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viernes, enero 26, 2007

Paul Auster y Woody Allen y las viseras de Albiñana

Javier GARCÍA RODRÍGUEZ - La Nueva España
Durante su estancia en Oviedo para recoger el premio «Príncipe de Asturias» de las Letras, el escritor estadounidense Paul Auster tuvo ocasión, como muchos otros premiados antes y después, de dedicar parte de su escaso tiempo libre a pasear de incógnito, ajeno a las exigencias del estricto protocolo y de los medidos compromisos sociales, por las calles que rodean el hotel Reconquista (yo mismo tuve ocasión de saludar brevemente en la calle Uría a un George Steiner tímido, sabio y de gabardina azul hace ya algunos años). Y aunque no es un hecho muy divulgado -la noticia parece estar siempre en otra parte, claro, como decía Kundera de la vida-, durante su paseo, el autor de «La trilogía de Nueva York» se sintió atraído de inmediato por algunas calles y algunos lugares (Auster es Auster incluso cuando sólo pasea) que provocaron en él la mirada que le ha convertido en un narrador tan curioso y especial, calles y lugares con los que terminó por establecer una relación de cálida cercanía y cierta intimidad (o, si se prefiere, de calidez cercana e intimidad cierta). Una de estas calles era Melquíades Álvarez, en el cruce con Doctor Casal. El lugar, la casi centenaria sombrerería Albiñana.

Woody aconseja a Paul
Es poco sabido que Paul Auster venía sobre aviso acerca de este lugar diminuto y particular. Al parecer, en una entrevista concedida al «Cedar Rapids Chronicle» de Iowa, recordaba cómo, cuando su amigo Woody Allen (la conexión Manhattan/Brooklyn siempre alerta) le felicitó por la concesión del común premio asturiano, tras alabar las virtudes de la ciudad de acogida (ya saben, lo del cuento de hadas y todas esas cosas grabadas en piedra) y provocar su vanidad recordándole, con su aguijoneante sentido del humor, que a él se le había erigido una escultura en pleno centro (por cierto, que una tienda de golosinas, muy hábilmente, ha aprovechado para bautizarse como Tutti Woody), una de sus más vehementes recomendaciones fue la de que debía visitar Albiñana, un lugar, le explicó, «pequeño, lleno de magia, una caja de sorpresas, donde todo cabe, donde todo está a la vista, donde los objetos de la realidad parecen de ficción». Y le confió casi en secreto que él mismo había adquirido una visera en aquella minúscula tienda con nombre imposible de pronunciar por esa eñe tan típica del español. Una visera de pana marrón claro con la que ha podido vérsele en numerosas ocasiones desde entonces.
Obedeciendo al cineasta neoyorquino, en su visita matutina y principesca, un discreto Auster (el dueño de la tienda, Luis Manuel Bobes, recuerda que no se identificó) se encontró con lo que le pareció un zoco a la europea burgués y decimonónico, posmoderno y «kistch», un mercado persa del lujo y la publicidad, una tienda de «delicatessen» del complemento y del regalo, atiborrada de sombreros panamá y de fieltro, de abanicos pavoneados, de «souvenirs» con fecha de caducidad, de paraguas de toda condición, de tirantes rayados, de insignias inverosímiles, de banderas españolas de sobremesa con peana dorada, de falsas medallas militares basadas en las de todos los ejércitos y en todas las guerras sin sentido, de gorras azules de requeté (al parecer, un producto estrella), de mariconeras ochenteras, de bastones de atrezo, de lujosas carteras para amantes del orden, de monederos (y ninguno falso, como los de André Gide), de boinas sin capar, de llaveros imposibles de olvidar, de botas de vino de las tres zetas (que ya en su nombre invitan al sueño etílico) y de tricornios de gala. Y compró, también él, una visera: de pana, marrón claro, aunque algo más austera, claro. Para no defraudar a Woody Allen y porque el lugar le fascinó como sólo fascina lo especial, lo no uniformizado, lo único. Y también hizo una fotografía, la prueba imposible de lo vivido (la prueba de lo imposible vivido: así es Paul Auster).
Cambio de aires
Dentro de poco tiempo, Albiñana cerrará sus puertas porque, según parece, el edificio que la alberga va a ser rehabilitado para convertir sus altos techos y sus salas espaciosas en un lugar anodino y común con cocinas pigmeas y paredes de gotelé. Ya figura el cartel de traslado en uno de sus escaparates. La tienda se ha clonado unos metros más allá, en la misma calle Melquíades Álvarez, renovando su estética y llevándose consigo casi un siglo de historia y miles de historias íntimas, de grandes pasiones, de vidas cruzadas, de conversaciones de paso, de regalos buscados, de deseos incumplidos, de confidencias a media voz y de anécdotas imposibles de creer. Y llevándose también a todos sus transeúntes despistados, a sus clientes de toda la vida, a sus famosos de paso y de paseo, a sus gentes de familia bien, a sus coleccionistas de rarezas, a sus raros de colección, a sus madres de familia, a sus maridos de última hora, a sus militares de graduación, a sus mutilados de guerra y a sus turistas sorprendidos por una tormenta de verano (que son, como se sabe, como las tormentas en un vaso de agua: escandalosas pero sin consecuencias). Vivencias y personajes casi, casi idénticos a los de las novelas -cotidianas y envolventes- de Paul Auster. Casi como todas las vidas, casi como todas las historias, en las que todo parece suceder fuera del tiempo y donde nada parece del todo verdad.
Una vieja fotografía
Si el personaje que encarnaba Harvey Keitel, el obsesivo y milimétrico fotógrafo aficionado de «Smoke», colocara hoy su cámara en el mismo lugar en que entonces lo hizo Paul Auster, frente a la ya casi abandonada sombrerería Albiñana, comprobaría que todo ha cambiado pero que todo sigue igual (ahora es Lampedusa quien parece querer meter baza). Descubriría, como Auster al mirar ese universo diminuto y cercano, que desde este lugar fuera del tiempo, que en esta ciudad de cristal plagada de fantasmas, con sus habitaciones cerradas, muestrario eficaz del país de las últimas cosas donde se produce cada día la invención de la soledad, puede verse el palacio de la luna mientras se escucha la música del azar, y que no importa vivir a salto de mata ni realizar experimentos con la verdad porque todo está escrito en el libro de las ilusiones y todo quedó dicho la noche del oráculo: la vieja tienda de Albiñana permanece en la cabeza de Paul Auster bajo una visera de pana marrón, como si no perteneciera a este mundo, como si no existiera.

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