Todo fue idea de Serge Doubrovsky, y por eso comenzamos con él. Y es que fue él el que, para referirse al contenido de su para entonces última novela Fils, tuvo la ocurrencia de decir que se trataba de una «ficción de acontecimientos y de hechos estrictamente reales» o, en otras palabras, una autoficción. Y mientras el mundo literario se ponía de acuerdo en si aceptar el oxímoron o no, un gran número de autores comenzaba a sumar páginas que narraban unos hechos que se presentaban como verdaderos sin garantías de que en efecto fuesen ciertos.

Por entonces los géneros autobiográficos estaban en auge y ya algunos comenzaban a hablar del agotamiento de la novela, por lo que la autoficción surgió como el gran soplo de aire fresco de comienzos de este siglo. J. M. Coetzee, Paul Auster, Bret Easton Ellis, Patrick Modiano, Enrique Vila-Matas, Elvira Lindo, Javier Marías, Javier Cercas, entre muchísimos otros, adoptaron el papel de narrador y de personaje en una nueva literatura del yo. Y entre todos ellos, en nuestro país han destacado dos de sus abonados.

El primero, Emmanuel Carrère. Gran parte de la obra literaria del escritor francés está inspirada en su experiencia vital, en su percepción del mundo y de su entorno, y en su vida en general. En su intención de dar forma a lo vivido, ha publicado obras como El adversario, De vidas ajenas, Una novela rusa y El reino, en las que, como destacó el jurado del premio FIL 2017, «lo autobiográfico adquiere una dimensión crítica que le permite pintarse sin concesiones y explorar arriesgadamente zonas de sombra de la condición contemporánea».

El segundo, Karl Ove Knausgård, que prolongó la autoexploración hasta más de 10 años durante los cuales escribió más de 3.500 páginas repartidas en seis libros. Mi lucha es para Knausgård un ejercicio de exposición brutal, que comienza con la muerte del padre y que se extiende hasta llegar a comentar, en los últimos libros, la publicación de los primeros. Hoy en día el noruego admite que su ritmo frenético a la hora de escribir se trató más de una exploración artística que de verdadera narrativa.

Meter en un mismo saco llamado novela lo real y lo ficticio y aprovecharse de la persona de carne y hueso para hacer con ella literatura, no es solo una corriente ya impuesta con grandes obras a su espalda, sino una manera valiente de abordar la escritura: uno mismo debe exponerse, y a la vez exponer a los otros. Knausgård admitió que sentía que había hecho un pacto con el diablo al haber alcanzado tantísimo éxito a costa de perder la relación con familiares y amigos; Carrère tuvo que modificar partes de su última novela Yoga a petición de su exmujer, que lo calificó de mentiroso y aprovechado. Y sin embargo ninguno de ellos reniega de las satisfacciones que les ha proporcionado la exhibición de un mundo para nada imaginario que les ha permitido dejar sus fantasmas por escrito.

La autoficción sigue aquí, con sus mentiras y sus verdades, rompiendo el pacto con el lector y revolviendo en su silla a todos los personajes, salvo al protagonista, que sabe que siendo un observador de sí mismo es capaz de crear un escenario de máxima expresión individual, desplazando a veces el debate sobre la calidad literaria hacia lo apropiado o no de contar lo que uno quiere contar de sí mismo y de lo que le rodea.

Como dijo el autor francés, «Entiendo lo complicado que es para una persona real salir en un libro, pero también no salir en él».

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