Hotel Kafka - Escuela de Ideas

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domingo, enero 27, 2008

"El Castillo en DVD

"El castillo" ("Das Schloß", 1997) / de Michael Haneke / Alemania-Austria / 1 disco



El director alemán Michael Haneke ha sido muy reconocido en Europa, aunque probablemente este año sea más valorado en Hollywood gracias al remake de su propia película "Funny Games". El fallecido Ulrich Mühe ("La vida de los otros") protagoniza esta cinta hecha para la televisión austríaca en 1997, basada en una novela de Franz Kafka. Una novela inconclusa, por cierto, rasgos que transfieren de la misma forma a la película. La edición de Kino Video no incluye subtítulos en español (sólo inglés) y como extras están una galería de fotos y la filmografía del realizador. A unos 12 mil pesos en tiendas online.

Fuente: El Mercurio (Chile)

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lunes, enero 21, 2008

La épica de los sueños

JAVIER CERCAS, Babelia 19/01/2008

El universo de Kafka es un universo sin esperanza; el de Buzzati es, en cambio, un universo esperanzado. Los temperamentos de ambos eran en cierto sentido opuestos y es precisamente esa oposición la que define la obra del autor de El desierto de los tártaros

El desierto de los tártaros, Dino Buzzati

Al principio de El corazón de las tinieblas Marlow declara: "Tengo la sensación de estaros contando un sueño, pero inútilmente, porque ningún relato de un sueño puede transmitir la sensación del sueño, ese mezcla de absurdo, sorpresa y aturdimiento en un temblor de rebelión agónica, esa sensación de ser capturado por lo increíble que constituye la esencia de los sueños". Pese a estas palabras -o precisamente por ellas-, Joseph Conrad tal vez nunca estuvo tan cerca de conseguir un relato onírico como en El corazón de las tinieblas; en otras ocasiones -en no pocas ocasiones: quizá el caso más notorio sea Los duelistas-, Conrad también parece a punto de apresar esa mezcla de absurdo, sorpresa y aturdimiento en un temblor de rebelión agónica, pero en el último momento la deja escapar, como si en realidad no quisiera capturarla o estuviera como Marlow convencido de que no es posible capturarla, o como si temiera hacerlo. Si no me engaño, esta frustrada propensión de Conrad no es del todo infrecuente en su época, o por lo menos yo creo reconocerla en algunos narradores del cambio del siglo pasado, quienes, según observó Borges de Chesterton, parecen estar defendiéndose de ser Franz Kafka. Por el contrario, una de las ambiciones más tenaces y publicitadas de la novela del siglo XX consistió en narrar historias regidas por la lógica de los sueños; no sé si como contrapeso natural -aunque puedo imaginar que con la natural pesadumbre de Conrad-, una de las más tenaces y publicitadas ambiciones de la novela del siglo XX consistió en narrar historias de las que hubiera sido extirpado cualquier recuerdo de la épica. En El desierto de los tártaros, como en algunos de sus cuentos más logrados, Dino Buzzati propone un relato dotado de la textura exacta del sueño y del olvidado pero inconfundible sabor de la épica; ese matrimonio insólito entre dos contrapuestas ambiciones de la novela del siglo XX constituye el rasgo más singular del libro de Buzzati, y también el ingrediente contradictorio que la impregna de su encanto irresistible.

El desierto de los tártaros se publicó en 1940. Por entonces Buzzati contaba treinta y cuatro años y había publicado ya dos novelas, pero el éxito inmediato de ésta supuso su consagración y el inicio verdadero de una prolífica trayectoria pública en la que siempre contó con la fidelidad de los lectores y con la reticencia de un establishment literario que por lo demás Buzzati siempre observó con equitativo desapego. Me dicen que la reticencia de la clase intelectual (o al menos de la clase intelectual italiana) se ha disuelto; me dicen que, después de años o tal vez décadas de purgatorio tras su muerte, acaecida en 1972, Buzzati vuelve a ser leído y apreciado en su país; me dicen que, de todas las obras de Buzzati, El desierto de los tártaros sigue siendo la que atrae más y mejores lectores, aunque no pase de ser considerada como un clásico menor. De ser ciertos, todos estos rumores me parecerían justos, incluso la apostilla final, siempre y cuando se acepte que la categoría de clásico menor acoge a poquísimos libros, y que el clásico menor no es menos necesario que el mayor, sea cual sea éste.

