve o el cincuenta. Johnny estaba en gran forma en esos días, y yo había ido al ensayo nada más que para escucharlo a él y también a Miles Davis. Todos tenían ganas de tocar, estaban contentos, andaban bien vestidos (de esto me acuerdo quizá por contraste, por lo mal vestido y lo sucio que anda ahora Johnny), tocaban con gusto, sin ninguna impaciencia, y el técnico de sonido hacia señales de contento detrás de su ventanilla, como un babuino satisfecho. Y justamente en ese momento, cuando Johnny estaba como perdido en su alegría, de golpe dejó de tocar y soltándole un puñetazo a no sé quién dijo: ?Esto lo estoy tocando mañana?, y los muchachos se quedaron cortados, apenas dos o tres siguieron unos compases, como un tren que tarda en frenar, y Johnny se golpeaba la frente y repetía: ?Esto ya lo toqué mañana, es horrible, Miles, esto ya lo toqué mañana?, y no lo podían hacer salir de eso, y a partir de entonces todo anduvo mal, Johnny tocaba sin ganas y deseando irse (a drogarse otra vez, dijo el técnico de sonido muerto de rabia), y cuando lo vi salir, tambaleándose y con la cara cenicienta, me pregunté si eso iba a durar todavía mucho tiempo.
?Creo que llamaré al doctor Bernard ?ha dicho Dédée, mirando de reojo a Johnny, que bebe su ron a pequeños sorbos?. Tienes fiebre, y no comes nada.
?El doctor Bernard es un triste idiota ?ha dicho Johnny, lamiendo su vaso?. Me va a dar aspirinas, y después dirá que le gusta muchísimo el jazz, por ejemplo Ray Noble. Te das una idea, Bruno. Si tuviera el saxo lo recibiría con una música que lo haría bajar de vuelta los cuatro pisos con el culo en cada escalón.
?De todos modos no te hará mal tomarte las aspirinas ?he dicho, mirando de reojo a Dédée?. Si quieres yo telefonearé al salir, así Dédée no tiene que bajar. Oye pero ese contrato... Si empiezas pasado mañana creo que se podrá hacer algo. También yo puedo tratar de sacarle un saxo a Rory Friend. Y en el peor de los casos... La cuestión es que vas a tener que andar con más cuidado, Johnny.
?Hoy no ?ha dicho Johnny mirando el frasco de ron?. Mañana, cuando tenga el saxo. De manera que no hay por qué hablar de eso ahora. Bruno, cada vez que me doy mejor cuenta de que el tiempo... Yo creo que la música ayuda siempre a comprender un poco este asunto. Bueno, no a comprender porque la verdad es que no comprendo nada. Lo único que hago es darme cuenta de que hay algo. Como esos sueños, no es cierto, en que empiezas a sospecharte que todo se va a echar a perder, y tienes un poco de miedo por adelantado; pero al mismo tiempo no estás nada seguro, y a lo mejor todo se da vuelta como un panqueque y de repente estás acostado con una chica preciosa y todo es divinamente perfecto.
Dédée está lavando las tazas y los vasos en un rincón del cuarto. Me he dado cuenta de que ni siquiera tienen agua corriente en la pieza; veo una palangana con flores rosadas y una jofaina que me hace pensar en un animal embalsamado. Y Johnny sigue hablando con la boca tapada a medias por la frazada, y también él parece un embalsamado con las rodillas contra el mentón y su cara negra y lisa que el ron y la fiebre empiezan a humedecer poco a poco.
?He leído algunas cosas sobre todo eso, Bruno. Es muy raro, y en realidad tan difícil... Yo creo que la música ayuda, sabes. No a entender, porque en realidad no entiendo nada. ?Se golpea la cabeza con el puño cerrado. La cabeza le suena como un coco.
?No hay nada aquí dentro, Bruno, lo que se dice nada. Esto no piensa ni entiende nada. Nunca me ha hecho falta, para decirte la verdad. Yo empiezo a entender de los ojos para abajo, y cuanto más abajo mejor entiendo. Pero no es realmente entender, en eso estoy de acuerdo.
?Te va a subir la fiebre ?ha rezongado Dédée desde el fondo de la pieza.
