El lunes 16 de marzo, consciente de la recién estrenada cuarentena, decidí no salir de casa. Hacía unos días que había vuelto de Tenerife y tenia trabajos pendientes. Jubilado desde hace unos años, decidí aceptar peritajes judiciales con dos condiciones: la primera, que solo lo haría defendiendo a trabajadores, y la segunda, que mi trabajo sería gratuito.

Cuando me encontraba absorto en un tema importante contra Televisión Española por posibles cánceres profesionales debidos al amianto, llamaron insistentemente a mi puerta. Por supuesto fui a abrir y me encontré a una pareja de policías nacionales que preguntaron por mí, indicándome que les mostrase mi documento de identidad. No recuerdo exactamente lo que pasó por mi cabeza, pero como estaba pendiente de una citación como perito-testigo en varios asuntos judiciales, su presencia no me extrañó.

─Queda usted detenido ─me dijeron tras comprobar mi DNI.

─¿Cómo dicen?─ conteste extrañado─. ¡Enséñenme algún documento, algo para saber qué he hecho!

Efectivamente, tenían una orden de detención de un juzgado penal de Madrid, en la que no se especificaba más que un número de expediente y que se había dictado una providencia por la que se ordenaba mi detención. Inmediatamente, el que llevaba la voz cantante, me ordenó «¡Manos atrás!», y me colocó las esposas.

─Por favor, dejen que llame a un abogado, ¡tengo mis derechos! ─grité.

─No se preocupe. Ya podrá hacer uso de ellos cuando lleguemos a comisaría. Vámonos, que esto empieza a ser un espectáculo ─dijo uno de ellos al ver que los vecinos empezaban a arremolinarse en la escalera.

Siempre he pensado que mis vecinos y la gente que me conoce tienen en general un buen concepto de mí. Funcionario con un puesto de responsabilidad, colaborador con todo lo que me ha correspondido, amable y siempre intentando ayudar. Lógicamente, al verme salir esposado, su opinión sobre mí cambió radicalmente.

Me introdujeron en el coche patrulla, aún sigo pensando que no me ayudaron a bajar la cabeza como sale siempre en las películas. Eso sí, encendieron las luces y la sirena y, ante la estupefacción de todas las personas allí congregadas, salimos a toda velocidad.

─¿Adónde vamos? ─pregunté cada vez mas acojonado.

─A comisaría ─contestaron con una sequedad que me cortó la respiración.

Llegamos a comisaría, me vaciaron los bolsillos, metieron todo en una bolsa, firmé un papel, me tomaron las huellas en una pantalla informatizada  y me llevaron a una pequeña celda donde se encontraban otras seis personas.

Ninguno de ellos se parecía a mí, todo lo contrario. «Estos sí son carne de prisión y no yo», pensé. Después de pasar un buen rato de pie, me pude sentar en el sucio suelo. Cerré los ojos. Aquello no podía ser posible. Qué coño pintaba yo allí. Me parecía que me iba a volver loco dándole vueltas y mas vueltas, sin encontrar el porqué de mi situación, sin encontrar una pista, una respuesta. Llegué a la conclusión de que posiblemente fuera por mi trabajo, aunque siempre he sido muy escrupuloso con cumplir y hacer cumplir la ley.

Unas horas más tarde me llamaron. Me costó trabajo levantarme, otra vez la parafernalia de las esposas. Subí a un despacho donde un policía uniformado me leyó mis derechos y me preguntó que si renunciaba a ellos, a lo que le contesté que no renunciaba a nada. Entonces me dejó efectuar una llamada. Le pedí mi móvil para buscar los números de abogados amigos, pero a esas horas ninguno me contestó. Iba a llamar a mis hijos, pero me lo pensé dos veces. ¿Para qué? ¿Para darles un disgusto y que no pudiesen hacer nada? Volví a preguntar por los motivos de mi encarcelación y me volvieron a contestar que ese no era su cometido, que ya me lo diría el juez.

Se me acabaron mis posibilidades de llamadas y me devolvieron a la celda. Olía mal. Uno de mis compañeros había devuelto todo el alcohol de Madrid, otro no podía contener la tos y repartía esputos por todo el suelo de la celda, los demás dormitaban esperando su turno. Al cabo de un rato nos ofrecieron unos bocadillos y una botella de agua. Cogí mi botella y le di mi bocadillo a un joven que devoraba el suyo.