El desierto de los tártaros narra una epopeya secreta. Recién nombrado oficial, Giovanni Drogo es destinado a la Fortaleza Bastiani, una remota posición militar situada en las fronteras del reino, más allá de la cual se extiende sólo un desierto árido y pedregoso, inquietado desde siempre por la amenaza siempre postergada de los tártaros que al parecer lo habitan; la Fortaleza es un desabrido laberinto de muros amarillos enclavado en medio de un paisaje forajido y abrumado por un clima inhóspito, un lugar con "un aire vago de castigo y de exilio" poblado por hombres ajenos y absurdos que parecen inmovilizados en un tiempo sin tiempo, siempre a la espera de unos tártaros que, como los bárbaros del poema de Cavafis, quizá no existan o sólo sean una invención enfermiza nacida de la irreprimible necesidad de dar sentido a su vida que aqueja a los hombres. Drogo no ha solicitado ese destino, no sabe por qué se le ha asignado ese destino, no sabe durante cuánto tiempo deberá permanecer en él y, aunque al principio trata de regresar a los placeres y seguridades de la ciudad, o al menos de que le envíen a un lugar menos ingrato, finalmente el hechizo del desierto se apodera de él y sucumbe a la enfermedad común de la espera. Sediento de gloria y de batallas, aferrado a la certidumbre ilusoria del destino heroico que le aguarda y que habrá de resarcirlo de su vida malograda en aquel lugar en que ha enterrado las alegrías y dulzuras de la juventud, Drogo espera en vano y hasta el último momento y contra toda esperanza la llegada de los tártaros, contemplando cómo la Fortaleza se convierte con el tiempo en un bastión ruinoso y olvidado y él en un viejo sin redención al que se le ha ido la vida en una espera inútil.