?Oh, cállate. Es verdad, Bruno. Nunca he pensado en nada, solamente de golpe me doy cuenta de lo que he pensado, pero eso no tiene gracia, ¿verdad? ¿Qué gracia va a tener darse cuenta de que uno ha pensado algo? Para el caso es lo mismo que si pensaras tú o cualquier otro. No soy yo, yo. Simplemente saco provecho de lo que pienso, pero siempre después, y eso es lo que no aguanto. Ah, es difícil, es tan difícil.. ¿No ha quedado ni un trago?
Le he dado las últimas gotas de ron, justamente cuando Dédée volvía a encender la luz; ya casi no se veía en la pieza. Johnny está sudando, pero sigue envuelto en la frazada, y de cuando en cuando se estremece y hace crujir el sillón.
?Me di cuenta cuando era muy chico, casi en seguida de aprender a tocar el saxo. En mi casa había siempre un lío de todos los diablos, y no se hablaba más que de deudas, de hipotecas. ¿Tú sabes lo que es una hipoteca? Debe ser algo terrible, porque la vieja se tiraba de los pelos cada vez que el viejo hablaba de la hipoteca, y acababan a los golpes. Yo tenia trece años... pero ya has oído todo eso.
Vaya si lo he oído; vaya si he tratado de escribirlo bien y verídicamente en mi biografía de Johnny.
?Por eso en casa el tiempo no acababa nunca, sabes. De pelea en pelea, casi sin comer. Y para colmo la religión, ah, eso no te lo puedes imaginar. Cuando el maestro me consiguió un saxo que te hubieras muerto de risa si lo ves, entonces creo que me di cuenta en seguida. La música me sacaba del tiempo, aunque no es más que una manera de decirlo. Si quieres saber lo que realmente siento, yo creo que la música me metía en el tiempo. Pero entonces hay que creer que este tiempo no tiene nada que ver con... bueno, con nosotros, por decirlo así.
Como hace rato que conozco las alucinaciones de Johnny, de todos los que hacen su misma vida, lo escucho atentamente pero sin preocuparme demasiado por lo que dice. Me pregunto en cambio cómo habrá conseguido la droga en París. Tendré que interrogar a Dédée, suprimir su posible complicidad. Johnny no va a poder resistir mucho más en ese estado. La droga y la miseria no saben andar juntas. Pienso en la música que se está perdiendo, en las docenas de grabaciones donde Johnny podría seguir dejando esa presencia, ese adelanto asombroso que tiene sobre cualquier otro músico. ?Esto lo, estoy tocando mañana? se me llena de pronto de un sentido clarísimo, porque Johnny siempre está tocando mañana y el resto viene a la zaga, en este hoy que él salta sin esfuerzo con las primeras notas de su música.
Soy un crítico de jazz lo bastante sensible como para comprender mis limitaciones, y me doy cuenta de que lo que estoy pensando está por debajo del plano donde el pobre Johnny trata de avanzar con sus frases truncadas, sus suspiros, sus súbitas rabias y sus llantos. A él le importa un bledo que yo lo crea genial, y nunca se ha envanecido de que su música esté mucho más allá de la que tocan sus compañeros. Pienso melancólicamente que él está al principio de su saxo mientras yo vivo obligado a conformarme con el final. Él es la boca y yo la oreja, por no decir que él es la boca y yo... Todo crítico, ay, es el triste final de algo que empezó como sabor, como delicia de morder y mascar. Y la boca se mueve otra vez, golosamente la gran lengua de Johnny recoge un chorrito de saliva de los labios. Las manos hacen un dibujo en el aire.
