Necesito despertarme cuando todavía es de noche. Aunque mi turno en el hospital no empiece hasta dentro de tres horas. Abro la ventana y el aire circula fresco por la habitación. La pesadilla sigue todavía girando en la mente, a todo color. Por unos segundos no recuerdo quién soy. Soy una enfermera llena de cicatrices. Eso me digo. Los pies descalzos se aferran a la madera del suelo mientras caminan. Las vetas rugosas se clavan en los dedos. Siento frío. Me gusta. Tirito y busco algo con lo que cubrirme mientras el silencio llena la casa. Echo un último vistazo a nuestro dormitorio. La niña duerme. Su padre la rodea con el brazo y la imagen es como un cuadro de Vermeer. Los dos deslumbran recortados por la luz de la lámpara infantil. Busco las tablas que no crujen al pisarse y salgo del cuarto. Fuera y en la oscuridad. Esa soy yo. A solas. Me visto a oscuras y voy al baño. Al encender la luz, hay una mujer que aparece al otro lado del espejo. Es como yo, o lo intenta. Quiere sonreír, pero las comisuras no se elevan. Hay más arrugas en la frente. Los ojos parecen hundidos, ahora son casi negros. Me llevo la mano a la cara y ahí está. Es como si estuviera haciéndose transparente. Apago la luz y me la lavo. El resto del tiempo lo paso sentada en una silla, en la cocina. Con la ventana abierta y los ojos cerrados. Escuchando a los perros de los vecinos, que ladran sin parar. Miro el reloj de vez en cuando para que no se haga tarde. Hay que llegar con tiempo suficiente para relevar la guardia. Pero nunca se hace tarde. Todo transcurre de la misma manera. Con los mismos pasos. Al levantarme de la silla, el suelo comienza a mecerse. Siguen unas corrientes subterráneas que me hacen ladear el cuerpo para conservar el equilibrio. Me pongo la mascarilla y los guantes y salgo a la calle.
El sendero se ha llenado de malas hierbas que crecen hasta más allá de la rodilla. Huele a un olor dulzón que se cuela por detrás de la mascarilla. Los árboles han permitido que sus ramas se inclinen creando un pasillo rugoso. Paso por él rodeada de cantos de pájaros estridentes. Siento el roce de un corredor que pasa a mi lado jadeando. La cara brilla de sudor. Intento apartarme, pero choca contra mi hombro. El suelo vuelve a oscilar y escucho cómo la corriente que hay bajo el suelo me lleva de nuevo al camino. Los rosales de la última casa del sendero son de un rojo imposible. Ese rojo retumba contra la pared de ladrillo. Quiero atravesar mi mano con sus espinas para que llegue a mí su color. En el bolsillo de mi chaqueta, la mano ha encontrado una moneda. La palpo sin sacarla. Se pega a la palma. Noto el relieve de una cara impresa en ella. Hace meses que no utilizo ninguna moneda.
Después del aseo, mi paciente intenta recolocarse en la cama. Es un hombre en la cincuentena. Sobrado de kilos y con un tatuaje desvaído en el brazo. Arrastra el cuerpo, pero sus músculos no responden. Vuelvo a colocar la almohada debajo de su cabeza. Mueve los labios para decir algo, pero no sale ninguna voz. Hay una cánula en su cuello que ahora se encarga de llevar el aire a sus pulmones. Tose. Pero el pecho apenas consigue elevarse. Mueve los labios. Tras varios intentos, consigo leerlos. Me pregunta qué día es hoy. Se lo digo y abre mucho los ojos. Han transcurrido dos meses desde que llegó al hospital. La verdad viaja con el suero a través de sus venas y llega al cerebro en una sinopsis que golpea sin remedio. Las manos se mueven en el aire, tiemblan, se aferran a las barandillas. Mis pies sienten la marea que rodea la cama. Estamos barados. Mi paciente y yo. Remamos en la barca de Caronte. Agarra mi mano cubierta de nitrilo y me pregunta si va a curarse. Acerco mi cara cubierta por la pantalla a la suya para que pueda oírme: «Ya lo estás haciendo». Le pregunto si quiere que llamemos a su familia. «Es una videollamada», explico. «Podrán verte». Mueve los ojos mirando el techo y las paredes verdes y vuelve a mí. Niega con la cabeza y de nuevo leo sus labios con claridad: «No quiero que me vean. Así, no». Me retiro la bata y los guantes antes de salir de la habitación. Algo choca con las tijeras que guardo en el bolsillo. Meto la mano y la moneda está ahí. La palpo sin sacarla. Las aguas parecen en calma.