Al final de El corazón de las tinieblas Marlow siente que "la vida es una bufonada: esa disposición misteriosa de implacable lógica para un objetivo vano"; al final de El desierto de los tártaros Drogo siente que toda su vida se ha reducido "a una especie de broma": "Por obra de una orgullosa apuesta todo estaba perdido". Ambas frases definen con exactitud la trama moral de la novela de Buzzati. La coincidencia es llamativa, pero no sorprendente, porque hay una escondida afinidad entre la imaginación y el temperamento de Conrad y el de Buzzati (si esa afinidad está en parte escondida se debe, quizá, a que Conrad se defendió a su modo de ser Buzzati o de ingresar en un terreno en el que Buzzati se movió sin temor); más visible es la afinidad que une a Buzzati con Kafka, y a nada conviene mejor que a la obra de Kafka esa visión de la vida como una bufonada trágica. Lo sé: a diferencia de lo que ocurre con Conrad, unir el nombre de Buzzati al de Kafka es un lugar común sobre el que el propio Buzzati ironizó a menudo. "Desde que empecé a escribir, Kafka ha sido mi cruz", escribió. "No he publicado cuento, novela o comedia donde alguien no reconociese semejanzas, derivaciones, imitaciones o plagios directos del escritor bohemio. Algunos críticos denunciaban culpables analogías incluso cuando enviaba un telegrama". Pero que aludir a la semejanza entre Kafka y Buzzati sea un tópico no significa que esa semejanza no sea verdad, aunque no sea una verdad culpable sino gozosa: del estilo de Buzzati, transparente y alérgico a cualquier vanidad ornamental, podría decirse lo mismo que Hannah Arendt dijo del de Kafka ("en esta prosa la falta de amaneramiento está llevada casi al extremo de la ausencia de estilo", porque lo único que Kafka persigue es "la verdad misma" y "todo estilo distrae de la verdad por su propio atractivo"); igualmente, de la imaginación de Buzzati podría decirse que es pariente próxima de la de Kafka. De hecho, el planteamiento de El desierto de los tártaros es rigurosamente kafkiano. Kafka descubre que la espera es la condición esencial del ser humano, y por eso muchos de los relatos de Kafka no son, como El desierto de los tártaros, sino la historia de un minucioso e infinito aplazamiento: el protagonista de Ante la ley se pasa la vida esperando franquear una puerta que sólo está destinada a él, y que sin embargo nunca consigue franquear; el K. de El proceso nunca llega a ser procesado, ni siquiera a averiguar de qué se le acusa; el agrimensor de El castillo nunca es recibido en el castillo. Lo anterior salta a la vista, así que imagino que se habrá dicho muchas veces; no sé si se habrá observado tan a menudo que, pese a la palmaria similitud de sus imaginaciones, los temperamentos de Kafka y de Buzzati eran en cierto sentido opuestos, y que es precisamente esa oposición la que define la obra de Buzzati. No hay mejor forma de advertir tal disparidad que comparar el final de El proceso y el final de El desierto de los tártaros. Al final de El proceso dos hombres con levita y sombrero de copa, pálidos y corteses, van a buscar a su casa al protagonista. K. ignora quiénes son, pero -exhausto después de pasarse días y días perdido en un laberinto de covachuelas absurdas y oficinas desoladas, tratando en vano de averiguar cuál es el delito del que se le acusa- los sigue sin protestar. Los dos hombres lo llevan a una cantera y allí le clavan un cuchillo en el corazón, y antes de morir K. ve cómo aquellos dos hombres, mejilla contra mejilla, le miran morir y piensa, "como si la vergüenza debiera sobrevivirlo", que está muriendo como un perro. El final de la novela de Buzzati es el reverso exacto de éste. Porque al final de El desierto de los tártaros los tártaros llegan, pero la enfermedad, la vejez y la perfidia de un compañero de armas le impiden a Drogo satisfacer su sueño postergado de enfrentarse a ellos mientras contempla impotente cómo "los otros, que allá en la ciudad habían llevado una vida fácil y alegre", ahora llegan a la Fortaleza, "con superiores sonrisas de desprecio, para acumular su botín de gloria". Lejos del combate y de la gloria, solo y anónimo en la habitación en penumbra de una posada, Drogo siente que se acerca el fin, y comprende que ésa es la verdadera batalla, la que siempre había estado aguardando sin saberlo, "una batalla mucho más dura que la que esperaba antaño", una batalla "que podía compensar toda una vida"; entonces Drogo se incorpora un poco y se arregla un poco la guerrera, para recibir a la muerte como un hombre valiente. No hay muerte más abyecta que la de K., que muere sin saber por qué muere, observado impúdicamente por sus verdugos; no hay muerte más noble y más limpia que la de Drogo, que muere comprendiendo y asumiendo su destino, y muere a solas. El universo de Kafka, lo sabemos, es un universo sin esperanza: imposible resistirse al horror de ver en la muerte pública y atroz de K. un emblema o un espejo o una prefiguración de nuestra propia muerte; el universo de Buzzati es, en cambio, un universo esperanzado: imposible resistirse a la ilusión de que la muerte secreta y nobilísima de Drogo sea un emblema o un espejo o una prefiguración de nuestra propia muerte. Aunque seamos incapaces de concebir una vergüenza que nos sobreviva, íntimamente sabemos que Kafka dice la verdad, pero hay algo en nosotros -algo muy parecido al "temblor de rebelión agónica" del que hablaba Marlow- que se resiste a imaginar un mundo sin Buzzati.

Borges escribió que, cuando muchos nombres ilustres de nuestro tiempo hayan ingresado en el olvido, el de Buzzati permanecerá, porque su obra es perdurable. Me resisto a aceptar que los lectores de este libro no lleguen a la misma conclusión.


Dino Buzzati. El desierto de los tártaros y Los siete mensajeros (Alianza y Gadir), El gran retrato, La construcción de la torre, El secreto del bosque viejo, Un amor y La famosa invasión de Sicilia por los osos (Gadir), Sesenta relatos (Acantilado)

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martes, enero 08, 2008

Retrato de un Kafka feliz, en el esplendor de Praga

Sale en Argentina un texto crítico.
Patricia Runfola muestra un Kafka sin la melancolía con que se lo suele describir.

Fuente: CLARIN.COM

Y si Kafka era feliz?

En el libro Praga en tiempos de Kafka, que acaba de ser editado en Argentina, la escritora italiana Patricia Runfola recorre el universo del autor de La metamorfosis desde una perspectiva inédita y aborda el arte de los años de entreguerras que revolucionó el mundo.