A las tres de la madrugada me sacaron de la celda con otros tres presos y me metieron en un furgón policial. Esposados y con las luces y las sirenas encendidos, hicimos un largo viaje. Me pareció que recorríamos todo Madrid. Por los bamboleos se notaba que íbamos a toda velocidad. Al final llegamos a otras dependencias policiales, pasillos y pasillos oscuros sin nadie, para acabar en otra celda, esta más grande, con más de cien detenidos. Nos quitaron las esposas y nos dijeron que nos buscásemos un sitio para dormir. Me tocó suelo. El acojono era tan grande que me hice un ovillo y cerré los ojos. La noche fue horrible entre los borrachos, las toses tabáquicas  y los que tenían el mono, unido a un sentimiento de miedo que en mi vida había tenido. No pude dormir.

Muy pronto, sobre las siete de la mañana, cuando empezaba a amanecer, me volvieron a llamar y, junto a otros siete reclusos, volví al furgón policial. Esta vez fuimos más despacio y sin sirenas. Cuando salimos de él, vi que estábamos en la Plaza de Castilla y entendí que el final estaba más cerca.

Otra celda, esta más limpia y con menos personas. No éramos más de quince. Todo estaba más tranquilo, aunque había un par de compañeros que parecía que iban a echar los pulmones de las toses tan fuertes y secas que sufrían. Poco a poco nos fueron llamando de uno en uno, y el hecho de que ninguno volviera después me hizo pensar que aquello era buena señal.

Me tocó el último. A las dos de la tarde me subieron a las oficinas del juzgado, me quitaron las esposas y me sentaron delante de una funcionaria. Después de comprobar mi documento de identidad, buscó en una carpeta que ponía mi nombre y me dijo:

─Hace tres años usted tuvo un problema de circulación y dio positivo en alcoholemia.

─Efectivamente ─contesté─. Un coche me dio un pequeño golpe por detrás. Precisamente fui yo quien llamó al 112, nos hicieron el control de alcoholemia y di positivo. Días después tuve un juicio rápido y salí indemne. La culpa fue del otro conductor y mi prueba de alcoholemia se declaró nula.

─Tiene usted razón ─dijo mirando mi expediente─, pero no le quitaron la sanción económica que el juez decretó en 400 euros. Se lo han comunicado tres veces y usted no ha satisfecho la cantidad adeudada.

─No tengo ni idea de lo que me está hablando, yo nunca he recibido nada de ninguna sanción, solo sé que salí libre.

─Mire ─me cortó─, no voy a discutir con usted. Son las dos y media y yo, en un cuarto de hora, me voy a mi casa. Tenemos dos posibilidades. La primera, que usted se niegue a realizar el pago y vuelva a la celda hasta que mañana le toque el turno en sala, o bien, guarda este documento y me asegura que en los próximos días va a efectuar el pago. Si es así, coja sus cosas, compruebe que está todo bien y váyase.

─¿Así de fácil? ¿Quiere decir que me han hecho pasar por varios infiernos por no haber pagado 400 euros de una sanción que desconocía?

─Así de fácil. 442 euros para ser exactos, y le repito que los pague lo antes posible. Tiene que hacer un ingreso en la cuenta corriente que se le indica en el requerimiento y, si es tan amable, adjúnteme un email con copia del ingreso, para así proceder a la anulación de la orden de detención que rige contra usted.

─Muchas gracias, señorita. Le aseguro que mañana seré el primer cliente del Banco Santander.

Cogí un taxi y me fui a casa. Nunca me he dado una ducha tan intensa. Froté todo mi cuerpo hasta que no pude más, y me lavé el pelo unas cinco veces. Una vez seco, sin comer, me metí en la cama.

A las ocho de la mañana siguiente, me despertó el sonido de la alarma del móvil. Devoré el desayuno y, aunque ya estábamos en cuarentena, fui al banco y, después de esperar una pequeña cola en la calle, pagué la sanción y me hicieron el favor de mandar el email al juzgado.

Tres días después empecé con las toses. A los cinco días tenia fiebre. A los siete me dolía el pecho. A los diez ya no podía con mi cuerpo. Llamé al teléfono de atención sanitaria y me dijeron que tomase Paracetamol. Sintiéndome cada día peor, volví a llamar varias veces. Algunas no me contestaron, otras me dijeron que no me podían ingresar porque estaban saturados. Me preguntaron si había tenido relación o había estado cerca de algún contagiado y les conté mi historia. Durante otros cinco días no pude moverme, me dolía todo, en especial los pulmones cuando tosía, sentí morirme, hasta que una mañana me encontré algo mejor y pude desayunar.

Poco a poco he ido mejorando, aunque todavía tengo unos fuertes dolores musculares totalmente aleatorios. Dos meses después del inicio de los síntomas, aún estoy esperando que alguien me llame, aunque solo sea para preguntar si sigo vivo.

Joaquín Ortega. Madrid, España