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miércoles, agosto 01, 2007

Michelangelo Antonioni: el hombre que sabía mirar

El gran cineasta italiano murió en Roma, a los 94 años. Sus películas, rigurosas y modernas, se centraron en la alienación del hombre contemporáneo. Entre sus clásicos se destacan "La aventura", "El eclipse", "El pasajero" y "Blow Up", adaptación de un cuento de Julio Cortázar.

(fuente original: diario Clarín, Diego Lerer)



Parece increíble, pero es real. Menos de 24 horas después de la muerte de uno de los más grandes cineastas de la historia, Ingmar Bergman, falleció otro realizador tan extraordinario y legendario como el sueco: el italiano Michelangelo Antonioni. El cineasta murió el mismo día que Bergman, pero a la noche, tras un paro cardíaco (en 1985 sufrió una embolia que le paralizó parte del cuerpo y le impedía hablar). Tenía 94 años y su esposa, Enrica Fico, estaba a su lado. No tenía hijos.

Con películas inolvidables como La aventura, El eclipse, Blow Up y El pasajero en una carrera no demasiado prolífica, el realizador fue el prototipo del cineasta moderno, utilizando los recursos cinematográficos de una manera inconfundible para pintar un mundo de seres desconectados, para hablar de la soledad, la angustia y la alienación. Su estilo -austero, seco, alejado de las formas narrativas clásicas- ha creado una escuela, que se ve tanto en el cine asiático como en el llamado Nuevo Cine Argentino.

Antonioni nació el 29 de setiembre de 1912 en Ferrara. Tras graduarse en Ciencias Económicas en la Universidad de Bologna empezó a trabajar como crítico de cine en el periódico de su pueblo natal. En 1940 empezó sus estudios en el Centro Sperimentale di Cinematografia y dos años después ya escribía un guión junto a Roberto Rossellini. Pocos meses después iría a Francia a trabajar como asistente de Marcel Carné.

En los años 40 realizó una decena de cortos (entre los que se destaca el documental Gente del Po) antes de debutar en el largometraje con Crónica de un amor, de 1950. Con un tono cercano al policial, Antonioni cuenta aquí la historia de una mujer que engaña a su marido, quien contrata a un detective para investigarla. Si bien el filme posee algunos rasgos estilísticos y narrativos que luego serían inconfundibles -el tema de la investigación de la vida de la clase alta, narraciones fracturadas-, pasarán unos años para que el cineasta termine de romper con las convenciones del neorrealismo.

Las amigas (1955) y, especialmente, El grito (1957) irían perfeccionando ese estilo que explotaría en La aventura (1960), esa hoy incuestionable obra maestra que dejó pasmados a los espectadores en Cannes. En El grito la historia de un trabajador de una fábrica se va armando de a retazos, a partir de su separación matrimonial, su fuga y su malogrado retorno al hogar. Si bien aquí lo personal tenía un contrapeso en lo social y político, Antonioni va destilando su forma: la manera de filmar los paisajes desérticos y semivacíos, la preferencia por las composiciones casi pictóricas y la desdramatización de las situaciones y actuaciones.

La aventura lo convierte en un autor reconocido mundialmente. A partir de la historia de una mujer que desaparece en una isla en medio de un viaje en barco, el filme propone una búsqueda más metafísica que policial, en la que se embarca Sandro (Gabriele Ferzetti), su pareja. Esa búsqueda lo unirá a Claudia (Monica Vitti), con la que -pasado el tiempo de infructuosa tarea- iniciará una relación. Pero más allá de lo argumental, lo que sorprendió en el filme en aquel momento (los espectadores, en Cannes, pedían "corte" y se reían en medio de las tomas) fue el tratamiento que Antonioni hacía del tiempo y el espacio cinematográficos, con escenas que duraban más de lo usual y que se detenían en detalles tanto arquitectónicos como de comportamiento.

Es aquí donde empieza a hablarse de Antonioni como un cineasta de la alienación, un retratista de esa enfermedad contemporánea en un mundo en el que las conexiones entre las personas resultan imposibles de concretar. Un par de años después de los abucheos en Cannes, La aventura era elegida como una de las mejores películas de la historia en la ya clásica encuesta de la revista Sight & Sound. Es una de las películas fundacionales de lo que por entonces se llamó "cine moderno".