?Bruno, si un día lo pudieras escribir... No por mí, entiendes, a mí qué me importa. Pero debe ser hermoso, yo siento que debe ser hermoso. Te estaba diciendo que cuando empecé a tocar de chico me di cuenta de que el tiempo cambiaba. Esto se lo conté una vez a Jim y me dijo que todo el mundo se siente lo mismo, y que cuando uno se abstrae... Dijo así, cuando uno se abstrae. Pero no, yo no me abstraigo cuando toco. Solamente que cambio de lugar. Es como en un ascensor, tú estás en el ascensor hablando con la gente, y no sientes nada raro, y entre tanto pasa el primer piso, el décimo, el veintiuno, y la ciudad se quedó ahí abajo, y tú estás terminando la frase que habías empezado al entrar, y entre las primeras palabras y las últimas hay cincuenta y dos pisos. Yo me di cuenta cuando empecé a tocar que entraba en un ascensor, pero era un ascensor de tiempo, si te lo puedo decir asi. No creas que me olvidaba de la hipoteca o de la religión. Solamente que en esos momentos la hipoteca y la religión eran como el traje que uno no tiene puesto; yo sé que el traje está en el ropero, pero a mf no vas a decirme que en ese momento ese traje existe. El traje existe cuando me lo pongo, y la hipoteca y la religión existían cuando terminaba de tocar y la vieja entraba con el pelo colgándole en mechones y se quejaba dé que yo le rompía las orejas con esa-música-del-diablo.
Dédée ha traído otra taza de nescafé, pero Johnny mira tristemente su vaso vacío.
?Esto del tiempo es complicado, me agarra por todos lados. Me empiezo a dar cuenta poco a poco de que el tiempo no es como una bolsa que se rellena. Quiero decir que aunque cambie el relleno, en la bolsa no cabe más que una cantidad y se acabó. ¿Ves mi valija, Bruno? Caben dos trajes, y dos pares de zapatos. Bueno, ahora imagínate que la vacías y después vas a poner de nuevo los dos trajes y los dos pares de zapatos, y entonces te das cuenta de que solamente caben un traje y un par de zapatos. Pero lo mejor no es eso. Lo mejor es cuando te das cuenta de que puedes meter una tienda entera en la valija, cientos y cientos de trajes, como yo meto la música en el tiempo cuando estoy tocando, a veces. La música y lo que pienso cuando viajo en el métro.
?Cuándo viajas en el métro.
?Eh, sí, ahí está la cosa ?ha dicho socorronamente Johnny?. El métro es un gran invento, Bruno. Viajando en el métro te das cuenta de todo lo que podría caber en la valija. A lo mejor no perdí el saxo en el métro, a lo mejor...
Se echa a reír, tose, y Dédée lo mira inquieta. Pero él hace gestos, se ríe y tose mezclando todo, sacudiéndose debajo de la frazada como un chimpancé. Le caen lágrimas y se las bebe, siempre riendo.
?Mejor es no confundir las cosas ?dice después de un rato?. Lo perdí y se acabó. Pero el métro me ha servido para darme cuenta del truco de la valija. Mira, esto de las cosas elásticas es muy raro, yo lo siento en todas partes. Todo es elástico, chico. Las cosas que pacecen duras tienen una elasticidad...
Piensa, concentrándose.
?...una elasticidad retardada ?agrega sorprendentemente. Yo hago un gesto de admiración aprobatoria. Bravo, Johnny. El hombre que dice que no es capaz de pensar. Vaya con Johnny. Y ahora estoy realmente interesado por lo que va a decir, y él se da cuenta y me mira más socarronamente que nunca.
?¿Tú crees que podré conseguir otro saxo para tocar pasado mañana, Bruno?
?Sí, pero tendrás que tener cuidado.
?Claro, tendré que tener cuidado.
?Un contrato de un mes ?explica la pobre Dédée?. Quince días en la boîte de Rémy, dos conciertos y los discos. Podríamos arreglarnos tan bien.
?Un contrato de un mes ?remeda Johnny con grandes gestos?. La boîte de Rémy, dos conciertos y los discos. Be?bata?bop bop bop, chrrr. Lo que tiene es sed, una sed, una sed. Y unas ganas de fumar, de fumar. Sobre todo unas ganas de fumar.
Le ofrezco un paquete de Gauloises, aunque sé muy bien que está pensando en la droga. Ya es de noche, en el pasillo empieza un ir y venir de gente, diálogos en árabe, una canción. Dédée se ha marchado, probablemente a comprar alguna cosa para la cena. Siento la mano de Johnny en la rodilla.
