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sábado, agosto 11, 2007

La cucaracha Kafka

REPORTAJE: MIS PERSONAJES DE FICCIÓN GREGOR SAMSA
Publicado originalmente en El País: http://www.elpais.com/articulo/revista/agosto/cucaracha/Kafka/elpepucul/20070809elpepirdv_15/Tes

NURIA AMAT 09/08/2007

Gregor Samsa narra cómo Kafka, tumbado en su cama, se va convirtiendo en un ser extraño con innumerables patas. La autora se mete en el caparazón del insecto para contar su propia génesis. Para hablar de su padre, deprimido, que ve con asco a su nuevo hijo. Nuria Amat nació en Barcelona y entre sus libros se encuentra 'El país del alma', que fue finalista del Premio Rómulo Gallegos, 'Reina de América' -que obtuvo el Premio Ciudad de Barcelona- y 'Queen Cocaine', nominado para el Premio Literario Impac.

Yo, el miserable animal de la oscura habitación de al lado, soy un escritor llamado Kafka. Por mucho disfraz que quieran colocarme, soy el producto repulsivo de la desesperación anímica, del insomnio nocturno, de la angustia familiar y del desengaño amoroso. Soy el sueño de un escritor fracasado que para poder escribir mi vida decide hacerse el muerto.

Cuando Kafka se sentó a escribir mi historia lo primero que sintió, antes de dar con la primera línea, fue un abrumador deseo de vaciarse en mí, en una repugnante cucaracha, un escarabajo, cualquier clase de bicho inmundo, sin nombre específico, al que llamó Gregor Samsa. Yo le sugerí: "Llámame K". Pero lo que perseguía, al no precisar el tipo de insecto y darnos toda suerte de descripciones ambiguas, era confundirnos, y que nunca llegáramos a conocer el individuo que estaba tras de mis incontables patas. Un monstruo de caparazón parduzco y abombado, condenado al desprecio y a la desaparición. Imaginó que escribía mi corta vida de hombre fracasado y animal sin nombre, mientras, cansado de vivir, se encontraba en cama pensando en cómo zafarse del autoritarismo arbitrario de sus padres, las exigencias de su novia, el agobio que le producía la oficina. Deprimido, harto y sin poder decirlo, no consigue hacerse entender y decide quedarse acostado ignorando que para el mundo se está transformando en un monstruoso insecto.

Fue el 17 de noviembre de 1912. Mi escritor no tenía ganas de levantarse. Hacía pocos días que la mujer amada le había dado alguna muestra de intimidad pero, luego, silencio absoluto. No respondía a sus llamadas. Si hoy no tenía noticias de ella, significaba que todo había terminado. Así que, como tantas otras veces desde que era niño, se había quedado en cama esperando esta decisión. Acostado de cara al techo, se distraía mirando sombras y paredes. Hacía frío. Éste fue el primer síntoma de nuestra unión. Su cuerpo se estaba transformando en el mío. Detrás de la puerta, los rutinarios ruidos familiares, el padre dando órdenes, la criada disparando sartenes y cucharas. La familia desayunaba sin él.

Horas antes, le había escrito a su novia: "Mientras estaba tumbado en la cama, he visto la imagen de un gran escarabajo, un abejarrón, o un ciervo volante, creo... De un escarabajo de gran tamaño, sí. Lo puse como si estuviera hibernando y apreté las patitas contra mi cuerpo abombado. Y susurro un corto número de palabras que son órdenes a mi triste cuerpo, parco y encorvado junto a mí. Pronto habré acabado, él se inclina, se marcha fugaz, y lo hará todo bien, mientras descanso". Era yo. Por supuesto.

Mi escritor insiste en no querer levantarse, pero yo, que camino como un escarabajo, lo hago por él. Por él, me enfrento a su familia, que me recibe con el horror de toparse con una bestia espantosa. Me pregunto si reconocen en mi caparazón, de tamaño de un metro, al doble de su hijo Gregor Samsa, que mi amo ha inventado para fastidiarles. Me hace trepar por techos y paredes. Me dota de voz profunda pero muda y por mucho que suplique me golpean e insultan. Debo esconderme debajo de la cama. ¿Para qué habré salido? ¿Puede una cucaracha defender a un hombre? Produzco un terrible asco a toda la familia, incluido a mi escritor, que a estas alturas ya me mira con los mismos ojos de sus parientes y considera mi relato de "excepcionalmente nauseabundo". Situación que me lleva a preguntarme si no seré yo el autor de la cucaracha Kafka. Mi personaje se cree él mismo un símbolo de la desesperación del animal condenado al mutismo y al eterno alejamiento. Duda de ser una persona. A Kafka, yo le era familiar desde hacía mucho tiempo, el padre le trataba como una pulga, la cocinera como una bestia, el aprendiz de la tienda familiar como un perro enfermo. Abandonado por su novia, se siente gusano venenoso. Y todo ello, por culpa de todos sus intentos de escribir. Soy el testigo mudo de una historia que ahora recupera su voz. Calificar a un escarabajo de hombre es un insulto humano. Pronto va a ser zarandeado y barrido por la escoba, dado que en su estar de cucaracha persiste en seguir escribiendo la vida de Franz Kafka.