Franz Kafka

Lejos de ofrecerse como un ensayo canónico, el libro otorga la posibilidad de confrontarse con un Kafka diferente del hombre melancólico y atormentado por la figura de su padre que tanto han revisitado los biógrafos y la crítica. Por el contrario, Praga en tiempos de Kafka muestra al autor de El proceso como un hombre alegre y vital, que en ocasiones jugaba tenis, que tenía muchos amigos y que soñaba contemplando su ciudad mientras atravesaba el puente Carlos rumbo al Castillo.

El trabajo de Runfola permite conocer las reuniones que tenían lugar en esta mítica ciudad (como la tertulia de Berta Fanta, adonde Einstein comentaba sus teorías) y cómo transcurría la vida cultural de aquellos años plenos de esplendor y vanguardia.

"Cuando estalló la guerra, nadie en Praga parecía creerlo. Habían pasado casi 50 años desde el conflicto franco-prusiano y se tenía la impresión de que ese largo período de paz había alejado para siempre la tremenda calamidad", describe la autora.

La Praga a la que alude la obra ya no existe, tras ser arrasada por el nazismo y vivir luego el estalinismo. Sin embargo, su belleza imperturbable, que ha sorteado durante siglos distintas formas de barbarie, seguramente lo volverá a hacer frente a la nueva amenaza del presente: las hordas de turistas.

Kafka hizo lo posible para que su literatura se fuera despojando de referencias a personas y lugares concretos, pero no lo consiguió del todo. No al menos con Praga que, si bien no aparece como una ciudad física con sus iglesias, sinagogas, calles, plazas y cafés, está presente como un estado espiritual y una obsesión de la que no consigue huir.

Desde el crepúsculo del imperio austrohúngaro hasta la década de 1920, Runfola evoca una época artística hoy mítica, protagonizada -además de Kafka- por Max Brod, Franz Werfel, Bohumil Cubista, Josef y Karen Capel, y Milena Jesenská, entre otros.

En su ensayo, Runfola ubica al lector en la época de los albores del siglo XX, cuando "la desconfianza y la hostilidad entre checos y alemanes seguían vivas, pero tanto checos como alemanes, fueran judíos o no, contribuían a potenciar la extraordinaria fascinación de Praga".

A través de las 298 páginas que componen su libro, el lector entrará en las oscuras calles de Praga, cruzará el puente Carlos camino del Castillo para ir al encuentro de los alquimistas de la corte de Rodolfo II, temblará con el Golem y revivirá la estancia de Guillaume Apollinaire.

Según describe Runfola, Praga en tiempos de Kafka es un relato de viaje, de un maravilloso viaje al "interior de una cultura que ha unido a seres de cultura alemana, judía y checa, ligados por el amor a esa capital de la Bohemia cuya historia nunca se agota, adonde cada piedra habla de un pasado soberbio".

Hay que poner atención: es un ensayo erudito que exige al lector. Pero le da un recreo en varios capítulos, como los dedicados a la juventud de Kafka.

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jueves, enero 03, 2008

Lo insólito es lo cotidiano

José Ramón García Menéndez (*)
La Insignia. España, enero del 2008.

Como escritores, intelectuales y con una comprometida militancia, Neruda y Carpentier compartieron, a su modo, una paranoia peculiar acreedora de la pluma del más lúcido Kafka. Según recapituló años después de su humillante confesión pública, Herberto Padilla era consciente de que la paranoia afectó a unos y otros pues, a fin de cuentas, todos constituían un peculiar rebaño de héroes cuyos estereotipos "pastaban en su jardín", al igual que en el jardín de cada cubano. Al respecto, Padilla transcribió el singular encuentro, en una librería de La Habana, con un Carpentier agotado por los estragos de la enfermedad. Carpentier conocía de primera mano las graves acusaciones que el régimen había formulado contra Padilla hasta el punto que el litigio había ya "cobrado" alguna víctima institucional y numerosos "desafectos" políticos y literarios. El paternal interés mostrado por Carpentier para que su interlocutor reconsidere el paulatino distanciamiento con la Revolución no obtiene rédito personal alguno, pese a la admiración literaria que le profesa Herberto Padilla, quien concluye en que "Alejo Carpentier era de la misma opinión que García Márquez: a pesar de los errores de la revolución cubana había que mantenerse fiel a su causa y no enemistarse con la izquierda internacional".