?Es una buena chica, sabes. Pero me tiene harto. Hace rato que no la quiero, que no puedo sufrirla. Todavía me excita, a ratos, sabe hacer el amor como... ?junta los dedos a la italiana?. Pero tengo que librarme de ella, volver a Nueva York. Sobre todo tengo que volver a Nueva York, Bruno.
?¿Para qué? Allá te estaba yendo peor que aquí. No me refiero al trabajo sino a tu vida misma. Aquí me parece que tienes más amigos.
?Si, estás tú y la marquesa, y los chicos del club... ¿Nunca hiciste el amor con la marquesa, Bruno?
?No.
?Bueno, es algo que... Pero yo te estaba hablando del métro, y no sé por qué cambiamos de tema. El métro es un gran invento, Bruno. Un día empecé a sentir algo en el métro, después me olvidé... Y entonces se repitió, dos o tres días después. Y al final me di cuenta. Es fácil de explicar, sabes, pero es fácil porque en realidad no es la verdadera explicación. La verdadera explicación sencillamente no se puede explicar. Tendrías que tomar el métro y esperar a que te ocurra, aunque me parece que eso solamente me ocurre a mí. Es un poco así, mira. ¿Pero de verdad nunca hiciste el amor con la marquesa? Le tienes que pedir que suba al taburete dorado que tiene en el rincón del dormitorio, al lado de una lámpara muy bonita, y entonces... Bah, ya está ésa de vuelta.
Dédée entra con un bulto, y mira a Johnny.
?Tienes más fiebre. Ya telefoneé al doctor, va a venir a las diez. Dice que te quedes tranquilo.
?Bueno, de acuerdo, pero antes le voy a contar lo del métro a Bruno. El otro día me di bien cuenta de lo que pasaba. Me puse a pensar en mi vieja, después en Lan y los chicos, y claro, al momento me parecía que estaba caminando por mi barrio, y veía las caras de los muchachos, los de aquel tiempo. No era pensar, me parece que ya te he dicho muchas veces que yo no pienso nunca; estoy como parado en una esquina viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo. ¿Té das cuenta? Jim dice que todos somos iguales, que en general (así dice) uno no piensa por su cuenta. Pongamos que sea así, la cuestión es que yo había tomado el métro en la estación de Saint?Michel y en seguida me puse a pensar en Lan y los chicos, y a ver el barrio. Apenas me senté me puse a pensar en ellos. Pero al mismo tiempo me daba cuenta de que estaba en el métro, y vi que al cabo de un minuto más o menos llegábamos a Odéon, y que la gente entraba y salía. Entonces seguí pensando en Lan y vi a mi vieja cuando volvía de hacer las compras, y empecé a verlos a todos, a estar con ellos de una manera hermosísima, como hacia mucho que no sentía. Los recuerdos son siempre un asco, pero esta vez me gustaba pensar en los chicos y verlos. Si me pongo a contarte todo lo que vi no lo vas a creer porque tendría para rato. Y eso que ahorraría detalles. Por ejemplo, para decirte una sola cosa, veía a Lan con un vestido verde que se ponía cuando iba al Club 33 donde yo tocaba con Hamp. Veía el vestido con unas cintas, un moño, una especie de adorno al costado y un cuello... No al mismo tiempo, sino que en realidad me estaba paseando alrededor del vestido de Lan y lo miraba despacio. Y después miré la cara de Lan y la de los chicos, y después mé acordé de Mike que vivía en la pieza de al lado, y cómo Mike me había contado la historia de unos caballos salvajes en Colorado, y él que trabajaba en un rancho y hablaba sacando pecho como los domadores de caballos...
?Johnny ?ha dicho Dédée desde su rincón.
?Fíjate que solamente te cuento un pedacito de todo lo que estaba pensando y viendo. ¿Cuánto hará que te estoy contando este pedacito?
?No sé, pongamos unos dos minutos.
?Pongamos unos dos minutos ?remeda Johnny?. Dos minutos y te he contado un pedacito nada más. Si te contara todo lo que les vi hacer a los chicos, y cómo Hamp tocaba Save it, pretty mamma y yo escuchaba cada nota, entiendes, cada nota, y Hamp no es de los que se cansan, y si te contara que también le oí a mi vieja una oración larguísima, donde hablaba de repollos, me parece, pedía perdón por mi viejo y por mí y decía algo de unos repollos... Bueno, si te contara en detalle todo eso, pasarían más de dos minutos, ¿eh, Bruno?