-¿Muerto? -dijo la señora Samsa.

-Esto es lo que creo -contestó la criada. Y como prueba empujó todavía un buen trecho con la escoba el cadáver de Kafka.

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domingo, mayo 13, 2007

Kafka, distorsionado por el lápiz brutal de Robert Crumb

Encontramos en Madrid una biografía de Kafka ilustrada por Robert Crumb, la ficha técnica es la siguiente:

Kafka, Robert Crumb David Mairowitz, Paperback. Fantagraphics 2007-05-15. ISBN: 1560978066 / 1-56097-806-6. EAN: 9781560978060

En sólo 176 páginas se presenta una original aproximación a la vida y la obra de Franz Kafka, notablemente valorada por los autores, por encima del mito literario en que se ha convertido al autor checo.

Reproducimos a continuación un artículo que hace 8 años dedicó el diario El Mundo a una versión en castellano de esta biografía.
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Editada en España la biografía ilustrada del autor de «La metamorfosis», obra del padre del cómic «underground»


BORJA HERMOSO, El Mundo, Jueves, 10 de junio de 1999
MADRID.- La voraz ingestión de toda suerte de sustancias prohibidas -y muy en concreto de LSD- que Robert Crumb se pegó en los años 60 reaparece en muchas de las ilustraciones de Kafka para principiantes, terrible biografía ilustrada del autor de La metamorfosis.

Lo hace de manera salvaje, recomponiendo con nerviosos trazos la atribulada existencia del escritor, desde su infancia hasta que la tuberculosis le catapultó al lado de allá en junio de 1924. Hace exactamente 75 años.

Este pequeño volumen, editado originalmente hace tres años por la firma argentina Errepar, ha llegado, por fin, a las librerías españolas de cómics para satisfacción de las legiones de seguidores de Crumb, el padre del cómic underground y uno de los autores que mayor influencia ha ejercido en las generaciones posteriores de ilustradores.

El libro forma parte de la colección Para principiantes, cuyo pueril subtítulo es: Libros fáciles para ideas importantes. Sigmund Freud, Albert Einstein, Isaac Newton, Carlos Marx y Nicolás Maquiavelo son algunos de los protagonistas de esta galería, cuya principal característica es el entrelazado de ilustraciones y textos (en este caso, escritos por el británico David Zane) como vehículo de narración biográfica.

Pesadillas


Desde luego, éste es un libro sobre ideas importantes (no en vano Franz Kafka se disputa con Edgar Allan Poe, Lovecraft y con pocos más el título de inventor de la pesadilla moderna, y es uno de los autores que con más eficacia ha retratado el zarpazo brutal del estado público sobre el individuo privado) pero, evidentemente, no es un libro fácil.

El editor argentino debió de caer en algún exceso de candidez, o bien acudió a la ironía, a la hora de acuñar ese subtítulo. Lejos de la facilidad, Kafka para principiantes es una obra dura, nerviosa hasta la locura, implacable como un perro de presa.

En principio, suena raro que Crumb incluyera a alguien como Kafka en su nómina de personajes de historieta, junto con gente hilarante como Míster Natural, el Gato Fritz o Shuman the Human. Pero las páginas del libro establecen con toda claridad la inesperada sintonía entre los mundos del escritor de Praga y el del ilustrador de Filadelfia.

Volviendo a la mencionada época, LSDiana de Robert Crumb -y aún teniendo en cuenta que hoy el maestro vive retirado del mundanal ruido a caballo entre EEUU y el sur de Francia- está claro que aquellos años de psicodelia y desenfreno dejaron su huella, y ésa está presente en este Kafka.

Algunos episodios, como el que recrea la escritura del relato La condena, podrían calificarse de lisérgicos, sobre todo si se mira con detenimiento el alucinado personaje del padre del protagonista, Georg Bendemann. O la alucinógena visión del propio Kafka en su mesa, escribiendo Cartas a Milena en 1922.

Pero nada comparado con las páginas que recrean La metamorfosis, pobladas por el enorme y horroroso insecto en que se ha convertido el pobre Gregorio Samsa mientras dormía.

Vida y obra


Zane y Crumb avanzan por la biografía del escritor a través de su atormentada vida y de sus celebradas obras: además de las tres mencionadas, otros capítulos evocan libros como El castillo, El proceso o La madriguera.

Pero, sobre todo, el lector se zambulle en un urgente (170 páginas), aunque eficaz y profundo retrato del escritor checo. Las claustrofóbicas relaciones con su padre (luego recogidas en Carta al padre), sus tormentosas vivencias con el sexo, el telón de fondo del judaísmo en la Praga antisemita de principios de siglo, el fantasma de la guerra y el ostracismo de su obra a manos de los primeros regímenes comunistas desfilan a velocidad de vértigo por las páginas del libro, todo ello en un dibujo en blanco y negro propio de algún tenebrista profesional.