Acaba de llegar, pero ya sabe lo que le espera. Lo ha visto en la televisión. Cuando alguien tiene la enfermedad y llega a la UCI, es por algo. Está sentado en la cama. Intento ayudarle para que se tumbe, pero lucha por seguir así. Se ahoga. Es joven. Los músculos se marcan en tensión por controlar el aire que llega a su interior. Inspirar y espirar. Agarro sus hombros, pero el sudor hace que mis manos se escurran. No cesa de entrar gente en la habitación cubiertos de arriba abajo por equipos de protección. Jadeo, hace calor. Intento inclinarle de nuevo. Oigo, entre las voces que piden material de intubación, la suya: «Diles… diles… diles». Inspiración corta. Sus labios están azulados y las pupilas han comenzado a dilatarse. Las alarmas no paran de pitar. El cuerpo que lucha se eleva una vez más de la cama y se agarra a mi bata: «Diles que…» Alguien pone en mi mano unas jeringas cargadas de olvido. Me apresuro. Lo necesita. Yo también. La amnesia llega para cerrar el tiempo. He pulsado el interruptor. El joven se ha subido a la barca y los remos se mueven siguiendo una corriente vieja y profunda. La moneda tintinea alegre dentro de mi pijama. Subo la cabeza y miro por la ventana. Veo cómo las ramas de bambú se doblan bajo el viento. Me sorprendo de que el cielo no tenga una sola nube. Solo hay azul.
Hay que llamar a la familia. Debo hacerlo, me digo. Puedo hacerlo. Pero hoy no. Sin embargo, ya no hay tiempo para él. Agarro el teléfono y marco el número. Meto la mano en el bolsillo. Necesito aferrarme a algo. Encuentro la moneda. Ahí está para mí. Alguien responde con un «¿Dígame?» Es una voz de mujer joven. Puede que como yo. «Le llamo desde el Hospital Universitario». La voz guarda silencio. Pero los sollozos que intenta acallar, llegan al otro lado de la línea. Lo sabe. «¿Es usted familiar de…?» Mis pies se mueven en la barca con seguridad. Manejando el remo. Guiando el viaje. El llanto llega acompañado de gritos y lamentos que se multiplican en dos, tres voces distintas. Yo separo el teléfono de mi oído y lo dejo caer sobre la mesa. Alguien lo coge y continúa hablando. No puedo ver nada. Me acurruco en la barca y saco la moneda. Alguien tiene que pagar al barquero.
Me descalzo ante la puerta de mi casa. El felpudo de la entrada me araña los pies y me ancla al suelo. Traspaso la frontera en silencio. Al cerrar la puerta, me desnudo y vuelvo a lavarme de arriba abajo. El agua quema. El jabón sabe amargo en mi boca. Al mirarme al espejo, la mujer de ojos negros sonríe. Me da la bienvenida a casa. Acerco la mano al espejo para tocarla. Ha esperado con paciencia mi regreso. Sigo descalza. Hay una voz suave que me llama desde el piso de arriba. «Mamá». Subo los escalones. Los pies se mueven blandos porque la barca no para de moverse. Veo las gotas de agua mojando mi piel. El agua está anegando el bote. La mujer del espejo lo sabe. Soy, soy, soy…
Ana María Medina Reina. Getafe (Madrid), España