l Blog de Cristina Cerrada

Cristina Cerrada, escritora y profesora de escritura creativa

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jueves 24 de abril de 2008

La última parte


Hace muchos años, cuando la abuela se vino a vivir con nosotros después de enviudar, empezó a decir cosas raras. Lo primero fue lo del tigre. Era una mujer de una pieza, tan sensata. Había pasado una guerra.

--Hija --le dijo a mamá--, no tiene ninguna gracia que hayáis dejado eso en mi habitación.

--¿El qué, madre?

--Eso. El tigre.

--¿El tigre? ¿Qué tigre? ¿Ha dejado la niña sus juguetes otra vez en tu habitación?

--Pero si no es un juguete --replicó la abuela--. Lo que hay en mi cama es un animal de verdad.

--¿Un animal de...

--Se parece a Ulises, pero no es Ulises. Los tigres se parecen a los gatos, pero son bastante menos tranquilos. Y más grandes. Menos Ulises, al abuelo no le hacían gracia los gatos. Y tenía razón, porque luego pasa lo que pasa. Pero a ti y a tu hermana os gustaban tanto, ¿te acuerdas?

--Pero, madre, si a Ulises lo atropelló una moto hace más de treinta años --dijo mamá.

--Cuando a los gatos los dejas de cuidar se vuelven agresivos. No soportan que los ignores. Pueden incluso crecer y crecer hasta convertirse en alfombras peludas con las que siempre tropiezas, y entonces hasta hay que mudarse. Lo de convertirse en tigres no es más que una progresión natural.

Mamá tocó el hombro de la abuela.

--Madre, ¿estás bien?

--Pues, hombre, no me hace ninguna gracia que ese tigre ande merodeando por mi habitación. Si estuviese aquí tu padre...

Él, dijo la abuela, sabría cómo tratarlo. A menudo nos preguntaba si nos acordábamos de él. Sacaba la fotografía del señor con el sombrero y nos la enseñaba.

--El abuelo era como un gato. Tan hermético. Por eso le gustaba tanto a Ulises. ¿Te acuerdas, hija?

--Claro que me acuerdo, madre --decía mamá. Rodeaba a la abuela con sus brazos como si se fuese a romper--. Ulises quería mucho a padre. Pero nosotros también te queremos mucho a ti, ¿verdad que sí, nena?

--Sí --decía yo.

A veces ni siquiera quería entrar en su habitación.

--¡Vaya con el gato rencoroso! --gruñía.

Mamá se empeñaba en hacerla entender. Corría al altillo a por el álbum de fotos.

--Mira, madre, este es Ulises, ¿no te acuerdas? Era un gato, no un tigre.

La abuela sacudía la cabeza.

--Si tu padre estuviera aquí. --Parecía más pequeña, como si de pronto su cuerpo hubiese encogido--. ¿Ahora dónde voy a dormir?

A partir de aquel día, la abuela siguió diciendo cosas raras. Un día dijo que había tenido gemelas. Mamá la miró preocupada. Había alineado mis muñecas en el sofá del salón, desnudas, con los brazos mirando hacia delante, en esa actitud de alegría tensa, con el cabello recortado y peinadas de manera grotesca. Dijo que era la moda de París. Luego les confeccionó nuevos vestidos, las mandó a estudiar. Era como si, de repente, después de haber trabajado y luchado durante toda su vida para sacar a su familia adelante, ahora quisiera volver a empezar.

Una mañana empezó a hablar con el abuelo. Se sentó en el sofá, recostó su cuerpo en el respaldo, y se puso a explicarle lo mucho que había subido la vida... al cojín. Aseguraba que el abuelo se comunicaba con ella a través de ese cojín. Empezó a pasar más tiempo allí. Sentada, con las manos estremecidas en torno a sus agujas de ganchillo, vestida con su bata de medio luto y las zapatillas de franela, le recriminaba cosas al abuelo: ?¡Nunca me llevabas a ningún sitio, qué hombre más cobardón!?

Mamá la dejaba hacer; pero era un cojín, se la veía preocupada. Yo le dije que si la abuela creía que hablaba con el abuelo, pues que la dejara. ¿No era eso como si realmente hablase con él? Ella dijo, no sé, y pasó una hebra rebelde del pelo canoso de la abuela por detrás de su oreja, como si quisiera que se quedase allí.

Creo que el tigre la estuvo visitando hasta el final.

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