l Blog de Cristina Cerrada

Cristina Cerrada, escritora y profesora de escritura creativa

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lunes 19 de mayo de 2008

El fin del mundo



Anoche tuve un sueño. Habían dicho que se acababa el mundo. A las seis. Los americanos habían encontrado vida en Marte y nos íbamos todos para allá. Pero eran las seis de la tarde y el mundo seguía igual, sin acabarse ni nada, y eso que el Rey lo había anunciado por la tele.
Así que allí estaba yo, esperando la llegada del fin del mundo en el Retiro. No sé por qué en el Retiro, así son los sueños. El caso es que hacía un frío de muerte, empezaba a hacerse de noche, y el mundo seguía lo mismo, lo mismo que siempre, sin acabarse ni nada.
A eso de las seis y diez, aburrida, salté del banco dónde había estado esperando el gran acontecimiento y decidí volver a casa. Había aparcado el coche ante la puerta principal: Total, me dije, si el mundo se va a acabar... Pero me habían puesto una multa.
Estaba llegando a casa cuando, cerca de la glorieta de Quevedo, me detuvo un par de agentes de tráfico. Primero el mundo, pensé, que ni se acaba ni nada, después de tanto alboroto. Luego lo de la multa, y ahora esto.
--¿Y ahora qué pasa, agente? --pregunté de mal humor.
El más alto de los dos se acercó y apoyó una garrafa en el capó de mi coche.
--Oiga --dijo--, que nosotros no tenemos la culpa. --Con un movimiento de barbilla apuntó al bidón--. Maldita gracia me hace a mí tener que cargar con el Cantábrico.
--¿El Cantábrico? --pregunté.
--Lo que me ha tocado.
El otro agente llevaba un saco de arpillera cuyo interior no dejaba de agitarse
--Y qué dice usted de los Mihura que me han encasquetado a mí. Menuda noche me espera con la ganadería al completo campando por mi casa.
Les miré a los dos con perplejidad.
--¿Y a usted qué? --me preguntaron--. ¿Qué le ha tocado a usted?
--¿A mí?
Se miraron y sonrieron, como si supieran algo que yo desconocía.
--¿A que va a ser esta? --dijo al otro el que cargaba con el bidón--. A ver, ¿dónde está lo suyo?
--¿Lo mío? --pregunté.
--Lo que tenía usted que haberse llevado para Marte.
--¿Para Marte?
Los dos agentes se miraron y volvieron a sonreír. El de los Mihura dijo:
--Anda que... mujer tenía que ser.
--Oiga... --protesté.
--¿Pero es que no fue usted a recoger su paquete?
--¿Qué paquete?
--¡Qué paquete, qué paquete! Pues el que le tocó en el sorteo.
¿Un sorteo? ¿De qué estaban hablando? El de los Mihura sacó su porra y la empuñó contra mí.
--¿Es que se cree que nosotros cargamos con esto por gusto?
--¿Pero es que no ve la tele, mujer? ¿No lee los periódicos, no pone la radio? ¿No se ha enterado de que hoy se acababa el mundo y a cada uno nos tocaba llevar algo importante para Marte?
--¿No se da cuenta que allí no hay de nada?
Era un sueño, claro. Tenía que serlo.
--Pues no --contesté. Y me dispuse a marcharme.
Pero entonces, al agente que sujetaba el saco se le escapó de las manos. Uno de los Mihuras salió pegando bufidos, le dio una cornada a la garrafa que contenía el Cantábrico, la cual cayó al suelo y se rompió. En un momento, todo quedó inundado. El mar llenó la glorieta de Quevedo y bajó por Fuencarral arrastrándolo todo a su paso. Los agentes intentaron meterse en mi coche, pero sólo el de los Mihuras lo logró. Una ola gigante que llegó por Eloy Gonzalo se llevó al otro. Atónitos, vimos cómo el océano se tragaba al hombre que lo había estado custodiando en su bidón, mientras los Mihura, en medio de grandes ovaciones, abandonaban Quevedo por la calle de San Bernardo y bajaban hacia Plaza de España en formación de dos.
--¿Es que no va a hacer nada? --le pregunté al agente.
--¿Y qué quiere que haga? --contestó--. Además, la culpa de lo del fin del mundo la tiene usted. Por su culpa no se ha acabado. Si hubiera recogido su paquete.
Salió del coche dando un portazo, y se subió a un autobús que pasó flotando como una galera a la deriva.
¿Qué significaba todo aquello? ¿A qué paquete se referían? Como la lógica de los sueños es así, en ese instante vi pasar a Aznar dentro de una botella de vino. Desperté sobresaltada. Decidí ir a buscar el paquete, lo que fuese que tuvieran para mí, y abrirlo de una vez. ¿Y si de verdad había sido todo culpa mía?
Aunque era tarde, el palacio de Comunicaciones estaba abierto. En la ventanilla, un hombre adormilado depositó una cajita pequeña sobre el mostrador.
--Anda, que menuda la ha liado usted --dijo sacudiendo la cabeza.
Me encogí de hombros. Afuera, el mar estaba en calma. Era hermoso. Entré en el coche y conecté la radio. El dúo de las flores empezó a sonar. Era un paquete demasiado pequeño, pensé. ¿Cómo iba a caber algo importante allí? Y si lo abría ahora, ¿sería posible que se acabase el mundo, así, sin más?
Lo empecé a desenvolver.
Una serie de cajitas cada vez más pequeñas empezaron a salir del interior. Pronto, no quedó más que una especie de piñón. Lo abrí. Y dentro... dentro. No había nada.
--¡Yo no aguanto este sindios! --exclamé.
Pero entonces, de repente, la solución apareció claramente en mi cabeza.
--¡Claro! --me dije--. El mundo no se acaba por nada.
Aquella minúscula vaina contenía lo más importante: Nada.
--¡Nada es lo más importante!
Y el mundo, eso es, no podía acabarse por tan poca cosa.

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