En La noche (1961) y El eclipse (1962), Antonioni llevaría a extremos aún mayores su investigación en el lenguaje del cine, radicalizando sus propuestas pese a contar con elencos de estrellas como Marcello Mastroianni, Jeanne Moreau y Alain Delon. El filme se centra en unas pocas pero fuertes horas de una pareja en crisis. El es un escritor que presta poca atención a su esposa. A lo largo de una fiesta en la casa de un millonario, ambos descubren inesperadas cosas acerca del otro. La película ?Oso de oro en Berlín?, plantea una idea similar a la del anterior filme: retratar la crisis de pareja en un mundo burgués frívolo y vacío. Visualmente, el italiano mantiene su preferencia por filmar modernas estructuras arquitectónicas, impersonales tótems que le sirven de potentes símbolos para sus temáticas preferidas.

El eclipse ?premio del jurado en Cannes? cierra esa trilogía sobre la alienación. Aquí, Vittoria (Vitti) deja a su novio por motivos que no sabe explicar. Luego conoce a un agente de bolsa (Delon), con quien inicia una extraña y silenciosa relación. El final abierto ?siete minutos de tomas de escenarios vacíos, edificios en construcción y lugares vistos antes, pero sin la aparición de los protagonistas? es considerado uno de los más radicales de la historia.

El desierto rojo mantiene similar temática y protagonista, pero aquí lo primero que llama la atención es la aparición del color. El director no teme pintar escenarios, construcciones y hasta paisajes para darles la tonalidad que desea. El filme transcurre en una zona industrial y su protagonista (Vitti) es una mujer que tiene problemas mentales y se siente alejada de lo que le sucede a su alrededor, incluyendo su marido e hijo. La relación que inicia con un amigo (Richard Harris) tampoco la ayuda a superar esa crisis.

Un contrato que firma con Carlo Ponti lo condiciona a hacer películas en inglés. De ese trío surgen dos grandes obras, Blow Up (1966) y El pasajero (1975) y una fallida experiencia californiana, Zabriskie Point (1970). El primer filme transcurre en pleno Swinging London y, tomando como base el cuento de Julio Cortázar Las babas del diablo, se centra en un fotógrafo de modas que cree descubrir que ha fotografiado, sin darse cuenta, un asesinato. El hombre se obsesiona con el tema buscando detalles en sus fotos y encontrando cada vez más misterios a su alrededor. Un éxito de público y crítica ?él fue nominado al Oscar como director y coguionista?, Blow Up es la película más conocida y accesible del director.

En Zabriskie Point, Antonioni quiere ofrecer su mirada sobre la cultura hippie, pero se queda a mitad de camino del fenómeno. De cualquier manera, muchas escenas son pequeñas piezas de arquitectura visual que sólo un cineasta con su ojo podría filmar.

Ese mismo ojo, pero con una mejor historia y una gran actuación de Jack Nicholson, es el que transformó a El pasajero en su última obra maestra. El filme cuenta la historia de un reportero gráfico que toma la identidad de una persona que muere a su lado en un hotel y decide hacerse pasar por él para escapar. De vuelta, pese a la trama con ribetes detectivescos, lo que le interesa es adentrarse en el vacío existencial de este hombre y en su infructuosa búsqueda de identidad. Largos planos secuencia, como el que cierra el filme, quedaron en la historia.

Sus dos últimos filmes (sin contar los fracasados intentos de hacerlo regresar en Más allá de las nubes y el corto de Eros) fueron El misterio de Oberwald (1978) e Identificación de una mujer (1982), parcialmente logrados intentos de volver a sus temáticas.

Antonioni fue un realizador diferente a casi todos. Incomprendido en un principio, hoy es considerado un maestro con una gran cantidad de discípulos que intentan continuar sus exploraciones. Antonioni usó al cine como una herramienta para investigar, contar y trasladar al espectador el mundo tal como él lo veía. Fue un hombre con una visión precisa y preclara, ambiciosa pero controlada, rigurosa pero abierta a investigar en los misterios más inexpugnables. Esos que no se filman, que no se dicen, que no se explican. Esos que, aún hoy, siguen sin entenderse.-

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lunes, febrero 12, 2007

A 23 años de la partida de Julio Cortázar, el más grande cronopio

El 12 de febrero de 1984 partió a la inmortalidad, en París, Julio Florencio Cortázar, uno de los más grandes escritores del siglo XX. A pesar de todos y de nadie, de los cronopios y su querido Buenos Aires. Sin importarle aquella leyenda que decía que él nunca moriría, que era un eterno niño, y de la cual incluso Gabo y Carlos Fuentes habían sido partícipes. Han pasado 23 años desde ese día y la promesa de recordarle con una sonrisa en el rostro sigue vigente.


