Hotel Kafka - Escuela de Ideas

Tfno.
917 025 016

Estás en Home » Blogs » Paul Auster

domingo, marzo 18, 2007

La venganza de los hijos de Auster

(La Nueva España - Eugenio FUENTES)

El premio «Príncipe de Asturias» convoca a todos sus personajes en «Viajes por el scriptorium», su última novela

Hace ya más de una década el neoyorquino Paul Auster, premio «Príncipe de Asturias» en 2006, reflexionaba así: «Todos mis personajes han experimentado alguna forma de pérdida, la rotura de algún vínculo fundamental, muchas veces biológico». Mister Blank, el protagonista de Viajes por el scriptorium, la última novela de Auster, no es una excepción a esta norma. Y no sólo eso. Por especial querencia del novelista, aficionado desde antiguo a las vueltas de tuerca metaliterarias, su extraviada condición es suma y consecuencia de los avatares vividos por todos los personajes que le han precedido.
Mister Blank, en apariencia uno más de los personajes beckettianos de Auster, es un anciano encerrado en una habitación, donde es vigilado con cámara y micrófono. No sabe ni quién es ni dónde está. Desconoce qué hace en ese lugar y cuánto tiempo lleva allí. Tampoco sabe a ciencia cierta si es un prisionero o puede salir de su encierro. Pero no lo averigua, porque tiene miedo. Sólo le consta que en la habitación, cuya única ventana está cerrada, hay una cama, un escritorio, una puerta que da a un baño y un sillón giratorio y rodante, aunque este gratificante detalle tardará en descubrirlo. Sobre el escritorio reposan treinta y seis fotografías y cuatro mazos de documentos.