Como no podía ser de otra forma, este itinerario artístico-literario por la figura de Franz Kafka se cierra con una denuncia: la de la explosión de esa kafkamanía puesta en marcha en Praga por los profesionales de la explotación del llamado turismo cultural: «Almuerce usted con Kafka», dice un folleto turístico. Camisetas con la cara del escritor. Rutas de inmersión en el Barrio Judío bajo el lema: «Respire el aire que respiró Kafka». Y cerca, McDonald's en la calle Celetna. Si K. levantara la cabeza...

Afición al Pato Donald


Como bien reseñan Eric Frattini y Oscar palmer en su estupenda Guía básica de los cómics (ediciones Nuer), desde su más tierna infancia y espoleado por su hermano mayor, Robert Crumb se aficionó como un poseso a los tebeos de la Pequeña Lulú, el Pato Donald y Super Ratón. Desde luego, no puede decirse que ninguno de esos tres personajes clásicos dejara su impronta en el enfant terrible del cómic undeground a la hora de ilustrar este Kafka para principiantes. Pero quién sabe, los caminos del subconsciente son inescrutables.

Robert Crumb cumplirá 56 años este mes de agosto, y lo hará justo 32 años después de firmar la que muchos consideran partida de nacimiento oficial del undeground: el primer número de la revista de historietas Zap Comix.

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lunes, marzo 26, 2007

Los disparates de Murakami

Murakami es un escritor al que habitualmente respetan bastante las críticas, sin embargo su última obra publicada "Kafka en la Orilla" está consiguiendo que algunas voces adviertan de sus debilidades. Hace algunas semanas Alejándro Gándara en su Blog de El Mundo abordaba también la novela en tono crítico, aunque quizá más desde una ironía suave que desde la contundencia que sustancia Eduardo Mejía.

Los disparates de Murakami
Cultura - Viernes 23 de marzo (16:50 hrs.)


Por Eduardo Mejía


El Financiero en línea

México, 23 de marzo.- Desde hace unos tres meses circula por las librerías Kafka en la orilla, el nuevo libro del nuevo ídolo de los lectores mexicanos, Haruki Murakami, novela de más de 500 páginas en la que recrea varias de las situaciones típicas de una narración de Franz Kafka, aunque con trampas demasiado visibles en espera de incautos.

Por principio, exige -como todo novelista- una suspensión de la picardía para entrar en el terreno de la inocencia: hay que creer todo lo que sucede en sus páginas, aunque sus personajes pongan en duda lo que hacen los otros.

Que nos pida que un viejo, luego de sufrir un extraño accidente junto con sus compañeros de escuela (quienes sí se recuperaron) pierde sus conocimientos y su inteligencia (pero no la intuición), y adquiere el donde hablar con los gatos; eso, común a todos quienes tenemos gatos, no es raro, sino que se entiendan y hablen con un lenguaje comprensible también para los lectores, suponemos que por la amabilidad de Murakami de traducirnos esas pláticas. (En los años cincuenta, los cómics de La Zorra y el Cuervo incluían unas aventuras de Pancho y su burrito, que entendían sus diálogos, y el lector gracias a un recuadro donde se escribía: Ji-jau, *DICE: ; Murakami nos ahorra ese recurso muy divertido.)

Otros personajes tienen otras características únicas: una mujer que parece hombre, un quinceañero que lee tratados de guerra y libros de filosofía de una sola sentada y que entiende a Kafka -el auténtico-; una mujer que es célebre compositora pero nadie sabe nada de ella, que es inalcanzable pero que se acuesta con muchos; unas mujeres que pese a que desconfían de la apariencia del viejo, lo recomiendan para que le den aventón de una ciudad a otra y hasta le disparan comida chatarra; camioneros con salarios bajísimos y labores rudimentarias pero que son generosos, invitadores, pachangueros pero serios, y que aunque tachan de loco al viejo, aceptan sus excentricidades (eso no quiere decir locura ni rareza, sino que se está fuera del círculo, o mafia; por eso quienes tachan de excéntricos a los otros, revelan y aceptan su condición de mafiosos y de reaccionarios que no aceptan a los que no están en su círculo), las comparten, y leen gruesos tratados de asuntos raros, aunque en la vida cotidiana apenas el periódico; extraños seres que se disfrazan de productos comerciales; una joven presumida que se queda con el querer del autollamado Kafka, pero es con el único con quien no fornica, más que en sueños.

Murakami, quien gusta de complicarse la vida, no desarrolla por completo ninguna de las dos tramas, pero tampoco las separa; es decir, no es Faulkner ni Borges, aunque se acerca bastante a Vargas Llosa; como en sus novelas anteriores, le da importancia a la música, pero ya no a Beatles y Dylan, como en Tokio Blues, sino a Lionel Ritchie (allá él) y Beethoven (una pieza no muy popular, desde luego; Murakami es un oriental muy occidental); muy típico en una trama kafkiana, no hay final, y también como en Kafka, todo es muy cómico, mientras no le suceda a uno.