?Si realmente escuchaste y viste todo eso, pasaría un buen cuarto de hora ?le he dicho, riéndome.
?Pasaría un buen cuarto de hora, eh, Bruno. Entonces me vas a decir cómo puede ser que de repente siento que el métro se para y yo me salgo de mi vieja y Lan y todo aquello, y veo que estamos en Saint-Germain-des-Prés, que queda justo a un minuto y medio de Odéon.
Nunca me preocupo demasiado por las cosas que dice Johnny pero ahora, con su manera de mirarme, he sentido frío.
?Apenas un minuto y medio por tu tiempo, por el tiempo de ésa ?ha dicho rencorosamente Johnny?. Y también por el del métro y el de mi reloj, malditos sean. Entonces, ¿cómo puede ser que yo haya estado pensando un cuarto de hora, eh, Bruno? ¿Cómo se puede pensar un cuarto de hora en un minuto y medio? Te juro que ese día no había fumado ni un pedacito ni una hojita ?agrega como un chico que se excusa?. Y después me ha vuelto a suceder, ahora me empieza a suceder en todas partes. Pero ?agrega astutamente? sólo en el métro me puedo dar cuenta porque viajar en el métro es como estar metido en un reloj. Las estaciones son los minutos, comprendes, es ese tiempo de ustedes, de ahora; pero yo sé que hay otro, y he estado pensando, pensando...
Se tapa la cara con las manos y tiembla. Yo quisiera haberme ido ya, y no sé cómo hacer para despedirme sin que Johnny se resienta, porque es terriblemente susceptible con sus amigos. Si sigue así le va a hacer mal, por lo menos con Dédée no va a hablar de esas cosas.
?Bruno~si yo pudiera solamente vivir como en esos momentos, o como cuando estoy tocando y también el tiempo cambia... Te das cuenta de lo que podría pasar en un minuto y medio... Entonces un hombre, no solamente yo sino ésa y tú y todos los muchachos, podrían vivir cientos de años, si encontráramos la manera podríamos vivir mil veces más de lo que estamos viviendo por culpa de los relojes, de esa manía de minutos y de pasado mañana...
Sonrío lo mejor que puedo, comprendiendo vagamente que tiene razón, pero que lo que él sospecha y lo que yo presiento de su sospecha se va a borrar como siempre apenas esté en la calle y me meta en mi vida de todos los días. En ese momento estoy seguro de que Johnny dice algo que no nace solamente de que está medio loco, de que la realidad se le escapa y le deja en cambio una especie de parodia que él convierte en una esperanza. Todo lo que Johnny me dice en momentos así (y hace más de cinco años que Johnny me dice y les dice a todos cosas parecidas) no se puede escuchar prometiéndose volver a pensarlo más tarde. Apenas se está en la calle, apenas es el recuerdo y no Johnny quien repite las palabras, todo se vuelve un fantaseo de la marihuana, un manotear monótono (por que hay otros que dicen cosas parecidas, a cada rato se sabe de testimonios parecidos) y después de la maravilla nace la irritación, y a mí por lo menos me pasa que siento como si Johnny me hubiera estado tomando el pelo. Pero esto ocurre siempre al otro día, no cuando Johnny me lo está diciendo, porque entonces siento que hay algo que quiere ceder en alguna parte, una luz que busca encenderse, o más bien como si fuera necesario quebrar alguna cosa, quebrarla de arriba abajo como un tronco metiéndole una cuña y martillando hasta el final. Y Johnny ya no tiene fuerzas para martillar nada, y yo ni siquiera sé qué martillo haría falta para meter una cuña que tampoco me imagino.
