Julio Cortázar: octubre 2006 - Hotel Kafka - Cursos

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sábado, octubre 28, 2006

Casa tomada

Julio Cortázar


Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la mas ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y como nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejo casarnos. Irene rechazo dos pretendientes sin mayor motivo, a mi se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No se porque tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mi, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina. Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mi se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte mas retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte mas retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo mas estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble como se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venia impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tire contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mi me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa mas de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerza, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba mas tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papa, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos mas alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamo la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían mas fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

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jueves, octubre 12, 2006

Continuidad de los parques

Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

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martes, octubre 03, 2006

Julio Cortázar y la fotografía

MATEO DE PAZ
(Mateo de Paz es profesor de escritura creativa en http://hotelkafka.com )



El importantísimo cambio narrativo que se produce en la escritura cortazariana se supone alrededor de 1955, cuando inicia la escritura del relato «El perseguidor», incluido en Las armas secretas (1959). A partir de aquí, Cortázar cerrará una etapa notable en su periplo literario para dar paso a otra de mayor trascendencia, la que comienza con este libro de cuentos y concluye, una década más tarde, en Último Round, pasando por sus obras mayores, aquellas que le han dado la fama, novelas, cuentos, microrrelatos y una extraña producción miscelánea: Los premios (1960), Historias de cronopios y de famas (1962), Rayuela (1963), Todos los fuegos el fuego (1966), La vuelta al día en ochenta mundos (1967), Buenos Aires, Buenos Aires y 62.Modelo para armar, estas últimas del año 1968. Las armas secretas, aunque se componga de muy pocos cuentos, cinco en total (cuya trama se desarrolla en París), podrían sostener, por su calidad literaria, los cimientos de su edificio narrativo: «Cartas de mamá», «El perseguidor», «Las armas secretas» o «Las babas del diablo» son títulos ya clásicos en la producción cortazariana. Esta última es una de las narraciones más estudiadas por la crítica debido a que el universo narrativo presentado por el autor, condensado y elíptico por imperativos del género, nos ofrece un abanico de interpretaciones, casi todas ambiguas sobre la posición y desenlace del fotógrafo franco-chileno. La necesidad de dar sentido a la relación de la mujer rubia con el muchacho y de estos con el chofer impulsa al fotógrafo y traductor Roberto Michel, alter ego del cronopio Cortázar, a comprender que la fotografía tomada «el 7 de noviembre del año en curso» puede generar una historia y construir, por lo tanto, una realidad literaria paralela, ambigua y recubierta de contradicciones.
Julio Cortázar fue un explorador de sistemas narrativos, sin fijarse en fórmulas estáticas, sino investigando en nuevos espacios hasta dar con las soluciones imaginarias del inconsciente, pero sin separarse de la realidad física. Como sabemos, y esto no es nada nuevo, el lenguaje literario evoca y sugiere, es connotativo, y su imposibilidad de comunicar la totalidad de lo escrito reside fundamentalmente en la resistencia del discurso literario a ser recibido por el lector de forma definitiva. El lector siente la distancia entre su realidad física y la solución imaginaria que Cortázar propone, entre su cotidiana ingenuidad y la fantasía reaccionaria del cuento que nos ha querido mostrar el narrador. La realidad física, en efecto, se presenta incompleta para el lector, carente de sentido unívoco. Esta carencia hay que buscarla en las soluciones imaginarias que presentan una aparente incoherencia. En muchos de los relatos cortazarianos se perciben las cosas y los seres no como figuras separadas de su contexto, sino como parte de la representación y en relación con un universo magistralmente construido. Muchas veces, la manera en que percibimos el llamado «efecto de realidad» depende de la equivocada o acertada interpretación que nosotros hacemos como lectores. El propio Michel interpreta la realidad y transforma en literatura la historia de la fotografía:

Michel es culpable de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes. Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá las claves suficientes para acertar con la verdad.