Mister Blank -cuyo nombre en inglés alude a las claras a su mente en blanco, confusa, desmemoriada, inconexa- tiene, eso sí, un enorme complejo de culpa que le provoca una inmensa angustia, aunque tampoco puede quitarse de la cabeza la sensación de estar padeciendo una gran injusticia.
La sospecha de que ha hecho daño a muchas personas -a las que califica de agentes y sobre cuyas misiones ha escrito informes- le ronda de continuo la cabeza. Es más, en ocasiones, al cerrar los ojos, una legión de supuestos condenados desfila por su mente, adoptando los aires de una espectral santa compaña. Una procesión de seres sin rostro que emite un gemido apenas perceptible mientras recorre un páramo desolado.
El confuso aislamiento de Mister Blank, que teme la venganza de sus agentes, sólo es roto de tanto en tanto por algunas visitas y llamadas de teléfono: sus devotas cuidadoras, Anna y Sophia; un ex policía británico que indaga sobre un sueño, al que confiere una especial relevancia, y que le pone al tanto de que hay «mucho resentimiento» contra él; su médico, su abogado...
Mister Blank es, una vez más, un personaje vencido por el tiempo, como los que han venido protagonizando las últimas novelas de Auster: El libro de las ilusiones, La noche del oráculo, Brooklyn follies. En una reciente entrevista con el diario «El País» Auster explicaba que la génesis de Viajes por el scriptorium se encuentra en su imagen inicial: un anciano cabizbajo -tal vez el propio autor en un futuro no muy lejano- sentado al borde de una cama estrecha, con las manos sobre las rodillas y la mirada en el suelo. «Los ancianos son seres muy frágiles», constata Auster, «confundidos, les falla la memoria, no saben dónde están, no entienden bien qué les sucede, están indefensos. Se trata de algo muy común, pero olvidado». La vejez, pues.
Pero, como no podía ser menos en Auster, el anciano es sólo un instrumento para desarrollar una historia de encierro y extravío. El padre de La habitación cerrada o El palacio de la luna ha edificado el conjunto de su obra sobre una galería de seres errantes o recluidos, o ambas cosas. La habitación y el viaje han sido dos de sus escenarios recurrentes. Y Mister Blank será sólo el agente -por emplear un concepto muy presente en Viajes por el scriptorium- de una trama que, girando en torno a la memoria, la identidad y la palabra, arranca de un encierro para convertirse en un intenso periplo autorreferencial por toda la obra de Auster.
Porque las 120 líneas que llevo escritas, sin mentir deliberadamente, son sólo un ejercicio de simulación: un intento de aproximarse al modo de entender esta novela pesadilla que tendría un lector que no conociese ninguna narración de Auster. Si ése es su caso, y si desea preservar su virginidad, puede abandonar aquí la lectura de esta reseña. A condición de que tampoco haya caído en sus manos ninguna de las entrevistas promocionales concedidas por Auster.
En caso contrario, no tendrá mucha dificultad en darse cuenta de que Anna, la cuidadora que irrumpe en la habitación de Mister Blank en la página 24, no es otra que Anna Blume, la protagonista de El país de las últimas cosas. Un personaje, posiblemente el más querido por Auster, que le acompaña desde los 21 años, aunque tardó casi dos décadas en encontrar acomodo en su escritura. Su marido, David Zimmer, al que la propia Anna alude en la página 37, es el protagonista de El libro de las ilusiones.
Sophia, la otra cuidadora, es Sophia Fanshawe, personaje relevante de La habitación cerrada y mujer de Fanshawe, el enigmático escritor loco que decidió desaparecer antes de publicar una sola línea. Fanshawe contempló -¿lo recuerdan?- desde un ostracismo desesperado el éxito de sus obras, dadas a la imprenta por un albacea amigo que, a la postre, acabaría siendo el nuevo marido de Sophie.
El médico, Samuel Farr, también proviene de El país de las últimas cosas. El abogado, Quinn, es el protagonista de la primera novela de Auster, Ciudad de cristal, y resulta ser sobrino de Molly Fitzsimmons, la mujer que se casó con Walt, el niño prodigioso que levitaba en Mr. Vértigo. Incluso las 36 fotos que reposan sobre el escritorio son otras tantas imágenes de personajes de novelas de Auster.
«La idea subyacente es la de un escritor obsesionado por todos los personajes a los que ha dado vida a lo largo de los años», confiesa Auster, quien recientemente ha confesado que tal vez no escriba más novelas. «Crear personajes no es una acción gratuita, es algo que entraña una responsabilidad», sentencia. Lo malo es que, al parecer, la mayoría de sus entes de ficción son presas del resentimiento.
No es el caso de Anna, su bienamada, quien está muy reconocida a Mister Blank: «Sin usted no sería nadie», le confiesa, orientándonos sobre el papel demiúrgico del anciano encerrado. Pero Anna o Sophie son casos aislados. De hecho, alguna de las criaturas comparece en la habitación con una navaja entre sus ropas, por si se presenta la ocasión de cortar por lo sano. Y no es de extrañar, porque varias décadas enviando agentes a dolorosas misiones es la mejor manera de rodearse de entes rencorosos ávidos de venganza.
Vean si no el repertorio de acusaciones que, según le comunica el abogado, Quinn, lanzan sus agentes contra Mister Blank: «Desde indiferencia criminal a acoso sexual. Desde asociación ilícita con propósito de dolo hasta homicidio involuntario. Desde difamación del buen nombre de las personas hasta asesinato en primer grado. ¿Quiere que siga?».
No, Mister Blank no quiere más, aunque se declara inocente. «Lo paradójico», se defiende Auster en la entrevista citada, «es que si el libro que se escribe es bueno, las criaturas imaginarias están destinadas a tener una vida mucho más larga que la de su creador». ¿Ah, sí? Pues tal vez en la paradoja esté el castigo. Que el lector lo descubra. De momento, bástele con saber que en el mazo de documentos que reposa sobre el escritorio de la habitación se encuentra la solución al enigma.

Etiquetas: , , , , , ,

viernes, enero 26, 2007

Paul Auster y Woody Allen y las viseras de Albiñana

Javier GARCÍA RODRÍGUEZ - La Nueva España
Durante su estancia en Oviedo para recoger el premio «Príncipe de Asturias» de las Letras, el escritor estadounidense Paul Auster tuvo ocasión, como muchos otros premiados antes y después, de dedicar parte de su escaso tiempo libre a pasear de incógnito, ajeno a las exigencias del estricto protocolo y de los medidos compromisos sociales, por las calles que rodean el hotel Reconquista (yo mismo tuve ocasión de saludar brevemente en la calle Uría a un George Steiner tímido, sabio y de gabardina azul hace ya algunos años). Y aunque no es un hecho muy divulgado -la noticia parece estar siempre en otra parte, claro, como decía Kundera de la vida-, durante su paseo, el autor de «La trilogía de Nueva York» se sintió atraído de inmediato por algunas calles y algunos lugares (Auster es Auster incluso cuando sólo pasea) que provocaron en él la mirada que le ha convertido en un narrador tan curioso y especial, calles y lugares con los que terminó por establecer una relación de cálida cercanía y cierta intimidad (o, si se prefiere, de calidez cercana e intimidad cierta). Una de estas calles era Melquíades Álvarez, en el cruce con Doctor Casal. El lugar, la casi centenaria sombrerería Albiñana.