De manera que al final me he ido de la pieza, pero antes ha pasado una de esas cosas que tienen que pasar ?ésa u otra parecida?, y es que cuando me estaba despidiendo de Dédée y le daba al espalda a Johnny he sentido que algo ocurría, lo he visto en los ojos de Dédée y me he vuelto rápidamente (porque a lo mejor le tengo un poco de miedo a Johnny, a este ángel que es como mi hermano, a este hermano que es como mi ángel) y he visto a Johnny que se ha quitado de golpe la frazada con que estaba envuelto, y lo he visto sentado en el sillón completamente desnudo, con las piernas levantadas y las rodillas junto al mentón, temblando pero riéndose, desnudo de arriba a abajo en el sillón mugriento.
?Empieza a hacer calor ?ha dicho Johnny. Bruno, mira qué hermosa cicatriz tengo entre las costillas.
?Tápate ?ha mandado Dédée, avergonzada y sin saber qué decir. Nos conocemos bastante y un hombre desnudo no es más que un hombre desnudo, pero de todos modos Dédée ha tenido vergüenza y yo no sabia cómo hacer para no dar la impresión de que lo que estaba haciendo Johnny me chocaba. Y él lo sabía y se ha reído con toda su bocaza, obscenamente manteniendo las piernas levantadas, el sexo colgándole al borde del sillón como un mono en el zoo, y la piel de los muslos con unas raras manchas que me han dado un asco infinito. Entonces Dédée ha agarrado la frazada y lo ha envuelto presurosa, mientras Johnny se reía y parecía muy feliz. Me he despedido vagamente, prometiendo volver al otro día, y Dédée me ha acompañado hasta el rellano, cerrando la puerta para que Johnny no oiga lo que va a decirme.
?Está así desde que volvimos de la gira por Bélgica. Había tocado tan bien en todas partes, y yo estaba tan contenta.
?Me pregunto de dónde habrá sacado la droga ?he dicho, mirándola en los ojos.
?No sé. Ha estado bebiendo vino y coñac casi todo el tiempo. Pero también ha fumado, aunque menos que allá...
Allá es Baltimore y Nueva York, son los tres meses en el hospital psiquiátrico de Bellevue, y la larga temporada en Camarillo.
¿Realmente Johnny tocó bien en Bélgica, Dédée?
?Sí, Bruno, me parece que mejor que nunca. La gente estaba enloquecida, y los muchachos de la orquesta me lo dijeron muchas veces. De repente pasaban cosas raras, como siempre con Johnny, pero por suerte nunca delante del público. Yo creí... pero ya ve, ahora es peor que nunca.
¿Peor que en Nueva York? Usted no lo conoció en esos años.
Dédée no es tonta, pero a ninguna mujer le gusta que le hablen de su hombre cuando aún no estaba en su vida, aparte de que ahora tiene que aguantarlo y lo de antes no son más que palabras. No sé cómo decírselo, y ni siquiera le tengo plena confianza, pero al final me decido.
?Me imagino que se han quedado sin dinero.
?Tenemos ese contrato para empezar pasado mañana ?ha dicho Dédée.
?¿Usted cree que va a poder grabar y presentarse en público?
?Oh, sí ?ha dicho Dédée un poco sorprendida?. Johnny puede tocar mejor que nunca si el doctor Bernard le corta la gripe. La cuestión es el saxo.
?Me voy a ocupar de eso. Aquí tiene, Dédée. Solamente que... Lo mejor sería que Johnny no lo supiera.
?Bruno...
Con un gesto, y empezando a bajar la escalera, he detenido las palabras imaginables, la gratitud inútil de Dédée. Separado de ella por cuatro o cinco peldaños me ha sido más fácil decírselo.
?Por nada del mundo tiene que fumar antes del primer concierto. Déjelo beber un poco pero no le dé dinero para lo otro.
Dédée no ha contestado nada; aunque he visto cómo sus manos doblaban y doblaban los billetes, hasta hacerlos desaparecer. Por lo menos tengo la seguridad de que Dédée no fuma. Su única complicidad puede nacer del miedo o del amor. Si Johnny se pone de rodillas, como lo he visto en Chicago, y le suplica llorando... Pero es un riesgo como tantos otros con Johnny, y por el momento habrá dinero para comer y para remedios. En la calle me he subido el cuello de la gabardina porque empezaba a lloviznar, y he respirado hasta que me dolieron los pulmones; me ha parecido que París olía a limpio, a pan caliente. Sólo ahora me he dado cuenta de cómo olía la pieza de Johnny, el cuerpo de Johnny sudando bajo la frazada. He entrado en un café para beber un coñac y lavarme la boca, quizá también la memoria que insiste e insiste en las palabras de Johnny, sus cuentos, su manera de ver lo que yo no veo y en el fondo no quiero ver. Me he puesto a pensar en pasado mañana y era como una tranquilidad, como un puente bien tendido del mostrador hacia adelante.