"Es tan difícil ser justo con la felicidad", decía Julito en Rayuela, con la inconmensurable certeza de que ni Oliveira, ni la Maga ni incluso Racamadour disentirían de eso que se puede llamar una verdad del día a día y, por lo tanto, una sentencia que suele pasar inadvertida.


Tal vez ahí, el más exquisito valor del creador de Historias de cronopios y de famas, ya que a raíz de esa severa visión del mundo, ausente de indulgencia y liviandad, Cortázar podía darle el sitial que se merece a tamaño sentimiento. Eso sí, sin cursilerías -a veces hermosas- pero con mucha consecuencia en su lugar.


Alguna vez dijo que no todo estaba perdido si aceptábamos que así era, si a pesar de esa terrible certeza tragábamos saliva y certificábamos la realidad y, luego de unos instantes de angustia, de duelo, empezábamos la búsqueda de una nueva salida, hacia la esperanza.


Quizá por eso el autor de Bestiario observaba atentamente el dolor del mundo y contestaba con una sonrisa, para no hacer las cosas más trágicas, para decirle adiós a la solemnidad. Porque en el humor encontró esa gran llave que necesitaba, no solo él sino, América Latina para reinventarse.


Esa forma tan dulce e irónica de transgredir, literatura en la que incluso las máquinas podían hacer huelga, los conejitos multiplicarse como si saliesen del sombrero de un mago, el mundo, sí el Mundo (la rayuela) convertirse en un gran juego, en esa espléndida excusa para saltar, perder, vivir y morir, y reinventar el planeta y a uno mismo. Comenzar desde el final, el principio o en algún rincón perdido de la razón, porque como mencionaría Beckett en Esperando a Godot: "A veces es necesario perderse para encontrarse".


Cortázar inició la magia de la complicidad, le dijo al lector 'dale y contéstame, dime lo que piensas' para que miles de jóvenes en todo el globo le dijeran que la obra les fascinaba o que les era abyecta.


Ese era Julito, quien con Octaedro y La vuelta al día en ochenta mundos hizo del arte una viñeta y de la literatura una excusa, para encantar y cavalgar a bordo de una París que no acaba nunca, de una fantasía, en cofradía.


TANTAS VECES JULIO. "Acababa de terminar mi primer libro de cuentos, me sentía lleno de ciertas ataduras, con ciertos temores de infringir la regla, el academicismo, la sintaxis, la gramática, y Cortázar fue para mí una especie de ventarrón de libertad con su manera deshilachada, rota, de crear un párrafo, sobre todo en sus relatos, que es lo que yo leí en ese momento", contaba Alfredo Bryce Echenique en una entrevista, hace ya varios años.


Pero no solo a él lo conmovió el gran maestro del cuento que era Cortázar, sino al mismo Jorge Luis Borges, quien de alguna forma había implantado las reglas de una literatura mucho más solemne, sombría, intelectual.


Cuenta el creador de El Aleph que, una tarde de mil novecientos cuarenta y tantos, cuando este se desempeñaba como secretario de redacción de una revista literaria, se presentó un muchacho muy alto trayéndole un manuscrito. Ante esto, Borges le pidió regresar en diez días, luego de los cuales le daría su opinión. Honda -y grata- fue la sorpresa al verlo entrar tres días antes por la misma puerta.


"Le dije que su cuento me gustaba y que ya había sido entregado a la imprenta. Poco después, Julio Cortázar leyó en letras de molde Casa Tomada con dos ilustraciones a lápiz de (mi hermana) Norah Borges. Pasaron los años y me confió una noche, en París, que ésa había sido su primera publicación. Me honra haber sido su instrumento", sentenció el maestro.