Para que más nos duela, la trama no es tan kafkiana, sino sofocliana, pero ya contaminada por conceptos freudianos llenos de lugares comunes clasemedieros; en lo único en que Murakami sigue a Kafka como a Sófocles, es en el concepto de que sus personajes tienen que cumplir un destino, así se traten de salvar de él. Como en el auténtico Kafka, tienen encomendada una misión imposible de cumplir, pero sólo ellos pueden hacerlo.

El que no se salva es el lector, porque la novela empieza lenta, cobra fuerza e interés por las locuras que hacen los personajes, y vuelve a perder interés cuando el viejo deja de hablar con los gatos, y se comunica con una piedra, pero el autor no nos concede el honor de traducir tales diálogos; no hay humor ni tragedia, y ésa es la tragedia de este libro.

Aunque la peor tragedia no es la de los personajes, sino la de la traductora Lourdes Porta, quien salva escollos importantes, excepto -ostra vez- cuando habla de beisbol o cuando hace que sus personajes "salgan fuera" o "entren dentro", no una vez, sino a cada rato; escribe tantas redundancias que hace desesperar al lector; uno podría aguantar que inventara verbos como "fardar" (que es imposible de traducir a un español correcto), y hasta los no muy frecuentes solecismos que abundan en otras editoriales, como digamos por ejemplo Anagrama, pero que cada vez que los personajes entren a (o en) la biblioteca digan que "entran dentro", y que cada vez que salgan se diga que "salen fuera", realmente desespera a los lectores.

Hay que agregar que por primera vez en muchas páginas, Murakami hace referencia al beisbol, deporte popular en Japón, pero no describe ningún juego ni lo compara con el beisbol estadounidense, ni si quiera para mencionar a Oh, el más poderoso bateador de la historia (aunque muchos alegaran la cercanía de las bardas de los parques japoneses), sino para describir a medias la cachucha de uno de los personajes, que con el simple hecho de ya no usarla, deja de ser sospechoso.

Puede uno presumir que son demasiadas las objeciones si en realidad se trata de la mejor novela de Murakami, de quien se han traducido ya cinco títulos en poco tiempo y ha sido elogiado hasta por el no muy generoso Updike, pero hay que resaltar su poder narrativo, y el hecho de que es muy fácil para el lector occidental, porque tiene demasiadas coincidencias con la mayoría de los buenos narradores occidentales de su generación, la de los nacidos entre 1945 y 1960; y que al contrario de sus contemporáneos en México, sigue con gran vitalidad y entusiasmo mientras que los de aquí están no sólo de capa caída, sino de franca retirada, y mientras para Murakami el rock sigue siendo vital, para la mayoría de los narradores mexicanos de su edad el rock ha dejado de tener importancia, más que sociológica.

Eduardo Mejía

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lunes, enero 29, 2007

Apuntes sobre su vida, obra y concepción literaria

Boletín quincenal N° 58 - Por Mariano Pacheco, para Prensa De Frente.-

Franz Kafka, el escritor Checo que marcó a varias generaciones de escritores y lectores durante el siglo XX, se ha transformado ya en un personaje que excede a sus contemporáneos. Su obra fue publicada post-mortem por su amigo Max Brod (contra su voluntad, ya que había ordenado ?quemar? sus manuscritos). Entre sus obras más conocidas se encuentran La metamorfosis y su novela El Proceso (llevada al cine por Orson Welles en 1962 y al teatro en distintos países y en diversas ocasiones). En esta oportunidad, unas breves líneas acerca de este escritor que, con su obra, ha inspirado reflexiones en importantes pensadores: Walter Benjamin y Gilles Deleuze, entre otros.

Franz Kafka nació el 3 de julio de 1883 en la vieja ciudad de Praga (Imperio Astro-Húngaro). Fue el hijo mayor de 7 hermanos. Sus padres: Julia Lowy y Hermann Kafka. A los 17 años realiza lecturas de Federich Nietzsche y a los 18 ingresa a la Universidad Alemana de Praga, donde estudia, primero química (sólo dos semanas) y luego abogacía. En 1908, teniendo 25 años, concreta su primera publicación: una serie de piezas en prosa en la revista Hyperion, que luego serán reunidas en el libro Contemplación.

Por esos años comienza a trabajar como ?funcionario auxiliar? en el ?Instituto Asegurador de Accidentes de Trabajo?, para el reino de Bohemia, en Praga. Escribe sus ?diarios? y asiste a actos y asambleas socialistas, a la vez que estudia la tradición judaica (sobre todo del teatro yiddish y más tarde el Hebreo). Estos datos serían simplemente anecdóticos, si no fuera porque tendrán mucho que ver con su vida, los personajes de sus escritos y su concepción de la literatura. Muere en la ciudad de Praga el 3 de junio de 1924, a los 41 años.