Julio Cortázar (1914-1984)

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jueves, enero 18, 2007

Cortázar visto por Martín Casariego

Hace ya más de diez años un jovencísimo Martín Casariego, que es actualmente nuestro profesor de guión de cine, dedicaba este breve artículo al autor.

DESDE EL JARDIN
Cortázar inédito
MARTIN CASARIEGO (El Mundo , 9 de marzo de 1996)

Yo soy uno de esos imbéciles que, no contentos con enamorarse de mujeres de carne y hueso, se enamoran también de mujeres de letra y papel (aunque con menos frecuencia). Una de las mujeres de las que yo estuve enamorado -como muchos otros imbéciles, me consta- es la Maga, y ella sin saberlo. Odiaba al cínico Horacio, por cómo la maltrataba, y gracias a la Maga aguantaba las pesadísimas parrafadas sobre jazz, esperando encontrármela si no en el Pont des Arts, sí en la siguiente página. Leí después cronopios y famas, Glendas y Lucas, atascos y perseguidores, y seguí admirando la prosa certera de Cortázar, su humor y su fantasía y su penetrante observación de la realidad. El caso es que cierta editorial, que muy meritoriamente -y encima con éxito de ventas, doble alegría- ha publicado sus cuentos completos y reeditado Rayuela, publica también Imagen de John Keats, un ensayo que el argentino quiso expresamente que permaneciera inédito. En todo caso, lo hubiera corregido antes de que viera la luz. Su primera mujer dice que entonces habría perdido espontaneidad. Cuando algo se corrige con acierto, lo que pierde son los defectos, más que la espontaneidad. Nadie es quién para juzgar a nadie, pero todos lo somos para dar nuestra opinión, y me parece bastante triste que no se respete el deseo de un autor sobre su propia obra. Alguien dirá: ¿y por qué no lo destruyó? Pues a lo mejor porque le dio pereza, o pena, o porque le daba cosa porque eso era como presagiar su muerte, o porque pensaba, efectivamente, corregirlo, o por lo que fuera. Tenemos miles de páginas de Cortázar. ¿Necesitamos las que él desechó? Por si llega el improbable día en que mis escritos sean tan codiciados como los suyos, esta misma tarde quemaré mi primera novela y mis primeros cuadernos. En cuanto a Cortázar, mi íntimo homenaje al creador de la Maga será seguir leyéndole. Pero también, no leer jamás Imagen de John Keats.


Martín Casariego (Madrid, 1964) Escritor y guionista. Es uno de los autores más versátiles del panorama literario actual, especializado en mayor medida en la creación de novelas y en la elaboración de guiones cinematográficos ha publicado también cuento infantil, ensayo, relato, y artículos de prensa. En esta última faceta, ha colaborado en medios como El Mundo y ABC Cultural entre otros. Su faceta de guionista ha ido paralela a la de novelista, así si en 1989 publicaba su novela Qué te voy a contar, en 1991 junto con David Trueba y Emilio Martínez-Lázaro escribía Amo tu cama rica. La novela Y decirte alguna estupidez, por ejemplo, te quiero supuso un gran éxito editorial, ya que superó los 150.000 ejemplares vendidos y fue traducida a varios idiomas.

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Si te ha interesado este artículo puede interesarte nuestro curso de relato breve, que imparte Eloy Tizón o el curso de guión de cine que da el propio Martín. Si amas la literatura y el cine Hotel Kafka es un lugar que habrás de visitar.

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sábado, enero 13, 2007

La Soledad de Julio Cortázar



Nuestra condición humana nos hace buscar la soledad para escucharnos, conocernos y enriquecernos de nosotros mismos...

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