l Blog de Cristina Cerrada: Demencia

Cristina Cerrada, escritora y profesora de escritura creativa

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miércoles 7 de mayo de 2008

Demencia



Desesperada, aún sin tema para mi intervención semanal, decido entrar en un bar a ver qué pasa. A veces, en los bares ocurren cosas. Pido una Cocacola light y me siento; el camarero, otro parroquiano y yo somos toda la concurrencia. Son las tres de la mañana y, si no encuentro sobre qué escribir, empezaré a desesperarme. Pero entonces, el hombre que bebe a dos taburetes del mío se aproxima a mí, ocupa el asiento vacío e inicia una conversación.
Mientras apura su vaso de whisky, me cuenta que hace meses bebía, pero que lo ha dejado. Añade que empezó a beber no por gusto, sino a consecuencia de una decepción: su mujer lo engañaba. Hace un gesto de tristeza, me pide que espere, y del bolsillo izquierdo de su americana saca un patito de goma. Me lo presenta como Chelo y luego, despacio, lo deposita sobre el mostrador.
Deduzco que el hombre, además de triste, está también algo trompa (tal vez podría hacer girar mi texto alrededor del tema de la embriaguez).
No quiero ser maleducada, así que me levanto disimuladamente, y pido la cuenta al camarero, pero el hombre no lo permite. Insiste en pagarla él. Yo me resisto, porfiamos, y finalmente me invita a otra copa de lo que esté tomando. Pide para él otro whisky, y pregunta si pueden ponerle al pato un Cacaolat. Me vuelvo a sentar. (Tal vez el tema no sea finalmente la embriaguez, sino la enajenación mental.)
A las cuatro, el hombre se ha bebido dos whiskys y no parece que tenga intención de parar. Insiste, sin embargo, en que ya no bebe y que únicamente lo está celebrando. El qué, le pregunto. Hoy, me contesta, su mujer le ha pedido que le permita volver, y aunque no va a ser fácil olvidar el pasado, dice, él le ha dado su consentimiento. Acerca el pato a su mejilla izquierda mientras asegura que se siente feliz. Ahora, prosigue algo nostálgico, parecen lejanos, pero aquellos meses de separación fueron para él una penosa agonía. Mientras observa (con una mirada entre mística y febril) al pato de goma sobre el mostrador, confiesa que su mujer lo engañaba con un profesor de aerobic. Lo conoció, según dice, las últimas Navidades, durante una exhibición que celebraba el gimnasio de su junta municipal. Aparta un momento la mirada del pato y añade algo torvo:
--En esos sitios, ya se sabe, todos maricones o degenerados.
--Claro --contesto yo. Me sabe mal interrumpirlo. Y, por otra parte, tengo el tema de la columna, sí, pero no la conclusión.
A las cuatro y media aún seguimos allí. Me ha contado ya que intentó suicidarse arrojándose a las vías del tren, y que después de aquello estuvo ingresado en un hospital psiquiátrico. No me sorprende. Le hace una seña al camarero, y pregunta si tendría unas galletitas para acompañar el Cacaolat. Vuelve a dirigirse a mí. Me asegura que todo el tiempo que él estuvo ingresado, su mujer continuaba viéndose con el profesor de aerobic, y que por ese motivo él se dio finalmente a la bebida. Mastica con saña un trozo de hielo y confiesa, con la mirada fija en el pato, que aunque estuvo fantaseando algún tiempo con la idea de matar a su esposa, ahora siente hacia ella un sincero perdón.
Yo estoy bastante cansada y, con franqueza, me cuestiono si abandonar mi propósito (en la vida real, según parece, los conflictos no siempre encierran una conclusión). Pero de alguna manera me siento responsable. Le pregunto al hombre si lo puedo acompañar. No obtengo respuesta. En cambio, él apura su último vaso de whisky de un trago y, del bolsillo de la americana, saca una polaroid. La mira, la besa delicadamente, me la entrega, y con una expresión en el rostro de devoción infinita, declara:
--Mi mujer en el baño.
Me violenta bastante espiar de ese modo a una extraña. No obstante, cojo la fotografía de sus manos y la observo. No puede ser. Aparto la vista y miro el juguete que aún está en el mostrador. Y otra vez a la foto.
Con una sonrisa, se la devuelvo al hombre, y admito:
--Preciosa.
Después de todo, parece, el tema de esta semana no será exactamente la embriaguez, o la enajenación mental. Sólo un pobre pato de goma sobre la barra de un bar.

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2 Comments:

Anonymous Javier Divisa said...

Está bien lo de acompañar la desgracia, hombre, está bien, persiguiendo el tema de tu blog, hiciste bondadosa compañía al caballero de la cornamenta y el patito de goma. Si hubiera sacado un torito de plástico, aquello hubiera sido de una profunda tristeza y una melancolía eterna. Dios le guarde buena vida para sus restos, de verdad, no aceptar la desgracia ajena es compartirla, y en ese aspecto te felicito. Te lo dice uno con un amigo mendigo, Heladio, famoso en el barrio de Alonso Martínez, por sus trabajos a la comunidad, su buen hacer y su innata bondad.

9 de mayo de 2008 4:21  
Blogger leo said...

Genial. Inquietante.
Voy a hacerle una foto a mi patito, por si acaso.

12 de mayo de 2008 3:55  

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