Desde el día que tuve mi primera reunión como tutor de Marcos Dosantos, supe que terminaría presentando un libro suyo. Era fácil de ver. Tenía el entusiasmo, la fe a sí debida, y una enorme capacidad de trabajo. Tenía también una prosa que agotaría la paciencia del mismísimo Job, si Job hubiese tenido que ser el tutor de sus textos.
Cuando empezamos a trabajar, todo lo que me entregaba parecían puzles hechos con piezas de otros puzles. De otros puzles muy distintos. Las piezas ni siquiera eran del mismo tamaño. Todo estaba escrito a gritos, su prosa era hiperbólica pero íntima, parecía atribulada, pero no, era como si estuviese asustada pero no tuviese miedo. Era un caos fascinante. Todo parecía sacudido por una misma fuerza. La perspectiva había sido absorbida por la emoción, y todos sus textos tenían esa cualidad de las obras que nacen de la duda sin otro rumbo que la incertidumbre. Dosantos tenía esa fe en las palabras de los grandes escritores cuando descubren que las palabras no sirven para nombrar las cosas, sino para construirlas. Y Marcos no paraba de construir, y todo estaba vivo, y latente, alzándose a cada paso, a punto de derrumbarse a cada palabra.
Y con eso nos pusimos a trabajar. Recuerdo que trabajamos mucho. Trabajamos todo el día. Por la mañana poníamos una coma y por la tarde la quitábamos. Lo que quiero decir es que lo pasamos muy bien, nunca estábamos de acuerdo y fue muy divertido. Y aunque yo sé que él me escuchaba atentamente —apuntaba las cosas como si fuera un espía— creo que nunca me hizo ni caso. En cuanto aprehendía una regla, se la saltaba. Marcos era muy desobediente, y hay que tener mucha fe para ser un desobediente irreductible.
Yo hice lo que pude, y aunque no recuerdo que concluyésemos nada, los dos descubrimos algunas cosas. El curso terminó y dejamos de trabajar juntos. Después supe que había ganado algunos concursos de poesía y algunos premios de relato. De vez en cuando, buscando cualquier otra cosa entre mis cuadernos de clase, he encontrado muchas veces páginas llenas de borrones, con notas a pie de pagina y flechas que envuelven una frase para moverla de un párrafo.
Unos meses más tarde, Marcos me llamó: «En quince días publican mi libro. Tienes que leerlo. Reconocerás muchas cosas. Hay mucho de lo que hicimos juntos», me dijo. «Se titula Cuadernos del Subtrópico Norte».
Cómo no.
Marcos Dosantos.
No soy muy fan del título pero me encanta esa gran cualidad suya. Le bastan cuatro palabra para construir una frase que se divide por la mitad y se dirige a direcciones opuestas.
Leí el libro. Es bueno. Es raro. Está escrito a gritos. Tiene cuentos magníficos, tiene algunos poemas muy breves y muy buenos. Estamos ante un autor que sabe muy bien lo que hace, y que coquetea con el lector de una manera descarada, casi obscena, íntima y familiar. Cuadernos del Subtrópico Norte es un ataque cariñoso, o una caricia despiadada a nuestra forma de leer. Es un libro inteligente, trabaja la simultaneidad de una manera tan efectiva y poderosa que puede ser gracioso y trágico a la vez, en la misma frase. Es un libro muy inteligente.
Uno sale de sus cuentos como el niño que baja dando tumbos de una atracción de feria.
Eduardo Vilas
Director de Hotel Kafka