Eva Perón

A pesar del innegable activismo político y la irrenunciable militancia de Neruda, a éste le molestaba la posición "acrítica" de Carpentier -por autocomplacencia o por escepticismo existencial-, una posición en apariencia cómoda en la "nomenclatura tropical" denostada, en cambio, por el chileno que esgrime pluma visceral y sin ataduras no deseadas pero, con frecuencia, depositario de un narcisismo prepotente de quien se sabe arcano del hondo discurso poético, a veces sublime, para cantar las alturas del Machu Pichu, y otras veces servil, para canonizar a Stalin en deleznables odas hagiográficas.

La "neutralidad" del escritor cubano estaba, para el cáustico Neruda, no el servicio a la equidistancia del crítico leal sino a la "obediencia debida" a la cúpula del poder del régimen que no permitió, por ejemplo, que la delegación cubana de escritores pudiera viajar a EE.UU. para participar en una reunión mundial del Pen Club a pesar de las gestiones que realizó Pablo Neruda contando con los visados concedidos con varios meses de antelación. Entre otros, Alejo Carpentier adujo razones de precipitación para conseguir visados para justificar su ausencia en una reunión en la que Neruda tuvo un brillante papel de animación presentado por Arthur Millar, en la cúspide de su carrera. "Alguien mentía en esa ocasión?", escribe Neruda pero "?se comprende que hubo un acuerdo superior (sic) de ausencia a última hora". Neruda estaba muy dolido con los escritores cubanos, especialmente con Carpentier, que firmaron el manifiesto contra el chileno por haber viajado a una "potencia imperialista", que mantenía a Cuba en un "bloqueo criminal", mostrando el alarde y los delirios burgueses del Premio Nobel que había renegado de su origen ferroviario y de su auténtico nombre por otro "usurpado" de un poeta checo olvidado.

Con piel y memoria de elefante, como demostrara en el desprecio hacia Pablo de Rokha en Confieso que he vivido, hasta el punto de que el suicidio de Rokha apenas cinco años antes no cambió ni un ápice la acritud del juicio de Neruda, tampoco relegó al olvido no sólo su antigua relación con Carpentier sino, también, con dos de los firmantes del manifiesto comentado, Nicolás Guillén y Fernández Retamar. Era conocida la crítica de Nicolás Guillén a "la colección de casas y a la buena vida del sibarita camarada Neruda". Neruda le correspondió con la ya comentada confusión que emplea con maldad el chileno para citar a Jorge Guillén: "?Guillén (el español: el bueno)". Respecto a Fernández Retamar, baste reproducir algunos versos de "Cuba, siempre", poema perteneciente a Introducción al Nixoncidio: "Pienso también en Cuba venerada/ la que alzó su cabeza independiente con el Che, con mi insigne camarada,/ que con Fidel, el capitán valiente/ y contra retamares y gusanos/ levantaron la estrella del Caribe/ en nuestro firmamento americano."

Desde su temprana atalaya parisina, Alejo Carpentier se convirtió en un emisor hacia América Latina de las corrientes artísticas europeas, no sólo como privilegiado observador sino, además, como activo impulsor de vanguardias en numerosas facetas del Arte. Paralelamente, esta labor de agitación intelectual se correspondió con la consolidación de una propuesta metodológica de su taller literario en la que se mantuvo la tesis consistente en una aproximación materialista a la Historia, en el sentido marxista del término, de América Latina a través de la síntesis irrepetible de elementos insólitos en el tiempo y en el espacio. Este vector directriz del trabajo literario de Carpentier se consolida, sin duda, tras la redacción de "El reino de este mundo" pues en el prólogo el autor reconoce que la creación ha dejado "?que lo maravilloso fluya libremente de una realidad estrictamente seguida en todos sus detalles". La propuesta de Carpentier ha dado lugar a rebautizos más o menos afortunados en la caracterización de una parte significativa de la literatura latinoamericana contemporánea: "lo real maravilloso", "realismo mágico", etc. No obstante, también mereció fuertes críticas que fusionaron la respuesta a una línea metodológica en la (re)construcción del objeto literario con el rechazo al posicionamiento ideológico y político de Carpentier que suponía, al decir de Neruda, una obediencia ciega, acrítica, hacia el poder institucionalizado.

