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sábado, septiembre 22, 2007

Paul Auster, presidente del azar

ABC.ES
POR FEDERICO MARÍN BELLÓN. MADRID.
Como por casualidad, Paul Auster se dejó caer el miércoles por San Sebastián, donde no sólo presentará su tercera película como director, «La vida interior de Martín Frost», sino la versión española del guión en una conferencia a la que podrán asistir un centenar de elegidos. El escritor también tendrá tiempo de presidir el jurado de la sección oficial del festival, el que reparte conchas y gloria, labor que ya había realizado en plazas tan renombradas como las de Cannes y Venecia. Su cinta cuenta la historia, tan improbable como corresponde, de un escritor de éxito que, retirado en el campo para reflexionar, se despierta junto a una deslumbrante mujer que él empieza a ver como su definitiva musa, tal y como ocurre en un afluente de «El libro de las ilusiones», libro-loncha al que precedió el guión y que ahora termina de arropar el celuloide.



Y hasta aquí el final conocido de la historia. De cómo un escritor de relumbrón se dejó enredar por los peliculeros daría para otro par de novelas y sus correspondientes adaptaciones cinematográficas. Puede que un buen día el autor de la trilogía de Nueva York comprendiera que todas las casualidades no le cabían en un libro -con la de cosas que entran- y empezara a jugar con otra forma de expresión artística, aún primitiva (al menos al lado de tantos siglos de literatura), pero capaz de proporcionarle otra libertad, por muy condicional que ésta sea.
Su primera aproximación al séptimo arte llegó por donde cabía esperar, por la puerta de la adaptación de una de sus novelas, «La música del azar», título que podría resumir mejor que cualquier otro sus viajes por el cine y la literatura. El director, Philip Haas, era suficientemente minoritario para que la presión fuera más soportable. Sobre el verde telón de fondo de un tapete de juego, una de las grandes pasiones del autor, Auster y Haas nos recitan al alimón un cuento moral en el que queda claro que la suerte es quien corta las cartas de la vida, a menudo con innecesaria crueldad,
Pero sólo una combinación de afortunadas coincidencias podía dar lugar a «Smoke», exponente paradigmático de alineación de los astros. La película dista de la perfección tanto como de la verosimilitud, pero arroja instantes que han sobrevivido a la hoguera del tiempo. Harvey Keitel, William Hurt y Forest Whitaker protagonizan el «Cuento de Navidad de Navidad de Auggie Wren» de Auster, envuelto en la voz arrugada de Tom Waits y fotografiado por Adam Holender, quien no por casualidad debutó como director de fotografía de ese escalofrío en la espina dorsal del sueño americano que se llamó «Cowboy de medianoche».
El arte del embuste
Al final, todo consiste en inventar una buena historia, para lo cual, como le dice Hurt a Keitel en la película, «sólo hay que saber tocar las teclas adecuadas», no sin recordarle que «el embuste es todo un arte». Pero también es verdad que algunas guarniciones dejan en la memoria del paladar un recuerdo tan imborrable como el mejor bistec. Y ahí es donde el escritor descubrió que dos actores tan impresionantes como los citados podían elevar aún más la categoría de sus diálogos, que la música desgarrada de Waits le sienta a una escena muda como un Armani a George Clooney. Y viceversa: ambos intérpretes demostraron que basta un buen texto para atrapar por completo la atención del espectador, sin necesidad de que al menos uno de ellos se líe a tiros a la primera oportunidad.
Dicen que Auster, tan entusiasmado con el juguete como un Orson Welles primerizo, dirigió aquella función de la mano de Wayne Wang. Tanto da. Por si no estaba clara su nueva vocación, de una costilla de este privilegiado Adán creó «Blue in the face», esta vez bajo el sello oficial Wang-Auster, y con más hambre por experimentar que por agradar a grandes públicos, entre el endiosamiento y la amplitud de miras.
Fue con «Lulú on the bridge» cuando el autor empezó a recoger lo sembrado, ya en solitario. Un saxofonista herido por el azar (y por una bala, que duele casi igual) cae en una depresión de la que sólo lo pueden rescatar los caprichos de quien quiera que nos escriba los guiones. En este caso y en el de Martin Frost, la suerte es que el libreto es obra de un dios mayor.

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