La mayoría de sus escritos fueron gestados en la década que va desde 1912 a 1922. A excepción de algunas pocas piezas (La Transformación, traducida como La Metamorfosis; Contemplación; La Condena; En la colonia penitenciaria; Un médico rural), su obra será publicada por su amigo Max Brod, post-mortem, en 1925. Fue llevada a cabo contra su voluntad, ya que al morir, fueron encontradas en el cajón de su escritorio dos cartas que ordenaban quemar sus manuscritos. Una, redactada en tinta, en 1921; otra, en lápiz, al año siguiente (¿una jugada del inconsciente?)

Su edición actual de sus obras completas(al año 2005), contienen sólo 350 páginas pasadas en limpio y enviadas al editor, de un total de 3.500 escritas en cuadernos. Su obra comenzará a despertar interés recién en el período de Hitler, cosa que al régimen no le cayó muy bien (de hecho, tanto las hermanas de Kafka, como Milena, una de sus prometidas, murieron en los campos de exterminio nazi).

LA LITERATURA Y EL HOMBRE.

Según el especialista en literatura alemana de la Universidad de Buenos Aires, Miguel Vedda (quién realizó la traducción de El Proceso, incluyendo los fragmentos y pasajes tachados por el autor y una extensa introducción publicada por la editorial Coliuhe en 2005), Kafka experimentó de manera continua la alineación, no sólo respecto de su época, sino aun de sus condiciones de vida mas inmediatas.

Pertenecía a una minoría del 10% de la población (los judíos germano-parlantes). Se sentía solo dentro de su familia (sufría un conflicto con los valores mercantiles paternos, que desembocaban en una falta de reconocimientos hacia el hijo). Padecía de un sentimiento de culpa con respecto al entorno familiar (producto de su dependencia económica). Y, finalmente, no era ciudadano, sino súbdito del Imperio. En cuanto a la alienación de su época, debemos tener en cuenta que ya en 1844 Karl Marx había escrito sus Manuscritos económico-filosóficos, donde están presentes sus tesis sobre el trabajo alienado.

Pero Kafka, si bien asiste a actos socialistas y denuncia en su literatura la despersonalización provocada por el sofocamiento de las estructuras, no propugna una salida colectiva. Mas bien, por el contrario, promueve una afirmación de la individualidad, aislada de la vida social.

En su caso, la opción por la soledad como espacio (no alienado) que permite la reflexión de la propia condición; a la vez que un distanciamiento del universo de la culpa y el castigo. Ámbito propicio para la creación artística, en su caso la escritura, entendida como lugar de libertad. En Kafka, esta libertad individual ?auténtica?, se opone al individualismo de tipo burgués, ?incapaz? de sostener un espacio de autonomía.

Este aislamiento del individuo, tiene mucho que ver con su concepción de la literatura, donde está muy presente la concepción militar de la vida. Es decir, se produce una especie de analogía entre guerra y literatura. El aislamiento de la vida militar es equiparado con la experiencia de no ser interrumpido en la creación artística.

Pensemos en lo que él mismo denomino ?su primer relato?, La condena, escrito de un tirón, entre las 10 de la noche del 22 y las 6 de la mañana del 23 de septiembre de 1912, en unas condiciones que recordará de por vida como el instante en donde sus sueños de escritor se vieron cumplidos. En un aislamiento absoluto, en silencio, sin dudar, sin ninguna interrupción. Sólo su mano garabateando sobre el papel.

Tengamos en cuenta que, como ha señalado Ricardo Piglia en Un relato sobre Kafka (El último lector, Anagrama, 2005): ?Kafka está en el momento de paso de la escritura a mano, en cuadernos, a la escritura a máquina??. Por lo tanto, la escritura no está aun mecanizada. Está más ligada a lo artístico y, por lo tanto, más cerca de vislumbrar algún tipo de verdad (en Kafka, el artista es quien conoce lo incognoscible; posee una visión global de lo real y revela que no hay revelación).

Continúa el autor de Respiración artificial: ?Antes que la claridad de la grafía, interesa el ritmo corporal de la escritura, muy ligado para Kafka a la respiración, a los órganos internos, a los ritmos del corazón?. Tengamos en cuenta que ya desde joven Kafka ha leído a Nietzsche, quién insistía en la primacía de los sentidos y los instintos por sobre la razón.

Finalmente arremete Piglia: ?La máquina de escribir no le sirve a Kafka para la escritura personal. La asocia con la burocracia, con los textos legales (dictámenes, informes, legajos), con una escritura despersonalizada y anónima?.

