La mayoría de los libros llevan su dedicatoria, esas pocas palabras con las que el autor expresa su deseo personal de dedicar su obra a una o varias personas. A veces solo se indica el nombre; en otras, se acompaña de una razón; en ocasiones, encierran mensajes o llaman la atención por salirse de lo común. De la que os queremos hablar hoy, cuenta con casi dos siglos de existencia y fue firmada por Aloysius Bertrand para las primeras páginas de su único libro Gaspard de la Nuit.

Bertrand sería, recordando las palabras de Baudelaire, un poeta maldito. A pesar de su talento, no obtuvo reconocimiento en vida, salvo el de algunos contemporáneos que vieron en él una nueva y poderosa voz a punto de nacer, aunque solo quedó en un eterno intento. Nació en Italia en 1807 y con solo ocho años se mudó con su familia a Dijon, único lugar en el mundo en el que siempre se sintió a gusto. Tras terminar sus estudios, Charles Brugnot le abrió las puertas del periódico Le Provincial, en el que comenzó a colaborar con pequeños poemas que él mismo denominaba bambochades, en honor al pintor francés Pierre Van Naer, el Bamboche, y baladas dedicadas a diversos autores, entre los que se encontraba Victor Hugo.

Victor Hugo solo tenía cinco años más que Bertrand, pero para entonces ya contaba con tres poemarios publicados, acababa de estrenar su segunda obra teatral y se encontraba corrigiendo su próxima novela El último día de un condenado a muerte. Desconociendo el camino por el que las palabras de Bertrand llegaron hasta Victor Hugo, existe una carta en el que el segundo agradece al primero la «deliciosa balada que me dedicó en tan graciosos y gentiles términos», y añade que es «imposible poseer en más alto grado los secretos de la forma y de la ejecución». Aquel podría haber sido el inicio de una hermosa amistad entre dos autores de éxito, si Bertrand no hubiera ido tan despacio.

Es más que posible que los dos  coincidieran, e incluso compartieran más que algunas impresiones, poco tiempo después, cuando Le Provincial cerró y Bertrand decidió mudarse a París, pero la poca suerte a la hora de encontrar un empleo y sus sentimientos de vergüenza y orgullo al andar tan necesitado, provocaron que renunciase al sueño de la capital y volviese a su querida Dijon, donde siguió colaborando con algunos periódicos locales. Bien podría haber reunido e intentado publicar toda aquella producción, pero su obsesión por la corrección perpetua le llevaba a no dar ningún verso por bueno ni terminado. Tal fue la historia del Gaspard de la Nuit.

De vuelta a París, con todos sus amigos de Dijon convencidos de que dejaban marchar a un futuro gran novelista, y con el beneplácito de parte de la escena literaria parisina, Bertrand mantuvo a su entorno a la espera, mientras no paraba de modificar sin descanso su pequeña obra y se entretenía con cualquier distracción que pasara por delante. Aún así, consiguió editor. El manuscrito cayó en manos de Eugène Renduel y este se ofreció a imprimirlo de inmediato, pero Bertrand no estaba del todo convencido y solicitó darle unas vueltas más al libro. Y así pasaron días, semanas, años. Y mientras Victor Hugo ya era el autor de Nuestra señora de París, de Claudio Gueux y de varias obras de teatro y poemarios más, Bertrand incluso daba por escrito las instrucciones al cajista.

Y entonces el tiempo de Bertrand se agotó. Ingresó en el hospital sin avisar a ninguno de sus amigos y murió de tuberculosis con solo el escultor David d’Angers de testigo. Pero su libro seguía ahí, a la espera de ser publicado, y con una dedicatoria que destaca por su originalidad e intencionalidad. El libro, para los que hasta ahora no lo han sospechado, fue dedicado a Victor Hugo. Y además de elogiar su obra, incluye este revelador párrafo:

«Entonces, si a algún bibliófilo se le ocurre exhumar esta obra enmohecida y carcomida, leerá tu nombre ilustre en la primera página, que no habrá salvado al mío del olvido».

Puede que Bertrand fuera consciente de que el tiempo le había ganado la batalla, que había perdido multitud de oportunidades para brillar y qué mejor manera de pasar a la eternidad que bajo la estela del gran dramaturgo de su época.

David d’Angers le quitó a Renduel el manuscrito y publicó Gaspard de la Nuit con más pena que gloria y plagada de errores. Se vendieron veinte ejemplares y el mundo olvidó a Bertrand hasta que Baudelaire, veintisiete años después, aludió a la obra como su gran fuente de inspiración para escribir El spleen de París, y entonces el mundo se dio cuenta de que Bertrand no solo era un buen poeta, sino que había sido el primero en introducir el poema en prosa. Este redescubrimiento, sumado a que unos años más tarde Maurice Ravel compuso la suite Gaspard de la Nuit a partir de tres poemas de la obra homónima, terminó de consagrar al autor póstumamente.

Hoy en día se habla poco de él, casi solo amantes de la poesía y eruditos le nombran. Pero Bertrand fue listo en su dedicatoria. Podía comprender, aunque no aceptar, que su obra finalmente acabase en el olvido, pero nombrando a uno de los grandes autores de las letras francesas en su prólogo, se guardaba un as en la manga: nos invitaba a descubrirlo en cada ocasión que, con devoción y análisis, cualquiera que revisase a fondo la vida y trayectoria de Victor Hugo, podía acabar de algún modo con un ejemplar de Gaspard de la Nuit entre sus manos, y quizás incluso leerlo, desempolvando cada vez que sucediera la coincidencia los años de aplazamiento.

Durante su vida, Aloysius Bertrand hizo esperar a todos. En su muerte, él es el que espera a que los lectores vayan encontrándose, no importan los años, de casualidad con su obra, jugando así con el eterno retorno.

 

 

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