Cuando Alejo Carpentier publica su relato "Semejante a la noche" en el que argumentalmente se repite una serie de hechos similares en diferentes secuencias y con la presencia de un mismo personaje en todos ellos equivale a la anulación de la variable "tiempo" en el discurso y, por tanto, a la negación de la Historia pues ésta es, en el relato de Carpentier, una mera repetición del mismo acontecimiento. La visión anti-histórica de la realidad contada literariamente, según el bisturí de Neruda, constituye el caldo de cultivo más idóneo para la actitud "neutral", políticamente acomodaticia del escritor ante la servidumbre del poder. El juicio nerudiano sobre la "neutralidad" axiológica y política del novelista cubano podría representar, también, una injusta y escasamente ponderada trampa persuasiva para el lector desprevenido pues, como aparente paradoja, Neruda coincide plenamente con Carpentier cuando apreciamos, con la perspectiva que otorga la experiencia, que ambos cumplen cabalmente el dictum de Alejo Carpentier en Tientos y diferencias: "Quienes sean lo bastante fuertes para tocar las puertas de la gran cultura universal serán capaces de abrir sus batientes", con el convencimiento de que en América Latina no existe un proceso de subdesarrollo intelectual parejo al subdesarrollo socioeconómico.

En este sentido, Julio Cortázar que le debió al peronismo su diáspora de Argentina para pasar de las clases de literatura francesa en la Universidad de Cuyo a consolidar una rica y variada carrera literaria en Francia se escandaliza ante las pretensiones de algunos hipercríticos (¿estaría pensando en Pablo Neruda?) sobre el oficio del escritor ante las tentaciones estéticas como losas que entierran el compromiso ético. Como muchos lectores, Cortázar estuvo hondamente conmovido por "Los pasos perdidos", denso, barroco, asfixiante viaje iniciático al corazón de las tinieblas del Orinoco, en el que Carpentier (como el maestro Conrad) vuelve al origen telúrico de todas las teogonías sin caer en el localismo del seudo indigenismo promovido por la causa criolla en las campañas anticoloniales y que tanto daño causó a la literatura americana del diecinueve. Ante las críticas militantes que achacaron a Carpentier un sesgo universalista y acomodado de Los pasos perdidos, al margen de la específica problemática política, social y económica de América Latina, Cortázar escribe a Roberto Fernández Retamar (recordemos el verso de Neruda: "retamares y gusanos") desde Francia a Cuba en carta fechada el 10 de mayo de 1967: "¿Podrías tú imaginarte a un hombre de la latitud de un Alejo Carpentier convirtiendo la tesis de su novela citada en una inflexible bandera de combate? Desde luego que no?"

Como comentamos, la fobia de Neruda por muchos de sus colegas era de diferente grado pero muy extensa. Cortázar no se salvó de las menciones agridulces de Confieso que he vivido. Al respecto, Neruda relata con la falsa modestia de una encendida y mal disimulada vanidad la secuencia de acontecimientos que se precipitaron el 21 de octubre de 1971, día de concesión del Nobel de Literatura. A la hora de la cena, se reunieron en Paris numerosos amigos para agasajar al laureado poeta: entre otros, Matta, de Italia; García Márquez, de Barcelona; y Cortázar, de su escondrijo (sic). Cortázar, a pesar de un cuerpo agigantado que cobraba insospechadas angulosidades físicas en las manos y en el rostro, poseía un tamaño desmesurado que, a diferencia de Neruda, invitaba a la sinceridad (y no a las puertas secretas de los armarios de disfraces), a la confidencia cómplice (y no al recital grandilocuente), a la tosca ternura (y no al dominio prepotente) y al vino (y no al sofisticado "pisco sour" con clara de huevo y jarabe de goma). En este sentido, uno de los espectáculos humanos y literarios más curiosos que he podido presenciar personalmente sucedió en el Madrid primaveral de una Feria del Libro, allá por 1976 o 1977, en el que Julio Cortázar firmaba varias reediciones de su obra. Sin ser aún personaje popularmente conocido, excepto para algunos devotos como yo que seguían puntualmente la serie de "cuadernos de la romana" del diario Informaciones, con su sempiterno bastón y quizás recién llegado de Salamanca, don Gonzalo Torrente Ballester estaba en la larga fila a la espera de la dedicatoria y firma del escritor argentino.