Artículo original: http://www.prensadefrente.org/pdfb2/index.php/a/2007/01/29/p2504

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domingo, enero 21, 2007

Blumfeld, un solterón


Blumfeld, un solterón, subía una noche a su morada, lo cual era una tarea fatigosa, pues vivía en el sexto piso. Mientras subía pensaba, como con frecuencia lo había hecho en los últimos días, que aquella vida absurdamente solitaria resultaba muy molesta, que tenía que subir aquellos seis pisos con íntimo convencimiento para llegar hasta arriba, a su cuarto vacío; allí otra vez con íntimo convencimiento, ponerse la bata, encender la pipa, leer alguna cosa en la revista francesa a la que estaba suscrito desde hacia años, al mismo tiempo que saboreaba un licor de cerezas preparado por él mismo, para finalmente, al cabo de una media hora, irse a la cama, no sin antes haber tenido que rehacer íntegramente el lecho, que la criada, rebelde a todo consejo, disponía siempre de acuerdo con su humor. Cualquier acompañante, cualquier asistente para aquellos menesteres hubiese sido bienvenido a los ojos de Blumfeld. Había reflexionado ya sobre la utilidad de comprar un perrito, ese animal es alegre y, ante todo, agradecido y fiel. Un colega de Blumfeld tiene uno así, que no se apega a nadie, excepción hecha de su amo, y cuando no le ha visto durante algún tiempo, lo recibe con sonoros ladridos, con lo que evidentemente quiere expresar su alegría por haber encontrado nuevamente al extraordinario protector que es su señor.....

Franz Kafka, 1915 (Descripción de una lucha)

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sábado, diciembre 23, 2006

Un médico rural

(Franz Kafka)