Woody aconseja a Paul
Es poco sabido que Paul Auster venía sobre aviso acerca de este lugar diminuto y particular. Al parecer, en una entrevista concedida al «Cedar Rapids Chronicle» de Iowa, recordaba cómo, cuando su amigo Woody Allen (la conexión Manhattan/Brooklyn siempre alerta) le felicitó por la concesión del común premio asturiano, tras alabar las virtudes de la ciudad de acogida (ya saben, lo del cuento de hadas y todas esas cosas grabadas en piedra) y provocar su vanidad recordándole, con su aguijoneante sentido del humor, que a él se le había erigido una escultura en pleno centro (por cierto, que una tienda de golosinas, muy hábilmente, ha aprovechado para bautizarse como Tutti Woody), una de sus más vehementes recomendaciones fue la de que debía visitar Albiñana, un lugar, le explicó, «pequeño, lleno de magia, una caja de sorpresas, donde todo cabe, donde todo está a la vista, donde los objetos de la realidad parecen de ficción». Y le confió casi en secreto que él mismo había adquirido una visera en aquella minúscula tienda con nombre imposible de pronunciar por esa eñe tan típica del español. Una visera de pana marrón claro con la que ha podido vérsele en numerosas ocasiones desde entonces.
Obedeciendo al cineasta neoyorquino, en su visita matutina y principesca, un discreto Auster (el dueño de la tienda, Luis Manuel Bobes, recuerda que no se identificó) se encontró con lo que le pareció un zoco a la europea burgués y decimonónico, posmoderno y «kistch», un mercado persa del lujo y la publicidad, una tienda de «delicatessen» del complemento y del regalo, atiborrada de sombreros panamá y de fieltro, de abanicos pavoneados, de «souvenirs» con fecha de caducidad, de paraguas de toda condición, de tirantes rayados, de insignias inverosímiles, de banderas españolas de sobremesa con peana dorada, de falsas medallas militares basadas en las de todos los ejércitos y en todas las guerras sin sentido, de gorras azules de requeté (al parecer, un producto estrella), de mariconeras ochenteras, de bastones de atrezo, de lujosas carteras para amantes del orden, de monederos (y ninguno falso, como los de André Gide), de boinas sin capar, de llaveros imposibles de olvidar, de botas de vino de las tres zetas (que ya en su nombre invitan al sueño etílico) y de tricornios de gala. Y compró, también él, una visera: de pana, marrón claro, aunque algo más austera, claro. Para no defraudar a Woody Allen y porque el lugar le fascinó como sólo fascina lo especial, lo no uniformizado, lo único. Y también hizo una fotografía, la prueba imposible de lo vivido (la prueba de lo imposible vivido: así es Paul Auster).
Cambio de aires
Dentro de poco tiempo, Albiñana cerrará sus puertas porque, según parece, el edificio que la alberga va a ser rehabilitado para convertir sus altos techos y sus salas espaciosas en un lugar anodino y común con cocinas pigmeas y paredes de gotelé. Ya figura el cartel de traslado en uno de sus escaparates. La tienda se ha clonado unos metros más allá, en la misma calle Melquíades Álvarez, renovando su estética y llevándose consigo casi un siglo de historia y miles de historias íntimas, de grandes pasiones, de vidas cruzadas, de conversaciones de paso, de regalos buscados, de deseos incumplidos, de confidencias a media voz y de anécdotas imposibles de creer. Y llevándose también a todos sus transeúntes despistados, a sus clientes de toda la vida, a sus famosos de paso y de paseo, a sus gentes de familia bien, a sus coleccionistas de rarezas, a sus raros de colección, a sus madres de familia, a sus maridos de última hora, a sus militares de graduación, a sus mutilados de guerra y a sus turistas sorprendidos por una tormenta de verano (que son, como se sabe, como las tormentas en un vaso de agua: escandalosas pero sin consecuencias). Vivencias y personajes casi, casi idénticos a los de las novelas -cotidianas y envolventes- de Paul Auster. Casi como todas las vidas, casi como todas las historias, en las que todo parece suceder fuera del tiempo y donde nada parece del todo verdad.
Una vieja fotografía
Si el personaje que encarnaba Harvey Keitel, el obsesivo y milimétrico fotógrafo aficionado de «Smoke», colocara hoy su cámara en el mismo lugar en que entonces lo hizo Paul Auster, frente a la ya casi abandonada sombrerería Albiñana, comprobaría que todo ha cambiado pero que todo sigue igual (ahora es Lampedusa quien parece querer meter baza). Descubriría, como Auster al mirar ese universo diminuto y cercano, que desde este lugar fuera del tiempo, que en esta ciudad de cristal plagada de fantasmas, con sus habitaciones cerradas, muestrario eficaz del país de las últimas cosas donde se produce cada día la invención de la soledad, puede verse el palacio de la luna mientras se escucha la música del azar, y que no importa vivir a salto de mata ni realizar experimentos con la verdad porque todo está escrito en el libro de las ilusiones y todo quedó dicho la noche del oráculo: la vieja tienda de Albiñana permanece en la cabeza de Paul Auster bajo una visera de pana marrón, como si no perteneciera a este mundo, como si no existiera.

