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sábado, noviembre 17, 2007

Cortázar nuevamente

11.11.07 - JOSÉ MANUEL MARTÍNEZ CANO (laverdad.es)

París es en esta época del año algo así como una fotografía color sepia del álbum de la memoria literaria trasnochada, donde desde todos los ángulos sus luces quieren ser captadas y hallar su acoplamiento en el cuaderno de campo de cualquier escritor del mundo que busca en su callejero el imaginario que les dé tablas y autoría a sus personajes. París no es ahora precisamente una fiesta, como titulara Hemingway su célebre libro, que en este incipiente otoño, tan tópico con sus hojas caídas y Sena tristón y gris, acelera huelgas e indaga en prensa amarilla los deslices sentimentales de los Sarkozy. Pero uno, también en café tópicamente parisino, lee en un suplemento literario de un diario español -Babelia, El País- que un relato inédito de Julio Cortázar Ciao, Verona ve la luz tres décadas después por esas cosas tan raras de los herederos, en este caso la viuda y albacea Aurora Bernárdez, que tuvo a bien hacérselo llegar a Carmen Balcells cuando sus obras completas ya estaban editadas (Galaxia Gutemberg. Círculo de Lectores) e incluía, in extremis, un cuento inédito, Bix Beiderbecke. De cualquier forma, y a pesar de quedar descatalogado de momento, fue gratificante desayunar en París con cuento inédito y netamente cortazariano en un café de la Rue Reaumur, un lugar fetiche en su Rayuela particular, café en el que sus protagonistas comienzan la aventura del desamor.


El cuento que leemos ahora, Ciao, Verona, es de una composición magnífica, epistolar, intimista, que tal vez debiera haberse incluido en Alguien que anda por ahí, pero eso es lo de menos, la gran suerte ha sido rescatar una nueva pieza maestra de Cortázar a la que tal vez Antonioni, como ya hiciera en otra ocasión, le hubiese puesto rostro a las palabras. También la sorpresa de comprar un periódico español y encontrarte con el gran Julio en centrales, en fotos excepcionales, esas que tanto enamoraron a La Maga cuando se exiliaba del libro y se encontraba con Julio por las callejas del barrio Latino y los puentes del Sena. Julio Cortázar, abrigo de espiguilla, hoy tan de moda, y jersey existencialista, en el café de Cluny o en el Flore, tal vez La Closerie, que más da. Ya se sabe que París es una cuestión de cafés y de gatos errantes. Este cuento que leemos ahora y con el que yo deambulo por bulevares y plazas, periódico doblado bajo el brazo, me trae a la memoria ese bestiario tan particular del escritor belga-argentino que fue uno de los pioneros del boom literario hispanoamericano en París. También me acompaña un librito que traje para leer en las largas travesías del metro y autobús y que a Julio Cortázar le hubiera gustado. Se trata de un libro fábula, El niño del pijama de rayas, que acabé cuando esbozaba esta columna y me contagió con el frío de la mañana; la mirada inocente de un niño que ve Auschwitz como una idílica campiña, la pesadilla de una verja y una amistad prohibida. Una denuncia en clave de metáfora de la mayor tragedia de la historia reciente y que bien podría haberse alineado en la borgeana Historia universal de la infamia.

Estas cosas traen esos momentos que infunden tristeza a la vez que desolación. El librito, ya acabado, también se sobresalta con la buena literatura que hoy nos hemos encontrado, casi de regalo y sin esperarlo. Se revive un poco el París de Rayuela, aunque el cuento hable de Ginebra, Verona y otras ciudades, pero la sombra de su autor siempre es inseparable a París, creo que es el escritor que mejor la entiende, explica y narra, algo así como estar casado con ella. Él mismo escribió: «Las ciudades son siempre mujeres para mí. Mi relación con ellas ha sido siempre la de un hombre con una mujer.» Y en este romance de piedras, hormigón, metales, plomadas invisibles que descubren los caminos de lo infinitamente pequeño a lo infinitamente grande, el tragaluz de una lejana educación sentimental, especie de efecto involuntario del recuerdo, alertan con sus rasgos las facciones y la música callada de tantos lugares como instantes mágicos. He creído estar en el París de La Maga, de Oliveira, tan excelentemente retratado por Héctor Zamplagione en libro que siempre llevo conmigo cuando visito la ciudad, amante que como un bálsamo de muerte ronda y sigue los pasos de su autor, cuando todo es silencio y la escritura matemática y sabia de la naturaleza nos desvela nuestras identidades proscritas. Ya no es el París de Cortázar, Vallejo y tantos ilustres huéspedes que hicieron de la ciudad personaje de carne y hueso en sus novelas y poemas. Ya no existe el lado de acá ni de allá -los cortazarianos me entenderán-. Ahora son las prisas impuestas por Sarkozy las que neutralizan el tempo lento que la literatura precisa. Se trata de un París postsesentayochista, mestizo y multicultural, con suburbios reivindicativos y existencialistas xenófobos, aunque algunos cronopios y famas de los que todavía quedan nos adentran en los paraísos de la imaginación y la realidad, como ese hermoso cuento que se ha rescatado al posible olvido y al infinito. En Montparnasse, de donde no ando muy lejos, puede leerse en la tumba de Cortázar: « empezar a caminar, caminar solo, hasta la esquina, la esquina sola ».

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