Estaba muy preocupado; debía emprender un viaje urgente; un enfermo de gravedad me estaba esperando en un pueblo a diez millas de distancia; una violenta tempestad de nieve azotaba el vasto espacio que nos separaba; yo tenía un coche, un cochecito ligero, de grandes ruedas, exactamente apropiado para correr por nuestros caminos; envuelto en el abrigo de pieles, con mi maletín en la mano, esperaba en el patio, listo para marchar; pero faltaba el caballo... El mío se había muerto la noche anterior, agotado por las fatigas de ese invierno helado; mientras tanto, mi criada corría por el pueblo, en busca de un caballo prestado; pero estaba condenada al fracaso, yo lo sabía, y a pesar de eso continuaba allí inútilmente, cada vez más envarado, bajo la nieve que me cubría con su pesado manto. En la puerta apareció la muchacha, sola, y agitó la lámpara; naturalmente, ¿quién habría prestado su caballo para semejante viaje? Atravesé el patio, no hallaba ninguna solución; distraído y desesperado a la vez, golpeé con el pie la ruinosa puerta de la pocilga, deshabitada desde hacía años. La puerta se abrió, y siguió oscilando sobre sus bisagras. De la pocilga salió una vaharada como de establo, un olor a caballos. Una polvorienta linterna colgaba de una cuerda.
Un individuo, acurrucado en el tabique bajo, mostró su rostro claro, de ojitos azules.
-¿Los engancho al coche? -preguntó, acercándose a cuatro patas.
No supe qué decirle, y me agaché para ver qué había dentro de la pocilga. La criada estaba a mi lado.
-Uno nunca sabe lo que puede encontrar en su propia casa -dijo ésta. Y ambos nos echamos a reír.
-¡Hola, hermano, hola, hermana! -gritó el palafrenero, y dos caballos, dos magníficas bestias de vigorosos flancos, con las piernas dobladas y apretadas contra el cuerpo, las perfectas cabezas agachadas, como las de los camellos, se abrieron paso una tras otra por el hueco de la puerta, que llenaban por completo. Pero una vez afuera se irguieron sobre sus largas patas, despidiendo un espeso vapor.
-Ayúdalo -dije a la criada, y ella, dócil, alargó los arreos al caballerizo. Pero apenas llegó a su lado, el hombre la abrazó y acercó su rostro al rostro de la joven. Esta gritó, y huyó hacia mí; sobre sus mejillas se veían, rojas, las marcas de dos hileras de dientes.
-¡Salvaje! -dije al caballerizo-. ¿Quieres que te azote?
Pero luego pensé que se trataba de un desconocido, que yo ignoraba de dónde venía y que me ofrecía ayuda cuando todos me habían fallado. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, no se mostró ofendido por mi amenaza y, siempre atareado con los caballos, sólo se volvió una vez hacia mí.
-Suba -me dijo, y, en efecto, todo estaba preparado.
Advierto entonces que nunca viajé con tan hermoso tronco de caballos, y subo alegremente.
-Yo conduciré, pues tú no conoces el camino -dije.
-Naturalmente -replica-, yo no voy con usted: me quedo con Rosa.
-¡No! -grita Rosa, y huye hacia la casa, presintiendo su inevitable destino; aún oigo el ruido de la cadena de la puerta al correr en el cerrojo; oigo girar la llave en la cerradura; veo además que Rosa apaga todas las luces del vestíbulo y, siempre huyendo, las de las habitaciones restantes, para que no puedan encontrarla.
-Tú vendrás conmigo -digo al mozo-; si no es así, desisto del viaje, por urgente que sea. No tengo intención de dejarte a la muchacha como pago del viaje.
-¡Arre! -grita él, y da una palmada; el coche parte, arrastrado como un leño en el torrente; oigo crujir la puerta de mi casa, que cae hecha pedazos bajo los golpes del mozo; luego mis ojos y mis oídos se hunden en el remolino de la tormenta que confunde todos mis sentidos. Pero esto dura sólo un instante; se diría que frente a mi puerta se encontraba la puerta de la casa de mi paciente; ya estoy allí; los caballos se detienen; la nieve ha dejado de caer; claro de luna en torno; los padres de mi paciente salen ansiosos de la casa, seguidos de la hermana; casi me arrancan del coche; no entiendo nada de su confuso parloteo; en el cuarto del enfermo el aire es casi irrespirable, la estufa humea, abandonada; quiero abrir la ventana, pero antes voy a ver al enfermo. Delgado, sin fiebre, ni caliente ni frío, con ojos inexpresivos, sin camisa, el joven se yergue bajo el edredón de plumas, se abraza a mi cuello y me susurra al oído:
-Doctor, déjeme morir.
Miro en torno; nadie lo ha oído; los padres callan, inclinados hacia adelante, esperando mi sentencia; la hermana me ha acercado una silla para que coloque mi maletín de mano. Lo abro, y busco entre mis instrumentos; el joven sigue alargándome las manos, para recordarme su súplica; tomo un par de pinzas, las examino a la luz de la bujía y las deposito nuevamente.
-Sí -pienso indignado-; en estos casos los dioses nos ayudan, nos mandan el caballo que necesitamos y, dada nuestra prisa, nos agregan otro. Además, nos envían un caballerizo...
En aquel preciso instante me acuerdo de Rosa. ¿Qué hacer? ¿Cómo salvarla? ¿Cómo rescatar su cuerpo del peso de aquel hombre, a diez millas de distancia, con un par de caballos imposibles de manejar? Esos caballos que no sé cómo se han desatado de las riendas, que se abren paso ignoro cómo; que asoman la cabeza por la ventana y contemplan al enfermo, sin dejarse impresionar por las voces de la familia.
-Regresaré en seguida -me digo como si los caballos me invitaran al viaje. Sin embargo, permito que la hermana, que me cree aturdido por el calor, me quite el abrigo de pieles. Me sirven una copa de ron; el anciano me palmea amistosamente el hombro, porque el ofrecimiento de su tesoro justifica ya esta familiaridad. Meneo la cabeza; estallaré dentro del estrecho círculo de mis pensamientos; por eso me niego a beber. La madre permanece junto al lecho y me invita a acercarme; la obedezco, y mientras un caballo relincha estridentemente hacia el techo, apoyo la cabeza sobre el pecho del joven, que se estremece bajo mi barba mojada. Se confirma lo que ya sabía: el joven está sano, quizá un poco anémico, quizá saturado de café, que su solícita madre le sirve, pero está sano; lo mejor sería sacarlo de un tirón de la cama. No soy ningún reformador del mundo, y lo dejo donde está. Soy un vulgar médico del distrito que cumple con su deber hasta donde puede, hasta un punto que ya es una exageración. Mal pagado, soy, sin embargo, generoso con los pobres. Es necesario que me ocupe de Rosa; al fin y al cabo es posible que el joven tenga razón, y yo también pido que me dejen morir. ¿Qué hago aquí, en este interminable invierno? Mi