Etiquetas: , , ,

domingo, enero 14, 2007

«La literatura me ha enseñado lo estúpido que soy»

Igual que los personajes de sus novelas, Paul Auster duda de si «los últimos 59 años» de su vida «no han sido un sueño», un juego de espejos entre lo que dicen los sentidos y la fábula. El sueño, en cualquier caso, lo ha llevado esta semana a Oviedo, donde recibirá mañana el Premio Príncipe de Asturias de las Letras


El Mundo 19-10-2006 , QUICO ALSEDO. Enviado especial

OVIEDO.- Se veía venir: entrevistar a Paul Auster es penetrar en un laberinto de palabras y no-palabras en el que lo que se calla es tan importante como lo que se dice.

Con un matiz no tan habitual en sus novelas: el humor. Auster llegó ayer a Asturias para recibir el Príncipe de Asturias de las Letras, se retrató con unos gaiteros a la puerta de su hotel, dijo haber aprendido en todos estos años de escritura «lo muy estúpido que soy... Cuanto más viejo me hago [el año que viene cumple 60], menos sé».
El clásico adagio suena autocomplaciente en cualquier escritor maduro; no en Auster. Por algo, la incertidumbre y los espacios vacíos son la sal y la pimienta de El palacio de la luna, El libro de las ilusiones y toda su literatura.