MATASANOS, AUTOPISTAS Y OTRAS SALSAS. Julio Cortázar parecía ir en contra todo, incluso de la lógica misma. Años antes, había empezado su gusto por la lectura y, dado que era un niño muy enfermizo y pasaba grandes temporadas en la cama, devoraba cada ejemplar que su madre le suministraba. Tanto así que un 'médico' le aconsejó dejar de leer por un tiempo.


Esto no fue así y siguió leyendo y escribiendo, poemas, cuentos e incluso una novela que su madre siempre escondió, para evitar que este la incinere. Pero antes de este feliz episodio ocurriría lo elemental, la duda de su madre ante tamaña creación artística de su vástago y, pese a que este le aseguró que los escritos eran suyos, ella pensó que no era así.


Esa fue la primera gran decepción de Cortázar, algo que más tarde describiría como el "descubrimiento de la muerte".


Pasarían los años y, ya en Francia, publicaría Todos los fuegos el fuego, una de sus obras maestras. Precisamente uno de los cuentos de este volumen titulado "La autopista del sur" fue elogiado por gran parte de la crítica y llevado al cine más tarde.


Pero lo más interesante -y anecdótico- es que dos meses después de la presentación de la obra, viviría en carne propia en París, un atolladero de tamañas proporciones por un lapso de más de cinco horas.


La 'venganza del destino' podrían decir muchos, lo cierto es que el autor de Octaedro le recordó las madres a los funcionarios de la Municipalidad y del Gobierno, conversó durante horas con sus 'vecinos' de pista, socorrió con agua a alguna niño víctima del calor, pidió algún cigarro a sus compinches de asfalto.


Sí, vivió lo mismo que los personajes del cuento, por primera vez. Ahora entendía las grandes puteadas de sus amigos cada vez que lo recordaban por estar enfrascados en tamaña situación.


CORTÁZAR Y LOS GATOS. Cortázar amaba a los gatos, quizá porque se le parecían mucho en lo solitario y aparentemente inmortal, en lo exagerado y juguetón, en lo tiernamente flojo. La postal con Franela, tomada por Ulla Montan en París, en 1981 es entrañable.


Sin embargo, una foto tomada en 1976 en esa misma ciudad es todavía más elocuente en ese sentido y muestra a un Cortázar hogareño y muy juguetón, con la cámara de fotos en la mano, arregostado en un lado de la pared en un fascinante momento de comunión con un minino, quien sabe el mismo.


ARTE POÉTICA. Cortázar pudo haberse equivocado en algún momento al opinar políticamente de Cuba pero eso era y nada más, el error de un hombre, un hombre culto pero quizás algo ingenuo y soñador. Pese a esto, su obra está incólume, no solo por la majestuosidad de sus historias, por la capacidad de abstracción de sus personajes, por el diálogo con la realidad y la ficción.


Porque a diferencia de muchos otros tenía un trabajo finísimo con el lenguaje, convirtiéndolo en uno de esos escritores preciosistas por excelencia.


Para muestra un botón: "No pregunto por las glorias ni las nieves, quiero saber dónde se van juntando las golondrinas muertas".


Y es que el "argentino que se hizo querer por todos" es de aquellos genios que dan para llenar la libreta o subrayar a más no poder el libro.


"Los ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias. Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero inspiraba además otro menos frecuente: la devoción", comenta García Márquez en el prólogo homenaje del libro Todos los fuegos el fuego, de editorial Norma.


Ahí también menciona que se debe recordar a Cortázar sin solemnidad ni homenajes póstumos, pues este moriría de nuevo, esta vez de vergüenza, de solo verlos.


Desde ya, esta página le hace llegar sus disculpas por si llegara a incurrir en tamaño desencuentro y reitera, no sin antes levantar el volumen a Thelonious Monk, escuchar su piano como una piedra en la oreja y excomulgar a tanto indiferente, a tanto fama que anda por ahí.


Por eso desde ese día, Charlie Parker, Henry James y Fitzgerald -y más tarde Eielson- tocan junto al gran Cronopio en el más allá. Como siempre, como la vida en un eterno derruir que no dice basta, que no duerme, que se deshace en la tinta fiel de aquél Caballito de juguete que nos espera en algún lugar.


Y es que sí: "Hace muchos años nos citamos esta tarde. Es verdad. No importa cuando, porque ya ves que no pudimos olvidarlo y aquí estamos puntuales".



Artículo original de Rudy Torres Villegas para Peru.21

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