caballo se ha muerto y no hay nadie en el pueblo que me preste el suyo. Me veré obligado a arrojar mi carruaje en la pocilga; si por casualidad no hubiese encontrado esos caballos, habría tenido que recurrir a los cerdos. Esta es mi situación. Saludo a la familia con un movimiento de cabeza. Ellos no saben nada de todo esto, y si lo supieran, no lo creerían. Es fácil escribir recetas, pero en cambio, es un trabajo difícil entenderse con la gente. Ahora bien, acudí junto al enfermo; una vez más me han molestado inútilmente; estoy acostumbrado a ello; con esa campanilla nocturna todo el distrito me molesta, pero que además tenga que sacrificar a Rosa, esa hermosa muchacha que durante años vivió en mi casa sin que yo me diera cuenta cabal de su presencia... Este sacrificio es excesivo, y tengo que encontrarle alguna solución, cualquier cosa, para no dejarme arrastrar por esta familia que, a pesar de su buena voluntad, no podrían devolverme a Rosa. Pero he aquí que mientras cierro el maletín de mano y hago una señal para que me traigan mi abrigo, la familia se agrupa, el padre olfatea la copa de ron que tiene en la mano, la madre, evidentemente decepcionada conmigo -¿qué espera, pues, la gente?- se muerde, llorosa, los labios, y la hermana agita un pañuelo lleno de sangre; me siento dispuesto a creer, bajo ciertas condiciones, que el joven quizá está enfermo. Me acerco a él, que me sonríe como si le trajera un cordial... ¡Ah! Ahora los dos caballos relinchan a la vez; ese estrépito ha sido seguramente dispuesto para facilitar mi auscultación; y esta vez descubro que el joven está enfermo. El costado derecho, cerca de la cadera, tiene una herida grande como un platillo, rosada, con muchos matices, oscura en el fondo, más clara en los bordes, suave al tacto, con coágulos irregulares de sangre, abierta como una mina al aire libre. Así es como se ve a cierta distancia. De cerca, aparece peor. ¿Quién puede contemplar una cosa así sin que se le escape un silbido? Los gusanos, largos y gordos como mi dedo meñique, rosados y manchados de sangre, se mueven en el fondo de la herida, la puntean con su cabecitas blancas y sus numerosas patitas. Pobre muchacho, nada se puede hacer por ti. He descubierto tu gran herida; esa flor abierta en tu costado te mata. La familia está contenta, me ve trabajar; la hermana se lo dice a la madre, ésta al padre, el padre a algunas visitas que entran por la puerta abierta, de puntillas, a través del claro de luna.
-¿Me salvarás? -murmura entre sollozos el joven, deslumbrado por la vista de su herida.
Así es la gente de mi comarca. Siempre esperan que el médico haga lo imposible. Han perdido la antigua fe; el cura se queda en su casa y desgarra sus ornamentos sacerdotales uno tras otro; en cambio, el médico tiene que hacerlo todo, suponen ellos, con sus pobres dedos de cirujano. ¡Como quieran! Yo no les pedí que me llamaran; si pretenden servirse de mí para un designio sagrado, no me negaré a ello. ¿Qué cosa mejor puedo pedir yo, un pobre médico rural, despojado de su criada?
Y he aquí que empiezan a llegar los parientes y todos los ancianos del pueblo, y me desvisten; un coro de escolares, con el maestro a la cabeza canta junto a la casa una tonada infantil con estas palabras:
"Desvístanlo, para que cure, y si no cura, mátenlo. Sólo es un médico, sólo es un médico..."
Mírenme: ya estoy desvestido, y, mesándome la barba y cabizbajo, miro al pueblo tranquilamente. Tengo un gran dominio sobre mí mismo; me siento superior a todos y aguanto, aunque no me sirve de nada, porque ahora me toman por la cabeza y los pies y me llevan a la cama del enfermo. Me colocan junto a la pared, al lado de la herida. Luego salen todos del aposento; cierran la puerta, el canto cesa; las nubes cubren la luna; las mantas me calientan, las sombras de las cabezas de los caballos oscilan en el vano de las ventanas.
-¿Sabes -me dice una voz al oído- que no tengo mucha confianza en ti? No importa cómo hayas llegado hasta aquí; no te han llevado tus pies. En vez de ayudarme, me escatimas mi lecho de muerte. No sabes cómo me gustaría arrancarte los ojos.
-En verdad -dije yo-, es una vergüenza. Pero soy médico. ¿Qué quieres que haga? Te aseguro que mi papel nada tiene de fácil.
-¿He de darme por satisfecho con esa excusa? Supongo que sí. Siempre debo conformarme. Vine al mundo con una hermosa herida. Es lo único que poseo.
-Joven amigo -digo-, tu error estriba en tu falta de empuje. Yo, que conozco todos los cuartos de los enfermos del distrito, te aseguro: tu herida no es muy terrible. Fue hecha con dos golpes de hacha, en ángulo agudo. Son muchos los que ofrecen sus flancos, y ni siquiera oyen el ruido del hacha en el bosque. Pero menos aún sienten que el hacha se les acerca.
-¿Es de veras así, o te aprovechas de mi fiebre para engañarme?
-Es cierto, palabra de honor de un médico juramentado. Puedes llevártela al otro mundo.
Aceptó mi palabra, y guardó silencio. Pero ya era hora de pensar en mi libertad. Los caballos seguían en el mismo lugar. Recogí rápidamente mis vestidos, mi abrigo de pieles y mi maletín; no podía perder el tiempo en vestirme; si los caballos corrían tanto como en el viaje de ida, saltaría de esta cama a la mía. Dócilmente, uno de los caballos se apartó de la ventana; arrojé el lío en el coche; el abrigo cayó fuera, y sólo quedó retenido por una manga en un gancho. Ya era bastante. Monté de un salto a un caballo; las riendas iban sueltas, las bestias, casi desuncidas, el coche corría al azar y mi abrigo de pieles se arrastraba por la nieve.
-¡De prisa! -grité-. Pero íbamos despacio, como viajeros, por aquel desierto de nieve, y mientras tanto, el nuevo el canto de los escolares, el canto de los muchachos que se mofaban de mí, se dejó oír durante un buen rato detrás de nosotros:
"Alégrense, enfermos, tienen al médico en su propia cama."
A ese paso nunca llegaría a mi casa; mi clientela está perdida; un sucesor ocupará mi cargo, pero sin provecho, porque no puede reemplazarme; en mi casa cunde el repugnante furor del caballerizo; Rosa es su víctima; no quiero pensar en ello. Desnudo, medio muerto de frío y a mi edad, con un coche terrenal y dos caballos sobrenaturales, voy rodando por los caminos. Mi abrigo cuelga detrás del coche, pero no puedo alcanzarlo, y ninguno de esos enfermos sinvergüenzas levantará un dedo para ayudarme. ¡Se han burlado de mí! Basta acudir una vez a un falso llamado de la campanilla nocturna para que lo irreparable se produzca.

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