O mejor dicho (al menos en los últimos años), metaliteratura: de algún modo, Auster es casi ya tan narrador como lingüista, una especie de espeleólogo sumergido en la naturaleza profunda de la palabra a través de sus personajes, tantas veces escritores, tantas veces presos de las letras (incluido el protagonista de Viajes al scriptorium, de inminente publicación en España).
A la sombra de Kafka, pero también de «un buen vino blanco», éste era el Paul Auster, elegantemente vestido de azul oscuro, que se sentaba ayer en el bar del Hotel Reconquista de Oviedo, después de firmar dos docenas de autógrafos como una estrella de rock.
Pregunta.- Sus novelas son puros espejos entre realidad y ficción. ¿Cómo sé que es usted el verdadero Paul Auster?
Respuesta.- Tiene razón. Quizás los últimos 59 años hayan sido, en realidad, un sueño. Pero hay tanta gente alrededor que cree que sí lo soy, que tiendo a pensar que es así.
P.- Así que ni usted está seguro.
R.- Estoy bastante seguro, pero no puedo decir al 100% que soy quien soy, o quien se supone que soy.
P.- ¿Alguna vez ha pensado que, como a sus personajes, lo que se cuenta termina ocurriendo?
R.- Mmm... Estoy pensando [juguetón]. No, no realmente. Siri, mi mujer, que está ahí, dijo una cosa bonita una vez sobre escribir ficción. Dijo: «Escribir ficción es recordar algo que no ha pasado jamás». Suena bien, ¿eh? Y podría decir lo mismo del futuro, pero no lo creo. Y Sydney Orr [el personaje de La noche del oráculo] no soy yo, ok? [ríe con chulería neoyorquina].
P.- Siempre escribe sobre escritores... ¿Le molesta que le pregunten si usted es éste o el otro?
R.- No escribo autobiografía, quizás un 98% de lo que escribo es imaginación. Pero no es fácil hacerlo comprender, porque no lo parece. Además, no escribo para muchas personas, sino para una. Porque todos leemos un libro distinto, aunque todos lean las mismas palabras.
P.- Ha dicho: «Lo real va mucho más allá de lo que imaginamos». ¿Puede explicarse?
R.- Hummm, ¿yo he dicho eso? Sí: quería decir que lo inesperado ocurre a cada minuto. Pensamos que conocemos nuestro papel en la vida, y a cada minuto ocurre algo que lo cambia. La realidad es un punto que nunca llegamos a atrapar. Intentamos agarrar a las personas, pero las personas no se dejan.
P.- ¿Todavía no sabemos quiénes somos?
R.- Exacto. Tenemos un cuerpo y eso lo sabemos. Podemos amar y odiar, ser adorables o crueles. Pero cuando actuamos de una forma, muchas veces no nos reconocemos. Y nos sorprendemos diciendo: «¡Parezco otra persona!».
P.- El azar parece un demiurgo en su obra, ¿algo así como un dios?
R.- No, en absoluto. El azar, o lo cambiante, o como lo quieras llamar está ahí, sucede que muchas veces la literatura no ha contado con él. Tenemos esta visión, quizás heredada de la novela del XIX, de que el mundo está ordenado por fuerzas sociales, psicológicas... Pero el accidente ocurre. Cruzas la calle, un coche te atropella, tu pierna está rota, el resto de tu vida serás cojo...
P.- ¿Nada detrás de ese azar?
R.- No hay nada detrás. Es la mecánica de la realidad. Si no, hablaríamos de religión.
P.- ¿Cuál es el truco para satisfacer por igual a crítica y público?
R.- Bueno, mucha gente odia lo que hago, también he tenido muy malas críticas...
P.- Pero sus historias...
R.- Ocurre, y ya está. Mi amigo Orhan Pamuk, que ganó el Nobel el otro día, tiene buenas críticas, siempre ha vendido mucho y va a vender más [ríe].
P.- ¿Cuál es su rutina de escritor?
R.- Oh, se va a dormir mientras se lo cuento. Me levanto pronto, como cualquiera, entre las siete y las ocho. Tomo una enorme taza de té. Me voy a un pequeño apartamento-estudio que tengo cerca de casa, de cual sólo tres o cuatro personas saben el teléfono. Trabajo siempre en cuaderno. Cojo un párrafo, lo reescribo, lo reescribo... Y podría no estar bien, pero si por el momento vale, lo paso a mi máquina de escribir. No tengo ordenador. Paro a la hora de comer. Compro un sandwich cerca y casi siempre me lo como de pie, pensado. A las cinco de la tarde cierro el cuaderno, me voy a casa e intento no pensar en la historia.
P.- ¿Es posible?
R.- Sí. Si lo dejo al inconsciente, sé que va a pasar algo; si sigo forzándolo, lo voy a ahogar. Y tengo un truco que me funciona desde hace 15 ó 20 años: cuando estoy a punto de dormirme, me vienen a la cabeza un montón de ideas; lo normal es que se aparezca la historia que estoy escribiendo, pero he entrenado para no pensar en ella, sino en la siguiente novela. Luego me duermo. Ése es mi día.
P.- ¿Cuánto le ha costado escribir de esa forma tan sencilla y misteriosa?
R.- Todo el arte está hecho de esfuerzo. Pulo las frases, quiero que canten de su modo verdadero, no de otro. No leemos con la cabeza, sino con todo el cuerpo. Las letras, los conceptos, no van sólo a la mente, sino a todo el cuerpo. Puede ser subliminal o no, pero es una experiencia física. Yo empecé como poeta y aún pienso en mí como poeta. Escribo con la misma intensidad, palabra a palabra.
P.- ¿Pueden las palabras...?
R.- ¿Abarcar lo que existe?
P.- Sí.
R.- No, no pueden y ése es el problema. Y sí, sí pueden porque es lo único que tenemos. El lenguaje es una estantería y lo que tenemos son subcategorías. Vemos una silla y vamos a por la palabra silla, luego a que es roja, que está hecha de madera... Pero yo tengo muchos problemas con las descripciones de otros escritores... No las veo... Quizás porque tengo una pobre imaginación visual
P.- ¿Lo cree así?
R.- Sí, describo tan poco las cosas en mis libros... Pero busco describir en tres golpes, como algunos de esos pintores. El resto lo tiene que poner el lector [interrumpen sus asistentes: la entrevista debe terminar].
P.- Señor Auster, sólo una cosa más? Esa habitación cerrada tan recurrente en sus libros... ¿De dónde sale? ¿Qué significa esas....?
R.- [Levantándose] Oh, ¿cómo lo puedo saber? Además, le diré algo: si lo supiera, no escribiría.

Etiquetas: , , , ,

© 2006 Hotel Kafka. C. Hortaleza 104, MadridTfno. 917 025 016Sala de PrensaMapa del SiteAviso Legalinfo@hotelkafka.com