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martes, diciembre 05, 2006

APÉNDICE DE 1999 - Lorenzo Silva

Siguiendo la publicación que venimos realizando en los últimos días, el ensayo de juventud de Lorenzo Silva sobre la relación de la obra de Kafka y el Derecho. Publicamos el apéndice de 1999 que a modo de epílogo informa del pensamiento más reciente del autor.

Aunque no es muy deportivo y por eso mismo no deja de parecerme en extremo censurable, creo que por otras razones debo incurrir en la indelicadeza de apuntar en qué difieren y coinciden el universitario de 22 años que redactó las páginas que anteceden y el individuo que soy ahora, con diez años más de recorrido.
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Comienzo por las diferencias. No son muchas. Supongo que hoy procuraría emplear un lenguaje menos contaminado por la jerga que tanto se valora en el mundo universitario, y en especial en las facultades de Derecho. Como la verdad es que esa jerga rara vez oculta nada de importancia, confío en que las muestras que salpican el texto no obsten de manera irreparable a su comprensión. Otra cosa que no haría es considerar el discurso de Kafka tan cruel y pesimista. No me cabe duda de que el pesimismo y la crueldad son recursos que Kafka empleó deliberadamente y que tienen mucho que ver con su visión del mundo. Pero Kafka no es sólo eso, y ocultar el resto contribuye a proyectar una imagen de él que no por extendida resulta menos infiel. Hay en Kafka otros dos rasgos, que afloran incluso en las obras y en los fragmentos comentados a lo largo de este trabajo y que terminan de redondear su valor: el humor y la fe. Un humor expresado como ironía sutil, pero siempre presente, incluso en los momentos más tenebrosos. Y una fe apenas recompensada, pero por eso mismo mucho más heroica. En algún otro lugar, parafraseando el título de dos de sus relatos, me he referido a Kafka como Un artista de la fe. Y sin duda que lo era. Su minucioso inventario de los túneles cegados de la modernidad no tiene, en el fondo, otra razón que descartarlos en favor de aquellos otros que sí ofrecen una luz al final: la sensibilidad que la naturaleza nos ha dado para nombrar el horror y la injusticia; el arte que para él, como para otros, fue una forma de redención.
Dejando aparte lo anterior, los diez años transcurridos y las cosas que en ellos he visto, muchas de ellas en el ejercicio profesional del Derecho, no hacen sino confirmarme en las conclusiones que en 1989 saqué a partir de las narraciones kafkianas. Sigo creyendo que El proceso o Sobre la cuestión de las leyes, bajo su disfraz literario, son, entre otras muchas cosas, un lúcido alegato contra vicios espantosos que la realidad de los sistemas jurídicos de nuestro tiempo no ha conseguido desterrar satisfactoriamente: el favorecimiento del poderoso, la humillación del débil, el secretismo, la opacidad, la disparatada ineficacia, la desviación de los principios que inspiran la promulgación de las normas en beneficio de quienes las aplican, la maldita inercia burocrática bajo la que la justicia se pudre ante la abulia de quienes más deberían sentirse escandalizados.
Naturalmente, no siempre es así. Yo me he encontrado con funcionarios laboriosos y abnegados, con jueces generosos en esfuerzo y comprensión hacia las personas que acuden ante ellos, con profesionales que sienten su deber como administradores de justicia y que ponen toda su energía y su inteligencia en cumplirlo. Pero desdichadamente debo decir que no son esa inmensa mayoría que cabría desear. Muchos, por contra, parecen acatar la rutina judicial como un enojoso destino que les permite llegar a fin de mes, no tan holgadamente como quisieran (ahí están las protestas por su poco sueldo de funcionarios que disfrutan de una renta, dicho sea de paso, superior a la del promedio de la población, aunque esté por debajo de la de los privilegiados a los que se consideran con derecho a equipararse). Por eso en los juzgados los asuntos se tramitan desganadamente, en las vistas (salvo excepciones, como las de los casos ilustres que afectan a los pudientes) rara vez se tiene el tiempo debido para examinar las pruebas y argumentar sobre ellas, y a la postre todo se resume en un trasiego de papel que apenas sirve para resolver los problemas de la sociedad.
Suele alegarse que los juzgados están saturados, que la gente acude demasiado a ellos. Es como si un médico operara a bulto porque tiene demasiados pacientes, y reclamara en represalia por nuestra inmoderada afición a ir al hospital que aceptáramos como normal que se le murieran, digamos, el sesenta por ciento de los que pasaran por el quirófano. Dejando aparte que ya no se sabe qué parte del atasco de asuntos en los juzgados se debe a la desidia y la incuria de años, nunca es justificación el exceso de trabajo para hacerlo todo rematadamente mal. Quizá nadie está esperando que el sistema judicial resuelva de aquí a mañana todo lo que tiene pendiente. Quizá sólo se trata de esperar que empiece a resolver algo con rigor y eficacia, y que a partir de ahí prosiga la tarea. No es imposible. Cualquier profesional del Derecho tiene la experiencia de tal o cual magistrado que, naturalmente con esfuerzo, es capaz día a día de acercarse al ideal de hacer justicia con quienes acuden a pedírsela. Se trata de que sean algunos más los que se nieguen a aceptar que el sistema no tiene remedio y empiecen por arreglar su pequeña parcela de él.
Para eso, como Kafka muestra en sus historias terribles, hace falta a veces una buena ración de coraje. Y sobre todo, hace falta algo que a estas alturas parece escasear: vocación. Nadie puede exigirle vocación, posiblemente, a un obrero de una cadena de montaje o a un repartidor de pizzas a domicilio. Pero a alguien que trabaja impartiendo justicia a sus conciudadanos, que le sostienen económicamente (con lo que la sociedad puede en cada momento destinar a ello, mientras hace esperar a muchas personas que necesitan un tratamiento costoso o una intervención quirúrgica), a alguien a quien nadie obligó a vestir la toga, no sólo puede exigírsele tal vocación, sino que cabe exigírsela en un grado máximo. Y si no la tiene, que no siga usurpando el puesto: que salga a la calle a ganarse la vida como abogado. Si es bueno y anda listo, podrá ganar más dinero, seguramente.
Un sistema judicial inoperante, que sólo reclama recursos y nunca asume de forma seria y efectiva compromisos ni responsabilidades frente a los ciudadanos (no está de más recordar que la prevaricación, según la doctrina de cierto alto tribunal, sólo se produce cuando la injusticia es "grosera y escandalosa"), se convierte en un cáncer que lastra, cuando no impide, el avance de una sociedad; un Leviatán que despoja más que protege al individuo. Contra esas maquinarias devoradoras y destructivas está dirigida la crítica implícita en toda la obra literaria de Kafka. Y aunque hay que admitir que la situación en la mayoría de los países avanzados, a finales del siglo XX, no es tan atroz como la que él relata, hará muy mal el jurista que piense que esas aberraciones son felizmente fruto del pasado. Aún siguen ahí, y resurgirán siempre que nos descuidemos. Porque no proceden de la maldad, sino de la indiferencia, que es la fuente más frecuente del despotismo.
Madrid, octubre de 1999

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