En el sitio tradicional de pacientes admiradores, justamente delante de mí, se situó Torrente Ballester con ejemplares de ediciones de bolsillo del autor de Rayuela quien, desterrado por el peronismo, se aclimata a Europa y adopta una característica pronunciación gutural de la "erre" que no abandonará jamás, aumentando la falsa apariencia de fragilidad de un ánima creativa en un armazón tan descoyuntado. Cuando Cortázar percibe la presencia del maestro Torrente Ballester -que aún apenas saboreaba el pleno reconocimiento literario por el impacto de la Saga/fuga de JB y en vísperas de su pleno éxito televisivo por Los gozos y las sombras- abandona la caseta y en dos o tres zancadas rescata, casi en volandas, al ilustre profesor y comenta, un tanto azorado y en voz alta, "realmente, che, debería ser aquí 'don Gonsalo' quien firmara dedicatorias de sus libros".

Algunos de nosotros aún conservamos como joyas bibliográficas primeras ediciones de la editorial Sudamericana adquiridas en la rebotica de la coruñesa librería Arenas, rogando al malogrado Fernando que nos facilitara, bajo cuerda, ejemplares del "index" del tardo franquismo (que en aquellos aciagos años no permitió, por ejemplo, la distribución de Si te dicen que caí de Marsé, o El libro de Manuel de Cortázar). Y no sorprende que se añoren y revisen los videos grabados, en blanco y negro, de aquellas largas entrevistas de Soler Serrano a escritores latinoamericanos. Y, más recientemente, cómo olvidar las lágrimas de Julio Cortázar en un programa televisivo cuando rememoraba a su compañera recientemente fallecida y con la que protagonizó los viajes de los "autonautas de la cosmopista" a lo largo y ancho de Europa. Pocos meses después, Cortázar también fallece, menguado por la enfermedad y por la melancolía.

Si bien la humanidad de Cortázar distingue al escritor, no fue menor su compromiso político, con sus luces y sombras. Bien fuera desde la cabecera de manifestaciones en Paris, desde el Tribuna Russell o en cualquier medio de comunicación, no sólo apostó por causas de defensa de los derechos humanos en América Latina sino que, con desigual fortuna, defendió incondicionalmente las conquistas de la revolución cubana y, especialmente, del movimiento sandinista. No obstante, más allá de diferencias y posiciones, existe un ámbito común que comparten quienes, por el azar de la cronología, forman parte de los rituales de los aniversarios. Pueden ser diversas las ensoñaciones sobre el tiempo histórico por el discurren las biografías y sobre las utopías que sustentan, con mayor o menor ingenuidad o interés, quienes profesan el viejo oficio de tinieblas pero, en cambio, todos coinciden -a veces, con otros vocablos- con la afirmación de Cortázar: "Puede ser que exista un reino milenario, pero si alguna vez llegamos a él ya no se llamará así."

Sin duda, en este itinerario sobre grandezas y mezquindades correspondientes a autores que forman parte de nuestro legado cultural, de quienes leemos y admiramos una obra ingente, volcánica, desmesurada, Neruda y las relaciones que mantuvo con diversos colegas en diferentes ámbitos temporales y espaciales se nos presenta como un caso relevante que permite ilustrar, también, el espíritu de una época, ese latido presente en una forma de analizar fenómenos socioeconómicos y políticos de una determinada sociedad sin negar que existe el cambio y el conflicto, y que las contradicciones manifiestas entre "el dicho y el hecho" dejan de ser excepciones y forman parte, también, del objeto analítico que todo científico persigue. Por eso también suscribimos las palabras pronunciadas por el más lúcido Huidobro: "Soy un ángel salvaje que cayó esta mañana / en vuestras plantaciones de preceptos."




Fotografía: Cortázar mantuvo una fría distancia con el peronismo y sus principales iconos; con el sandinismo, en cambio, apostó por lo que consideraba la última revolución romántica con tiranicidio incluído.

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