Por otro lado, en numerosas ocasiones se han considerado los textos críticos de Cortázar como pilares para elaborar la interpretación de cualquiera de sus cuentos. Como Horacio Quiroga, a lo largo de su vida Cortázar dibujó aproximaciones a la teoría cuentística de un género en boga. Poco antes de haber dado alcance a esta década prodigiosa, Cortázar traduce, por encargo de Francisco Ayala y a razón de 3.000 dólares, la obra narrativa y ensayística de Edgar Allan Poe, iniciador del cuento moderno. También el arte de la fotografía está presente en «Las babas del diablo». En su ensayo«Algunos aspectos del cuento» el autor nos dice que la novela y el cuento podrían ser comparados «analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un ?orden abierto?, novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación». Con esto, algo paradójico y contradictorio sucede en torno a 1964, cuando Cortázar vende los derechos de «Las babas del diablo» para que Michelangelo Antonioni pudiera llevarlo al cine en 1968. Esta es una adaptación fílmica del texto con un título muy sugerente, Blow-up, es decir, ?ampliación?. En el cuento el personaje-protagonista es un traductor, además de fotógrafo aficionado, que enmarca la historia en la técnica del bromuro de plata como si únicamente la ampliación fotográfica realizada repitiese «mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente» (Roland Barthes, La cámara lúcida, 1980). Al fijar la ampliación en la pared del salón, Michel se sorprende de manera estúpida: comprueba que cuando mira una fotografía de frente, «los ojos repiten exactamente la posición y la visión del objetivo» y entonces se le ocurre pensar que se ha instalado exactamente «en el punto de mira del objetivo». En su libro sobre la fotografía, Roland Barthes nos alumbra el camino para reconocer en la imagen estática un studium, es decir, «la aplicación a una cosa» sin demasiado interés, «sin agudeza especial». En este primer caso es el lector-espectador quien va a buscar algo en la imagen, aquello que debería llamar su atención, puesto que de lo contrario aquella fotografía no merecería la pena:

Curioso que la escena (la nada, casi: dos que están ahí, desigualmente jóvenes) tuviera como un aura inquietante. Pensé que eso lo ponía yo, y que mi foto, si la sacaba, restituiría las cosas a su tonta verdad.

Michel, en un principio, observa el cuadro («el árbol, el pretil, el sol de las once») al igual que las tomas de la Conserjería y de la Sainte-Chapelle, esperando, sentado en el pretil, para sacar una fotografía «pintoresca en un rincón de la isla» a una pareja «nada común». Pero él «sab[e] que el fotógrafo opera siempre como una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa». Él va hacia la escena, participa como Barthes de «los rostros, de los aspectos, de los gestos, de los decorados, de las acciones» de los tres personajes que aparecen en la imagen, pero, en principio, sin esa agudeza especial que luego vendrá con el punctum. El hijo de la semiología nos dice que existe el segundo elemento, aquel que viene a dividir el studium. El punctum o pinchazo busca al lector-espectador, sale de la escena, hace que notemos la simplificación en nuestra observación de la imagen. Porque el punctum de una fotografía es «ese azar que en ella me despunta (pero que también me lastima, me punza)». Michel se da cuenta en el revelado de que el negativo es demasiado bueno para olvidarse de él, así que prepara una ampliación. La ampliación es tan buena que no resiste a hacer una ampliación mucho mayor, fijarla en una pared del cuarto y observar la imagen fotográfica «en esa operación comparativa y melancólica del recuerdo frente a la perdida realidad».
En palabras del propio Cortázar «Las babas del diablo» es un cuento significativo porque «quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta». Michel se desdobla, se disfraza y transforma en objeto creador de ficción que descubre realidades escondidas. La absurda transformación kafkiana que, alterada en escarmiento angustioso y, a la vez, colmada de agitación, rompe las barreras de lo inverosímil para que el orden de lo establecido se invierta, los que están muertos (el chico, la mujer rubia, el hombre del periódico) se muevan, mientras el vivo, narrador de la escena, se torne prisionero de otro tiempo, «de una habitación en un quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer, y ese hombre y ese niño» de ser como la lente de una cámara Contax 1.1.2, «algo rígido, incapaz de intervención».
Finalmente, Michel rompe a llorar como un idiota desde el mundo (¿real?, ¿irreal?) de la imagen, después de lograr, por segunda vez, que el chico se libere de su «andamiaje de baba y perfume» protegido por la mujer rubia y el hombre, devolviéndolo a su «paraíso precario», a su vida de adolescencia metódica. De este modo, todos los obstáculos y soluciones del cuento, un mundo intrincado de realidades paralelas, recubierto por el bordado mágico del surrealismo fantástico, posee infinitas interpretaciones pero un único final: Michel, desde un principio lo que nos está mostrando es la creación literaria que envuelve el mundo de la ficción. La elección insegura del narrador, la advertencia de un tiempo («domingo siete de noviembre del año en curso») convenido por el protagonista, el espacio tan estrecho como el marco de una fotografía y su increíble transformación no son más que los efectos de la imaginación de un escritor en busca del cuento.

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